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novelísticas del profesor Rubem Fonseca). Hay comportamientos lisonjeros, simpatías legítimas, lealtades a prueba, clientelismos y corporativismos viejos y nuevos, de distinto calibre y perfil. Hay también un silencio cósmico en muchos sectores universitarios dominados por la indiferencia, la apatía o el aburrimiento con todo lo que tenga que ver con la política universitaria, como suele ocurrir con la política en general. Pero hay que recordar que la política práctica, aquí, en Harvard o en la UNAM, es un asunto de elites, un tema que concierne a un puñado de interesados que aspiran a representar a sus comunidades. Esa es, quizá, la virtud, o la limitación, de todos los procesos electorales: no involucran a todos, expresan la acumulación de intereses en grupos y personas específicas, articulan la representación de ideas, creencias y aspiraciones de ciertos sectores en ciertos momentos.

      Ello no obstante, en la universidad existen asuntos generales, sustantivos, en las que el gobierno universitario debe tener proyectos, ideas y compromisos más o menos claros. Los candidatos a representar a la universidad han planteado ya varios de ellos, muchos temas académicos, otros administrativos, algunos más culturales, muchos presupuestales, otros, por supuesto, estrictamente políticos. Pero las universidades de hoy —luego de muchos años de políticas federales concentradas en ligar evaluación, calidad y desempeño— han vuelto a nuestras instituciones organizaciones esquizofrénicas: tiene que hacer docencia, investigación, extensión y difusión, pero también rendir cuentas, exhibir indicadores y reconocimientos en las vitrinas institucionales, procurar buenas relaciones con los poderes públicos y, además, mantener la estabilidad de sus instituciones. Son espacios sobrecargados de exigencias sociales, económicas, políticas y culturales. Hay también zonas oscuras y brillantes, liderazgos académicos probados, procesos discretos de trabajo docente cotidiano, junto a frustraciones, envidias y rencores acumulados por diversas zonas de una comunidad de más de 235 mil estudiantes, donde laboran más de 15 mil profesores e investigadores y casi 9 mil 500 trabajadores administrativos y de servicio.

      Todo esto ocurre en la UdeG. Y por ello, o a pesar de ello, la universidad es una institución central para la vida pública, política y social de Jalisco, cuyas contribuciones son fundamentales para entender lo que ha ocurrido en la entidad en los últimos 90 años. Hoy que el calendario institucional cierra y abre un nuevo ciclo universitario, quizá sea el momento de volver la mirada al pasado remoto y reciente de nuestra universidad, para vislumbrar, con la palidez de lo inmediato, los desafíos de su propio futuro.

      3 Señales de Humo, 31 de enero de 2013.

      En el lenguaje de la historia reciente de las universidades mexicanas, la palabra “modernización” significa casi cualquier cosa que uno pueda imaginar. Suena a algo parecido a ser actual, estar al día o a la moda, parecerse lo más posible a alguna universidad exitosa en el mundo, figurar en los rankings internacionales o locales, ser atractiva para los estudiantes, tener buenas instalaciones, edificios modernos, inteligentes, con tecnologías de información y comunicación de última generación, bellos jardines, ciclopistas, declaraciones de sus campus como “verdes”, “saludables”, “libres de humo”. Pero no basta parecer modernas, sino también serlo: la modernización también significa rendir cuentas al gobierno, acreditar la calidad de sus programas de licenciatura y de posgrado, presumir a los buenos estudiantes y a sus egresados exitosos, ser eficientes, innovadoras, internacionales. Cuentan también sus profesores e investigadores, sus altas cualificaciones y credenciales académicas (doctorados, posdoctorados, formados de preferencia en universidades norteamericanas o europeas), sus cuerpos académicos consolidados, el número de investigadores reconocidos en el Sistema Nacional de Investigadores, cuántos de sus profesores alcanzan la calificación de “perfiles deseables” en el ahora modernísimo Prodep (Programa de Desarrollo del Personal Docente), que es la nueva versión del viejo Promep (Programa de Mejoramiento del Profesorado).

      ¿Cómo ocurrió todo? Vale la pena recordar que los vientos de la modernización de la educación superior que llegaron en los primeros años noventa del siglo pasado a las playas universitarias intentaban transformar a instituciones consideradas hundidas en los pantanos del despilfarro, la corrupción académica, la politización salvaje, desvinculadas de las necesidades sociales y encerradas en sus torres de marfil. La palabra “crisis” estaba de moda, y con ella se resumía la situación de las universidades públicas. Y el diagnóstico anticipaba la receta: para enfrentar la crisis de la universidad se requería una operación de modernización, de actualización de las universidades para adaptarse a los cambios ocurridos en el contexto nacional e internacional que emergía tras la crisis económica del capitalismo de los años ochenta y los movimientos democratizadores de los noventa —la “tercera ola de la democracia”, como la llamó Huntington—. El resultado de la operación es conocido: se diseñaron e instrumentaron políticas de educación superior centradas en la evaluación, la calidad y un financiamiento público competitivo, diferencial y condicionado.

      Pero una incómoda sensación déjà vu flotaba en el ambiente. La idea de la modernización era, paradójicamente, una idea vieja, surgida en el imaginario de las élites intelectuales y políticas del siglo XIX, convencidas de que el futuro social y económico de los países estaba ligado al combate a lo tradicional y al conservadurismo. Ser moderno significaba dejar atrás usos y costumbres, tradiciones ancladas al pasado rural y comunitario, autoritarias e ineficientes, para transitar a sociedades urbanas, industriales, educadas, productivas, liberales y democráticas.

      En México, el discurso neomodernizador enarbolado por el salinismo (1988-1994) que se abría paso en medio de la crisis de los años ochenta no era nuevo. Antes, en otros tiempos y con otros actores, se habían desarrollado por lo menos dos modernizaciones de la educación superior. La primera fue lanzada por el presidente Porfirio Díaz, en el ocaso de su mandato y relevancia política. La inauguración de la Universidad Nacional de México, justo el año del primer centenario de la independencia, formó parte de la gran cruzada modernizadora que el porfiriato emprendió en todo el territorio nacional en la primera década del siglo XX: edificios, museos, trenes, plazas públicas, iluminación de calles, tranvías eléctricos en las ciudades, escuelas en las grandes poblaciones del país.

      Pero el primer y último intento de modernización porfirista fue barrido por los tiempos violentos de la Revolución. Las universidad de México, y varias estatales, sufrieron los efectos de la transición de un régimen dictatorial hacia un régimen popular-nacional, un periodo que puede ser mirado en las sabias palabras del historiador británico John Calhoun respecto a las revoluciones: “El intervalo entre el declive de lo viejo y la formación y el establecimiento de lo nuevo siempre constituye un periodo de transición, el cual es necesariamente un periodo de incertidumbre, confusión, error, y salvaje y feroz fanatismo” (A Disquisition on Government).

      No sería hasta los años cuarenta cuando una segunda modernización se colocaría en el centro del lenguaje público y las creencias, los deseos y las expectativas sobre las universidades. La construcción de Ciudad Universitaria de la UNAM, y la creación de nuevas universidades públicas estatales, significaba que el país progresaba y se desarrollaba. La segunda modernización universitaria representaba autonomía, libertad de investigación y de cátedra, el acceso de nuevos estratos y grupos sociales a la universidad, la contratación de profesores de tiempo completo. Pero la nueva modernización traía consigo los gérmenes de la nueva universidad: burocratización, politización, expansión no regulada ni planeada, masificación. La transición de la universidad tradicional a la moderna ocurriría en un tiempo dilatado y largo. Iniciaría con el alemanismo y terminaría con el movimiento estudiantil de 1968.

      La tercera modernización universitaria experimentada en los años noventa surgía entre los escombros de la crisis de financiamiento público, las políticas neoliberales de ajuste y reestructuración económica, y los reclamos de la democratización política que se formaron lentamente en los años setenta y ochenta. La idea tradicional de la reforma universitaria, que formaba parte de los relatos convencionales del cambio en las universidades públicas, fue sustituida o desplazada por la idea de la modernización. La primera implicaba el financiamiento público sostenido,

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