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a los escándalos se han hecho varios intentos para tratar de inhibir, penalizar o evitar prácticas de plagio entre investigadores, profesores y estudiantes universitarios. Dos ejemplos recientes: el 18 de sepiembre de 2013, ante la expansión de casos de plagio entre los estudiantes de licenciatura, la Universidad de Navarra, en España, elaboró un código de ética académica que castiga las prácticas fraudulentas en la elaboración y publicación de trabajos académicos. En México, en julio del año pasado, un grupo de 22 académicos pertenecientes a 12 instituciones de educación superior, publicó un documento en el cual se enuncian ocho propuestas para tratar de evitar prácticas de plagio en el ámbito académico mexicano.

      El problema es que los comportamientos plagiarios son el efecto perverso de la combinación de decisiones individuales y de contextos sistémicos (o de factores “subjetivos” y “objetivos”, según la conocida formulilla sociológica). En el ámbito de los individuos, las decisiones de plagiar son actos de cinismo, pero también producto de la ansiedad, la angustia y la desesperación —el famoso “síndrome Los Tecolines” al que solía referirse José María Pérez Gay— por obtener de algún modo un título, un reconocimiento, un diploma. Hay en estos comportamientos ciertas connotaciones mágicas asociadas a los títulos de posgrado: formas de acreditar saberes, de mostrar evidencias de capital escolar relacionados a la posesión de capital cultural y estatus social. En el caso de los funcionarios y políticos que desean obtener a cualquier precio maestrías y doctorados, las ilusiones son más extrañas. Ser doctor para exhibir poder, para acrecentar la reputación y prestigio en las diversas arenas de la política, el título como una cosa que, bien usada, ayuda a competir con mejores recursos en la encarnizada disputa por puestos y posiciones. El doctorado como parte del currículum político, y no como evidencia de una trayectoria escolar y académica centrada en las rutinas humildes y clásicas del homo academicus: leer, investigar, organizar seminarios y conversatorios, dirigir tesis, publicar artículos, libros, ensayos.

      Pero es la dimensión contextual la que también ayuda a comprender las decisiones individuales. Cuando lo que está en juego son el prestigio y el dinero, los mecanismos meritocráticos se confunden con los burocráticos (tabuladores universitarios, puestos directivos, programas de estímulos, becas), que operan como referentes para alcanzar fines sin tener muchos escrúpulos con los medios. En este escenario, cultivado pacientemente por políticas, por instituciones, por grupos académicos y por individuos, el plagio académico encuentra explicación y sentido. Es inmoral, debilita el ethos académico en las universidades, corrompe comportamientos, destruye carreras, debilita la confianza, causa indignación y escándalo. El problema es que la cosa existe, permanece y se reproduce, y no se vislumbran en el horizonte académico muchas posibilidades de que desaparezca.

      11 Campus Milenio, 2 de julio de 2016.

      barcelona, españa. Los hechos son conocidos: la tarde del pasado 15 de julio se puso en marcha un golpe de Estado contra el gobierno del presidente de Turquía, Recep Tayyp Erdogan, que movilizó al ejército turco y a miles de ciudadanos de ese país. En medio de la confusión, se supo que una facción del ejército, apoyada por altos funcionarios y policías, se había levantado en armas contra Erdogan, su gobierno y su partido (Partido de la Justicia y el Desarrollo, AKP, por sus siglas en turco), por considerar que es un régimen corrupto, despótico y autoritario. Esa misma noche, el propio presidente anunciaba la captura de los culpables y el restablecimiento del orden institucional. El intento golpista había fallado.

      En medio de ese restablecimiento, el gobierno ordenó inmediatamente apresar y destituir en masa a miles de dirigentes, funcionarios y políticos, acusados de participar en la revuelta. Nunca como ahora la expresión “cabeza de turco” (el equivalente a la de “chivo expiatorio”) tuvo tanta aplicación política, simbólica y práctica para focalizar la venganza presidencial en individuos y comunidades específicas. Y entre esos miles se encuentran rectores, académicos y funcionarios de las universidades públicas y privadas del país. Según fue dado a conocer por distintos medios, una de las acciones inmediatas fue la “purga” de más de 15 mil maestros del sistema educativo básico, además del despido de “todos los rectores y decanos de facultades (1,577 académicos)”, por orden directa del presidente turco (La Vanguardia, Barcelona, 20/07/2016). Además, “a los profesores y empleados de las universidades se les prohibió salir al extranjero y se exigió a los que participan de intercambios que regresen” (El País, 21/07/2016). Se decretó también “el cierre de 15 universidades y de 1,043 escuelas privadas y residencias de estudiantes” (El País, 24/07/2016).

      Estos acontecimientos ocurren en uno de los países de la zona euroasiática que más rápidamente se han occidentalizado en una región dominada por el islamismo. Con más de 180 instituciones de educación superior públicas y privadas (de las cuales 104 son universidades públicas sostenidas por el Estado), que tienen una población de más de un millón de estudiantes, el sector educativo superior es un conglomerado de universidades tradicionales y modernas que investigan, imparten cursos de pregrado y posgrado, y cada vez más realizan intercambios con numerosas universidades europeas y norteamericanas.

      Las dos principales universidades turcas son la de Estambul —fundada en 1453 y transformada en 1933 como universidad pública, en el contexto de la constitución de la actual República de Turquía— y la de Ankara —fundada en 1946, y que se presenta como la “primera universidad de la República”—. Según aparece en sus sitios web, la primera tiene 90 mil estudiantes de pregrado y posgrado, y la segunda, 40 mil con 1,639 profesores. Ambas instituciones reflejan en buena medida el perfil de la educación universitaria turca contemporánea, como espacios académicos dominados por el interés científico y profesional propio de las repúblicas laicas, coexistiendo con una cultura cotidiana dominada abrumadoramente por el islamismo.

      Pero esas universidades reflejan también la accidentada historia política de su país, una historia de tensiones entre un régimen democrático semipresidencialista, liberal y laico, impulsado por el Partido Republicano del Pueblo (CHP) —constituido por Mustafá Kemal Atatürk, un liberal de filiación centro-izquierda, y considerado como el fundador de la Turquía moderna en los años treinta—, y un régimen democrático teóricamente laico, pero prácticamente protoislamista, representado por el gobernante AKP. En ese contexto se formaron liderazgos como los del expresidente Abdullah Güll (2007-2014), antecesor del actual presidente Erdogan. Güll fue rector de la Universidad de Estambul antes de ser nombrado primer ministro (2003-2007) y de fundar, junto con Erdogan, el Partido de la Justicia y el Desarrollo. Pero esas instituciones fueron también parte de la trayectoria política de Fetullá Güllen, el intelectual, teólogo, empresario y predicador que fue mentor del actual presidente turco y que ahora vive exiliado en Estados Unidos, y al que Erdogan acusa de la autoría intelectual y organizativa del fallido golpe de Estado. Esa historia política, de alianzas frágiles y de pleitos sólidos, es la historia de la constitución de un sector universitario ligado a los intereses de las élites del poder gubernamental turco.

      Pero las universidades turcas son instituciones que, en sentido estricto, no tienen autonomía política. Ese es el hecho que explica el acontecimiento de la purga universitaria. Sus rectores son propuestos por académicos y un Consejo Nacional de Educación Superior (dominado por el gobierno), pero son nombrados por el propio presidente de la república. Es decir, aquellos órganos proponen, pero el presidente dispone. Eso asegura al ejecutivo turco un enorme poder para decidir los máximos puestos de responsabilidad universitaria, pero también para remover o nombrar a los profesores. Ello explica la celeridad de las acciones de destitución y despido de rectores y académicos. Las primeras reacciones frente a los hechos, acaso inspiradas por el temor, han sido de pasividad. Hasta ahora, ni los estudiantes universitarios, ni los académicos, ni los propios rectores, han manifestado su posición frente a las acciones presidenciales, y la comunidad académica internacional ha permanecido en silencio frente a una acción que, de haberse producido en América Latina o en Europa, por ejemplo, habría provocado muy probablemente movilizaciones por la violación de la autonomía universitaria.

      La historia de las rebeliones y de los

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