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empeñado en destruir cualquier rastro del intento golpista. Los colocan como aliados de los golpistas y como parte de las redes de influencia del imán Güllen. Atrapadas y arrastradas por la vorágine de violencia y política de la coyuntura, es claro que no corren buenos tiempos para las universidades de la hermosa y convulsiva República de Turquía.

      12 Campus Milenio, 4 de agosto de 2016.

      En tan sólo seis meses, entre marzo y octubre de 1918, una serie de acontecimientos ocurridos en la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, marcaría el espíritu intelectual y político de una época, un espectro que recorrería con diversas intensidades a las universidades públicas latinoamericanas y caribeñas. Expresión de rebeldía contra el statu quo universitario de principios de siglo, un grupo de estudiantes cordobeses, encabezados, entre otros, por Deódoro Roca —un destacado estudiante de derecho—, declararon una huelga general para impedir la elección de un rector, tomaron el frontispicio del edificio de la universidad, enarbolaron la bandera de la Federación Universitaria de Córdoba, y, sólo unos días después, proclamaron el célebre Manifiesto Liminar, la expresión simbólica más conocida del movimiento estudiantil que asumió la idea de la reforma de la universidad. Todo esto ocurrió en menos de una semana. La huelga inició el 15 de junio y el manifiesto fue publicado el 21 de junio.

      Fueron días seguramente intensos, ajetreados, difíciles. Fue el tiempo comprimido de una juventud que “ya no pide, sino exige derechos”; que reclamaba la “revolución de las conciencias”; que acusaba la “insolvencia moral” de las autoridades universitarias; que afirmaba la certeza de que “estamos pisando una revolución, estamos viviendo una hora americana”. Frases poéticas y retórica incendiaria que habitan el corazón encendido del discurso que simboliza el manifiesto. Palabras del mascarón de proa del movimiento reformista: “una vergüenza menos, una libertad más”. A raíz de ello, del impulso a un cambio en la orientación, la estructura y el funcionamiento de la configuración y prácticas de la universidad, emergería una agenda de transformaciones que incluiría el cogobierno universitario, la autonomía, la docencia libre, la democratización, el libre acceso a la universidad, el reconocimiento por parte del Estado de la autoridad intelectual, social y política de la universidad en la construcción de las sociedades nacionales.

      La épica cordobesa se extenderá a lo largo del subcontinente durante el siglo XX, aunque sus expresiones locales no fueron homogéneas. Se combinaría, por ejemplo, con la experiencia de la Universidad Nacional de México que refundara Justo Sierra durante el último año de la dictadura de Porfirio Díaz, y que en 1918 sobrevivía a duras penas entre las balas y cañones de la Revolución Mexicana, atrapada entre la retórica revolucionaria que le imprimiría Vasconcelos y la estirpe autonómica y liberal que le insuflara Justo Sierra. Muchos tipos de autonomías, de cogobiernos, de estructuras y prácticas académicas se configurarían en los distintos territorios y poblaciones universitarias. Ello no obstante, Córdoba importa más por lo que representa que por lo que fue: la expresión de un reclamo paradójico, a la vez corporativo y liberal, para transformar una institución cuyo pasado colonial se expresaba en el agotamiento de sus formas de reclutamiento y sus prácticas escolares, su carácter oligárquico, su conducción despótica, su irrelevancia social, intelectual y política.

      ¿Qué representa hoy el movimiento estudiantil de Córdoba? ¿Qué significan hoy las demandas de autonomía, democratización universitaria, compromiso social, autogobierno, participación, que enarbolaron los estudiantes en el Manifiesto Liminar? ¿Cómo valorar los efectos latinoamericanos de ese movimiento a un centenario de los acontecimientos? No resulta fácil ofrecer respuestas contundentes a estas preguntas. Sin embargo, puede proponerse la hipótesis de que ese movimiento reformador sentó las bases de un nuevo modelo de legitimidad política y representación social de las universidades públicas latinoamericanas y caribeñas, cuya vigencia perduraría durante prácticamente todo el siglo XX.

      Es un modelo de legitimidad centrado en dos fuentes principales: la intelectual y la política. Y un patrón de representación social basado en la combinación de dos principios contradictorios: uno corporativo, otro meritocrático. La legitimidad se codificó en la autonomía política (cogobierno universitario) y en la libertad de enseñanza e investigación, el derecho al debate público; la representación de la universidad se construyó en su imagen social en tanto corporación o comunidad de estudiantes y profesores, y en su transición de institución oligárquica y aristocrática a una mesocrática. La expresión de este modelo de legitimidad y representación se desplegaría en los años de la modernización y el desarrollismo latinoamericano, y alcanzaría su punto máximo con la construcción de las ciudades universitarias de Bogotá (1940-1946), de México (1949-1952), de Caracas (1950-1953) o de Brasilia (1963-1972).

      Hoy, Córdoba es una imagen lejana en el tiempo y en las prácticas institucionales. La autonomía y el cogobierno universitario ya no son lo que solían ser. Dos fuerzas han actuado para cambiar el sentido y el contenido del viejo modelo de legitimidad y representación. Una tiene que ver con la lógica neointervencionista del Estado a través de políticas de ajuste y modernización de las universidades públicas desde finales de los años ochenta. La otra tiene que ver con asuntos internos: neoutilitarismo académico, hiperpolitización, radicalismo, colonización de las autonomías por parte de partidos políticos, pandillas y grupos políticos universitarios que coexisten con la apatía, el desinterés o la indiferencia de muchos estudiantes y profesores en las prácticas del gobierno universitario.

      Sobre las ruinas, los ecos y las nostalgias de Córdoba se ha erigido un nuevo modelo de legitimidad y representación, basado más en indicadores de rendimiento institucional que en la retórica del compromiso intelectual y moral de las universidades públicas. La autonomía amplia cedió el paso a la autonomía sobreregulada y el cogobierno universitario cedió el paso a la métrica y la retórica de la calidad, la innovación y el gobierno estratégico. Las representaciones sociales de la universidad pública se han vuelto mucho más complejas y diversas, en una sociedad que mantiene niveles inaceptables de pobreza y desigualdad, en la cual el acceso a las universidades sólo es posible para tres de cada diez jóvenes. Quizá sea el momento de hacer el recuento de nuestras nuevas vergüenzas y un inventario de las libertades que es necesario reclamar. Quizá esa sea la gran lección de Córdoba, un siglo después.

      13 Campus Milenio, julio de 2018.

      El anuncio que el candidato de la Coalición por México al Frente, Ricardo Anaya, realizó la semana pasada de incorporar a su equipo de campaña a Raúl Padilla López, exrector de la Universidad de Guadalajara, ha causado diversas reacciones en la opinión pública. Algunos han visto el hecho como un acierto político; otros, como un error o como un riesgo innecesario; algunos más, como una noticia que habrá que tomar con las reservas del caso. Más allá de las interpretaciones contradictorias que se tienen sobre el hecho mismo, derivadas de filias, fobias y escepticismos propios del momento y de la temporada, quizá conviene poner en perspectiva el contexto y la trayectoria política de un personaje ciertamente destacado en la vida pública y política de Jalisco, para tratar de entender las causas y los intereses de su participación en el proceso electoral federal en el campo de las propuestas culturales que intenta desarrollar la coalición PAN/PRD/Movimiento Ciudadano.

      Para nadie es desconocido el hecho de que Raúl Padilla ha construido una destacada trayectoria política dentro y fuera de la Universidad de Guadalajara desde hace casi cuarenta años. Líder estudiantil de la extinta (y con varios episodios siniestros) Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG) durante el periodo 1977-1979, Padilla comenzó su carrera política a la sombra de su mentor, Carlos Ramírez Ladewig, un político priista jalisciense asesinado a plena luz del día en las calles de la colonia Moderna de Guadalajara el 12 de septiembre de 1975. Poco después de su presidencia en la FEG, y bajo los códigos y reglas del juego político universitario de los años setenta, Padilla se convirtió en funcionario universitario

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