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antes de su asesinato, fuera drogado contra su voluntad. ¿Qué puede explicarnos? ¿Hay presencia de drogas o veneno en su organismo?

      El doctor Jerez sonrió.

      ―Lamentablemente nuestros recursos nos impiden trabajar a la misma velocidad que CSI Las Vegas, cabo Morales ―dijo en un tono socarrón―. Los resultados del examen toxicológico tardarán varios días en llegar; de verdad, cuando los tenga en mi mano serán los primeros en saberlo.

      La cabo Morales frunció el ceño.

      ―Mire, no me gusta hablar sin conocimiento de causa: mi profesión me lo impide. Lo que sí puedo decirles es que los asesinos utilizaron el mismo tipo de cuerda para atar a la víctima. Encontré fibras de polipropileno en las marcas de ligaduras halladas en pies y manos. Basándome en el grosor y las características de dichas marcas, he de decir que lo ataron con una cuerda fina y de alta resistencia, como una cuerda de doble trenzado u otra muy parecida.

      ―¿En qué se utiliza ese tipo de cuerda? ―preguntó el sargento.

      ―Bueno, por la buena calidad del material, es usado en multitud de sectores e industrias, como en la construcción, el sector náutico, la pesca o la agricultura, aunque perfectamente podríamos utilizarla para el uso doméstico.

      ―Entiendo, doctor. Me gustaría hacerle una última pregunta, si no le importa.

      El forense volvió a sonreír, su rostro era un poema: se le notaba que tenía ganas de seguir trabajando.

      ―¿Ha encontrado algún otro tatuaje en su cuerpo?

      ―No. Solamente el que vio usted en el escenario. ¿Piensa que ese tatuaje podría ser importante en la investigación?

      Él hizo una mueca.

      ―Ya sabe, tenemos que estar abiertos a todas las posibilidades.

      Los policías se despidieron, se dieron media vuelta y caminaron hacia la puerta del depósito de cadáveres. El forense cogió la camilla, se la llevó arrastrando y también salió de allí, concentrado en sus propios pensamientos.

      *

      Una hora más tarde, en la sala de reuniones del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur, el sargento Ruiz y la cabo Morales explicaron al resto del equipo la conversación que habían mantenido con el médico forense. Ellos escucharon atentamente, en silencio, sin perder ni un solo detalle. Después, el cabo Alberti dijo:

      ―La realidad es que será difícil identificar el cadáver si la familia no denuncia su desaparición. Tal y como yo lo veo, tendremos que solicitar colaboración ciudadana para ver si alguien reconoce el tatuaje del pie; aunque, al ser tan pequeño, puede que nadie sepa de su existencia.

      ―Es una opción que no podemos descartar ―dijo el sargento―. Pero antes de llegar a ese extremo, me gustaría que contactásemos con las familias de personas desaparecidas para cotejar los datos que nos aporte la autopsia. Con suerte, en estos días habrá alguien que reclame el cadáver.

      ―Por otro lado ―dijo la cabo Morales―, será necesario contactar con todos los hospitales de la ciudad y el resto de la provincia y hacer una lista de todos los hombres, de entre treinta y cuarenta años, que hayan tenido una fractura de tibia y peroné en los últimos seis meses. Puede que nos lleve un tiempo, pero es lo mejor que tenemos en estos momentos.

      ―Puede haber miles de hombres con las mismas características ―se quejó la agente Aina Fernández―. Es como buscar una aguja en un pajar.

      ―Cuando sepamos la edad de la víctima, reduciremos la lista ―replicó.

      ―Si hace falta, haré una llamada y pediré que más agentes nos ayuden en la investigación ―dijo el sargento Ruiz, con el gesto serio―. Lo primordial es identificar a la víctima, Fernández.

      Ella se mostró dubitativa. Luego, apartó la mirada y se puso a ordenar los papeles que tenía sobre la mesa.

      El agente Joan Sabater carraspeó.

      ―Habéis dicho que el forense encontró fibras de polipropileno en los pies y en las manos de la víctima. Pese a ello, saberlo no nos servirá de nada si no podemos compararlo con otro trozo de cuerda del mismo material. ¿Me equivoco?

      El sargento Ruiz se quedó pensativo.

      ―Bueno, esperemos a tener el informe final de la autopsia y luego valoraremos los pasos a seguir. Es posible que esos desalmados hayan cometido un error. Las pruebas parecen indicar que el cadáver fue lanzado desde un vehículo en marcha, ¿verdad? Puede que alguien los viera cuando lanzaron a la víctima.

      El equipo al completo reflexionó durante unos instantes.

      ―¿Sabemos algo de la alfombra? ―preguntó el agente Eudald Gutiérrez, rompiendo el silencio.

      ―Los compañeros de la Científica todavía la están analizando en busca de sangre o restos de ADN ―respondió el cabo Alberti―. Supongo que nuestro querido informático tendrá algo interesante que contarnos.

      El agente Cristian Cardona sonrió sonrojado.

      ―Sí, la alfombra pertenece a una tienda online llamada Alfombras Finarolli. Se dedica a la importación directa y venta de alfombras y felpudos de diseño en Cataluña. El dueño es un tal Abdul Ullah, pakistaní, de veinticuatro años. Sin antecedentes.

      ―¿Tiene tienda física? ―preguntó la cabo Morales.

      ―Sí. Y está en Barcelona.

      ―¿Has hablado con él o con algún empleado?

      ―No me han cogido el teléfono.

      ―¡Qué maleducados! ―exclamó el sargento Ruiz―. Entonces será mejor que les hagamos una visita. De modo que, Eudald, Joan, pasaros por la tienda, a ver si pueden deciros quién compró la alfombra.

      Ellos asintieron con la cabeza.

      La agente Fernández sintió una enorme frustración. Normalmente era ella quien acompañaba a Joan Sabater, pero, por si las moscas, prefirió no decir nada.

      ―Irene ―prosiguió―, ¿qué te dijo la Unidad Central de Personas Desaparecidas?

      ―De momento ningún desaparecido concuerda con la víctima.

      ―Vuelve a contactar con ellos, por favor. Han pasado más de veinticuatro horas. ―Ella lo miró e hizo un gesto de asentimiento―. Lluís, necesito que te encargues de llamar a todos los hospitales.

      ―Está bien ―respondió.

      ―Aina, Cristian, quiero que ayudéis al cabo Alberti. ―Los agentes se miraron el uno al otro y luego asintieron―. Bien. Ahora que cada uno sabe lo que tiene que hacer, pongámonos a ello.

      Los primeros en levantarse fueron los agentes Gutiérrez y Sabater, cogieron sus chaquetas y se marcharon.

      A eso de las diez de la mañana, Óliver Segarra conducía por la calle A de la Zona Franca en dirección a Everton Quality. La localidad, una gigantesca área industrial situada entre el Puerto y el Aeropuerto de Barcelona-El Prat, se había convertido en uno de los motores económicos de la ciudad. Después de diez interminables minutos, atascado en el exasperante tráfico matutino, dejó atrás la carretera y entró en Everton Quality. Cuando aparcó el Audi, cogió la carpeta y el cargador del móvil que había sobre el asiento del copiloto y se apeó del coche. Ciertamente, estaba un poco nervioso: había convocado una reunión con el Comité de Empresa.

      Accedió por la puerta principal y tomó el ascensor hasta el segundo piso. Cuando llegó al Departamento Comercial, saludó a la decena de trabajadores que se encontraban en ese momento y caminó hacia su despacho. Nada más poner la llave en la cerradura, su secretaria se levantó de la silla y le entregó la correspondencia de toda la semana. Habría preferido que se la hubiese dado una vez estuviese dentro y acomodado en la silla,

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