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Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973. Rafael Pedemonte
Читать онлайн.Название Guerra por las ideas en América Latina, 1959-1973
Год выпуска 0
isbn 9789563572599
Автор произведения Rafael Pedemonte
Жанр Документальная литература
Издательство Bookwire
25 Sobre este punto, véase el número especial de la revista Diplomatic History (vol. 21, núm. 2, 1997), en particular: Jonathan Haslam, “Russian Archival Revelations and Our Understanding of the Cold War” (pp. 217-228); y Raymond Garthoff, “Some Observations on Using the Soviet Archives” (pp. 243-257).
26 Hemos consagrado un artículo a las carencias de la historiografía respecto al análisis de las relaciones generales URSS-América Latina durante la Guerra Fría. En lo que atañe a la esfera de la cultura, estas limitaciones resultan aún más evidentes. Véase Rafael Pedemonte, “Una historiografía en deuda: las relaciones entre el continente latinoamericano y la Unión Soviética durante la Guerra Fría”, en Historia Crítica, núm. 55, 2015, pp. 231-254.
27 Todas las fuentes soviéticas citadas en el presente trabajo pertenecen a la valiosa colección reunida y traducida del ruso al castellano por la profesora Ulianova.
28 Para Leila Latrèche, el año 1973 marcó el momento en que Fidel Castro se “transforma en defensor incondicional de la URSS” (Cuba et l’URSS. 30 ans d’une relation improbable, París, L’Harmattan, 2011, p. 134).
CAPÍTULO I
AMÉRICA LATINA INGRESA EN LA GUERRA FRÍA
Desde el momento en que el planeta está repleto de todo lo necesario para su autodestrucción –y con ello, en caso de que sea necesario, los planetas cercanos–, hemos logrado dormir tranquilos. Extraña cosa, el exceso de armas horripilantes y el número creciente de naciones que de ellas disponen, parece ser un factor tranquilizador […]. Había guerras, por cierto, también hambrunas y masacres. Atrocidades, por aquí y por allá. Algunas flagrantes –donde los subdesarrollados; las otras pasaban desapercibidas– en las naciones cristianas. Pero nada que no hayamos visto en los últimos treinta años. De hecho, todo aquello tenía lugar a una cómoda distancia, en pueblos lejanos. Nos conmovíamos, claro, nos indignábamos, firmábamos mociones, incluso dábamos un poco de dinero. Pero al mismo tiempo, y en el fondo, después de tantos sufrimientos vividos por procuración, nos tranquilizábamos. La muerte no dejaba de ser algo para los otros1.
El epílogo del aislamiento estaliniano
Las nuevas interpretaciones de los años noventa impulsaron una significativa renovación conceptual: hoy se habla cada vez más de “Guerra Fría cultural”2 o de “guerra ideológica”3 para dar cuenta de la confrontación de la segunda mitad del siglo XX. El equilibro nuclear alcanzado poco después de la Segunda Guerra Mundial (Moscú dispuso de la bomba atómica a partir de 1949) exigió una cierta prudencia que limitaba las posibilidades de un enfrentamiento armado entre superpotencias4. Ante la temida vulnerabilidad del planeta, la Guerra Fría adquiría un carácter fuertemente ideológico, alterando la importancia estratégica de la expansión territorial en favor de una dimensión profundamente política5. Nos hallamos, en consecuencia, ante un antagonismo singular; una rivalidad que rara vez puso cara a cara a los ejércitos de ambas potencias, pero que confrontaba con singular ahínco dos modos de vida, dos modelos de sociedad presentados como incompatibles6. Con el objetivo de propagar una representación seductora de las doctrinas preconizadas, tanto Moscú como Washington elaboraron programas específicos de influencia, transformando a la cultura en un arma privilegiada del conflicto ideológico. Es así como, en medio de esta auténtica “guerra psicológica”7, se erigieron vastas campañas de persuasión a escala mundial cuya ambición era transmitir una imagen idealizada del modelo representado por los actores hegemónicos.
Por otro lado, en la medida en que los países de África, de Asia y más tarde de América Latina comenzaban a emerger en la escena internacional, convirtiéndose en una auténtica preocupación para el Kremlin, se tuvo que redoblar el alcance de una diplomacia cultural aún en ciernes, destinada a partir de ese momento a dilatar sus tentáculos en un número cada vez mayor de países. La URSS, por su parte, impulsada por el impacto global generado por la Conferencia de Bandung (1955) –un foro que reunió en Indonesia a 29 naciones asiáticas y africanas y que demostró que el “Tercer Mundo” había adquirido un protagonismo irreversible–, definió una estrategia de propaganda llamada a consolidar las nuevas prioridades internacionales de la era posestaliniana, englobadas en el concepto de coexistencia pacífica. En efecto, los tiempos de Stalin se habían caracterizado por el aislamiento y por un discurso agresivo hacia las naciones occidentales que, al menos hasta finales de 1952, no formaban parte de los objetivos inmediatos del dictador soviético. Los efectos dramáticos de la Segunda Guerra Mundial en la URSS (70.000 pueblos y 1.700 ciudades fueron destruidos, las redes ferroviarias quedaron prácticamente inutilizadas, las mujeres superaban en 20 millones a los hombres8) obstaculizaron toda voluntad de cimentar planes ambiciosos en términos de política exterior. No quedaba otra opción que conformarse con el estatus de potencia regional, restringiendo la hegemonía soviética al bloque Este europeo9 y reduciendo las ambiciones de expansionismo ideológico10. Si bien en 1952 Stalin ya había aludido tímidamente a la necesidad de promover la coexistencia pacífica11 con Occidente, no fue sino con su muerte inesperada en marzo de 1953 que los nuevos dirigentes patrocinaron una verdadera transformación en la manera en que la URSS se debía posicionar a nivel mundial. Durante los meses inmediatamente posteriores al fallecimiento del antiguo jefe, Lavrenti Beria y Gueorgui Malenkov se embarcaron en una campaña consciente destinada a disminuir las tensiones internacionales, voluntad ungida al confirmarse la ascensión a la cabeza del Partido Comunista de la URSS (PCUS) de Nikita Jrushchov en septiembre de 195312.
La nueva autoridad suprema del Kremlin estaba convencida de la urgencia de romper con el dogmatismo anterior, entablando un diálogo con los países que no integraban la esfera socialista, incluidos los Estados subdesarrollados. Esta restructuración decisiva obtuvo su coronación durante el 20º Congreso del PCUS en febrero de 1956, cuando Jrushchov no solo plantó cara contra el culto a la personalidad de Stalin, sino que anunció con bombos y platillos una nueva línea internacional: la coexistencia pacífica13. Esta tesis, calificada por un observador como “conquista del pensamiento marxista destalinizado”14, conllevaba a un reconocimiento tácito de la necesidad imperiosa de cohabitar con Occidente15. Desde un punto de vista estrictamente teórico, la coexistencia pacífica implicaba renunciar a los conflictos armados como medio para resolver cuestiones litigiosas, mientras que se buscaba poner de relieve la necesidad de respetar la soberanía nacional de cada Estado mediante una política no-injerencista y de estimular las relaciones interestatales sobre una base de equilibrada reciprocidad16. En la práctica, este renovado discurso suavizó el tono de la retórica soviética, traduciéndose en numerosos gestos de buena voluntad hacia el mundo no comunista, como la firma de tratados bilaterales de carácter económico y cultural17.
A pesar del duro revés sufrido por los partidarios del acercamiento Este-Oeste a raíz de la mortífera intervención de los tanques soviéticos en Hungría a finales de 1956, en términos generales, la imagen de Moscú tendió a mejorar a fines de los años cincuenta, adquiriendo contornos más humanos que muchos no habrían sido capaces de discernir en tiempos de Stalin. Un informe de la OTAN aconsejaba sin medias tintas la necesidad de propulsar los intercambios con el Este, ya que, en este alivianado contexto, ya no era posible negar que ha habido “una cierta evolución […] al interior de la URSS”. Pero más allá de estos