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crea lo contrario.

      Minutos más tarde, tras recorrer unos doce kilómetros, salieron de la autovía para tomar el lateral que llevaba a la zona de la playa.

      —Deshaceros de él —dijo la mujer.

      —¿Estás segura? —preguntó el tipo de la izquierda, con tremendo tacto.

      —El coche está en marcha —dijo el otro.

      —Sí —respondió—. Es el momento. Tenemos que dar un mensaje.

      Los dos hombres se miraron mutuamente, a sabiendas de la difícil e incómoda tarea que tenían por delante; luego, el que estaba más cerca de la puerta corredera, la abrió sin dudar.

      A continuación, cada uno cogió un extremo de la pesada alfombra y aguardaron pacientemente el momento adecuado. Solo serían unos segundos.

      Y entonces, cuando se desviaron en la bifurcación y atravesaron la primera curva, lanzaron la alfombra al aire, provocando que se golpease con violencia contra el suelo y se abriera en la oscuridad.

      El sargento Aitor Ruiz intentó hacer el mínimo ruido posible.

      Iluminó la pantalla de su móvil, buscó su ropa y sus zapatos y se dispuso a salir de la habitación. Antes de hacerlo, se dio la vuelta y observó a la mujer que dormía plácidamente en la cama. Le hubiera gustado despedirse de ella, pero tenía demasiada prisa para detenerse a dar explicaciones.

      Caminó de puntillas hasta el comedor. En cuestión de segundos, se puso la ropa y los zapatos, luego la chaqueta. Comprobó que llevaba todo encima y anduvo hacia la puerta.

      Aitor Ruiz maldijo para sus adentros que la puerta estuviera cerrada con llave. La suerte quiso que la viera puesta en la cerradura. Dio cuatro vueltas a la llave, la sacó, abrió la puerta y la dejó encima del recibidor; después, dio un portazo.

      *

      Cuando llegó al escenario del crimen, vio una cinta policial que actuaba a modo de barrera; en ella podían leerse las palabras: «NO PASSEU–POLICÍA-MOSSOS D’ESQUADRA». En cuanto se identificó, el agente uniformado levantó la cinta y pudo estacionar por los alrededores.

      En ese momento, se encontraba en el desvío que estaba a unos cientos de metros de La Murtra, un parque ecológico con una gran biodiversidad, situado en el Delta del Llobregat, entre los municipios de Gavá y Viladecans.

      Aitor Ruiz miró la hora en su reloj. Eran las siete de la mañana. Al ver a la cabo Morales, echó a andar hacia ella.

      ―¿Sabemos de quién se trata? ―le preguntó Aitor Ruiz, después de colocarse a su lado.

      ―La víctima es un varón de entre treinta y cuarenta años ―respondió―. No llevaba documentación ni otros efectos personales.

      Aitor Ruiz levantó la mirada y vio al cabo Alberti en la acera de enfrente, tomando declaración a un hombre vestido con harapos.

      ―¿Fue ese hombre quién lo encontró?

      Irene Morales asintió con la cabeza.

      ―Se llama Mario Roca. Vive muy precariamente en la discoteca abandonada, junto a su mujer y sus dos hijos pequeños.

      ―¿Tiene antecedentes?

      ―No ―contestó―, y la mujer tampoco.

      En ese momento, sopló una corriente de aire fresco, que hizo tiritar al sargento Ruiz; así que, sin perder tiempo, se abrochó el abrigo hasta arriba.

      ―¿Habéis hablado con ella?

      ―Dice que su marido salió poco después de las seis de la mañana, a recoger chatarra por la zona. Cuando vio el cadáver, volvió a entrar y llamaron a Emergencias.

      El sargento inspiró profundamente.

      ―De todas formas, cuando termine la declaración, que nos facilite un número de teléfono, por si tenemos que volver a contactar con él.

      ―Sí. Descuida.

      A continuación, caminó unos pasos y se colocó al lado del médico forense. Ella le siguió.

      ―Le dieron una buena paliza ―dijo el doctor Jerez, inclinado sobre el cadáver desnudo―. La víctima presenta contusiones de diversa consideración por todo el cuerpo. ―Levantó con cuidado una mano y después la otra, ambas muñecas mostraban signos de ataduras y, además, las uñas habían sido arrancadas con manifiesta violencia.

      ―Tiene que haber sufrido lo inimaginable ―manifestó el sargento Ruiz.

      ―No tuvo ninguna posibilidad de escapar ―aseveró el forense. Tras un breve silencio, dijo―: Hay algo más. ―Señaló la parte posterior de la cabeza del finado―: los dos agujeros de bala son de distinto tamaño, por lo que es posible que, como mínimo, dos personas hayan sido las autoras materiales del crimen.

      El sargento Ruiz observó los tobillos con detenimiento. También había signos de ataduras.

      ―Todo parece indicar que lo ataron a una silla ―dijo.

      ―Lo más probable ―dijo el médico―. Luego, lo torturaron hasta el límite de lo aguantable y, después, lo mataron.

      ―Tiene toda la pinta de ser un ajuste de cuentas ―manifestó Irene Morales―, entre bandas que luchan por hacerse con el control del territorio.

      ―Sí, es una posibilidad ―dijo el sargento―. Y si es así, tendremos un grave problema.

      Contempló el cadáver del hombre sin nombre, en silencio, como si quisiera decir algo, pero, en ese preciso instante, no le salían las palabras adecuadas.

      ―¿Qué ocurre, sargento? ―preguntó el forense.

      Aitor Ruiz carraspeó.

      ―Me cuesta preguntarlo, pero ¿lo han...?

      ―¿Violado? ―concluyó el médico.

      El sargento Ruiz asintió levemente, esperando una respuesta.

      ―En la primera observación ocular, no he observado indicios de desgarro anal ni tampoco restos de semen; aunque, como te acabo de decir, es una primera valoración. No quiero precipitarme. Lo sabré mejor cuando le haya practicado la autopsia.

      ―Gracias, doctor. ―Se volvió hacia la cabo Morales―. Ponte en contacto con la Unidad Central de Personas Desaparecidas, a ver si alguien ha denunciado la desaparición de algún familiar. Tenemos que identificar a la víctima cuanto antes.

      Ella hizo un gesto afirmativo. Luego, se dio la vuelta y se alejó del lugar.

      Los ojos del sargento escudriñaron todo el cuerpo, palmo a palmo. La pierna derecha estaba más hinchada que la otra, como si los verdugos se hubieran ensañado con ella más de la cuenta. En un momento dado, frunció el ceño, rodeó el cuerpo y se puso en cuclillas, frente a los pies del cadáver.

      ―¿Ha visto esto? ―preguntó.

      ―¿El qué? ―contestó el médico, con otra pregunta.

      ―Es muy pequeño, pero parece un tatuaje. En la parte interior del cuarto dedo del pie izquierdo. ―Hizo una breve pausa y dijo―: Yo diría que es un número, aunque no logro distinguirlo. Pediré que le hagan una fotografía.

      De repente, apareció por detrás el agente Cardona.

      ―¿Sargento?

      Aitor Ruiz giró el cuello y lo miró fijamente.

      ―Vienes en el momento justo ―le dijo―. Haz varias fotografías de la palma del pie izquierdo. ―Le ordenó.

      Cristian Cardona sacó su teléfono móvil del bolsillo del pantalón, se agachó e hizo una ráfaga de fotos, con flash incluido. Acto seguido, ambos se pusieron de pie y el agente mostró la imagen a su superior.

      ―Amplíala

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