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asesinato. El baño de realidad fue doloroso para el sargento Ruiz. Había otros casos que requerían de su atención y debía actuar con la misma profesionalidad para intentar resolverlos.

      Por otra parte, tenía que estar demostrando constantemente que era un buen líder. Estaba hasta el gorro de escuchar rumores alrededor de su persona y de que algunos compañeros lo mirasen por encima del hombro, como si hubiera sido él quien apretase el gatillo cuando el inspector Carrasco decidió volarse la tapa de los sesos.

      Se sentía como un miserable sin pena ni gloria.

      Ahora tenía la oportunidad de poner las cosas en su sitio. Concentraría sus esfuerzos en resolver el asesinato que tenía delante y recuperaría el respeto que tanto le había costado ganar. Todo ello sin perder de vista su objetivo.

      Porque Óliver Segarra era un asesino y no pararía hasta verlo entre rejas.

      Óliver Segarra dio un pequeño bocado al bikini1 que tenía entre las manos y, mientras lo masticaba, se fijó en la multitud que pasaba por delante de la fuente de la Plaza Real de Barcelona. Estaba sentado en la terraza del restaurante Les Quinze nits.

      Las cosas no estaban yendo como él había planeado.

      Dos meses después de la «muerte» de John Everton, Óliver había ejercido el derecho de adquisición preferente del 100 % de las participaciones, tal y como estaba previsto en los estatutos de la compañía para un supuesto caso de transmisión mortis causa. Antes, contrató los servicios de una auditora externa ―nombrada por el Registro Mercantil― para que revisara de manera independiente toda la información económica-financiera de Everton Quality y, así mismo, pudiese determinar cuál era el valor unitario de cada acción.

      Lo hizo para generar confianza en la familia de John Everton y, también, para que no pudieran reprocharle nada en el momento que adquiriese las acciones.

      No obstante, y para su sorpresa, los hermanos de John, como herederos legales, interpusieron una demanda contra él y contra Everton Quality y, además, otra contra la propia auditora, para que se declarase sin efecto la valoración realizada por esta última, ya que consideraban insuficiente el valor estimado por cada acción de la compañía.

      La reclamación fue admitida a trámite en juicio ordinario en el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 2 de El Prat de Llobregat. Cada una de las partes presentó sus alegaciones y, tras la celebración de la correspondiente audiencia previa, la magistrada convocó a las partes al juicio principal.

      Hecha la ley, hecha la trampa.

      Sabían, a ciencia cierta, que se haría con el control de Everton Quality, pero de ninguna manera se lo pondrían tan fácil. Sin duda, batallarían hasta el final.

      La estrategia estaba bastante clara desde el principio: querían que se repitiera el informe, pero, esta vez, que se encargase un perito designado por la propia jueza.

      Óliver Segarra no había arriesgado tanto para perder la paciencia a la primera de cambio. Así que, intentó serenarse y, en la medida de lo posible, mantuvo la cabeza fría. Pero de nada le sirvió.

      Efectivamente, el perito fue designado judicialmente y tuvo que entregarle toda la documentación contable con carácter inmediato. No le hizo ni pizca de gracia.

      El informe pericial llegó cinco días antes del juicio, a primera hora. Enseguida fue expuesto a ambas partes para que pudieran examinarlo detenidamente y, en el caso de que les perjudicara, encontrar algún error que les ayudase a restarle validez.

      Lamentablemente, el informe contenía supuestas irregularidades que impidieron realizar una correcta interpretación del fondo de comercio o goodwill ―por así decirlo, es el conjunto de elementos, no físicos, que pueden llegar a convertirse en un gran valor para la empresa, como la reputación, los años de experiencia o la cartera de clientes― a la hora de calcular el valor de las acciones.

      Dicho documento, ponía de manifiesto que Everton Quality no había acreditado el pacto de socios entre John Everton y Óliver Segarra en el que, entre otras cuestiones, se daba luz verde para operar con otros fabricantes, ni tampoco el principio de acuerdo con una reconocida multinacional para convertirse en su nueva suministradora.

      Ese imprevisto cayó a Óliver como un jarro de agua fría. No solo porque, indudablemente, elevaría el valor de la compañía, sino porque tendría que dar una buena explicación de por qué no se había informado a los herederos del difunto de algo tan importante.

      Y, para colmo, antes de la celebración del juicio, Óliver se vio sorprendido al ver que la familia de John solicitaba una medida cautelar para que se suspendiera de inmediato la venta de las acciones, hasta que se resolviese si la auditora había actuado de buena fe. Por suerte para él, la jueza denegó tal medida al constatar que había seguido los trámites legales y administrativos correspondientes y, por tanto, no observó intencionalidad de cometer un fraude.

      Otra cosa muy distinta sería que la auditora se hubiera equivocado al redactar el informe. Que hubiera omitido ciertos datos o que hubiese incurrido en contradicciones. Entonces estaría jodido.

      Y, claro, los días siguientes fueron exasperantes.

      Si en lugar de seguir las reglas hubiese infravalorado la empresa, entendería que removiesen cielo y tierra para defender sus intereses, pero, realmente, no tenían motivos para quejarse.

      Bueno... motivos sí, aunque ellos no lo sabían.

      Ni siquiera se imaginaban que estaban ante el hombre que acabó con la vida de su hermano. Ni por asomo.

      Seguramente, tampoco se imaginarían que, en vida, su hermano había sido un despreciable secuestrador y violador de mujeres, además de un asesino.

      Óliver Segarra se encargó de que no volviera a hacer daño nunca más. Hizo que lo secuestraran y, luego, lo mató.

      Durante la primera sesión, el abogado de la auditora reiteró que su clienta había realizado el trabajo correctamente, basándose en los procedimientos contables de la normativa vigente. Por su parte, Robert Casals, abogado de la familia Badía-Nogués y defensor de Óliver, de cincuenta y siete años, enfatizó que la demanda no tenía fundamento y subrayó que la operación se había realizado acorde a la legalidad y con todas las garantías.

      Sin embargo, los demandantes, que mantuvieron una posición firme, esgrimieron que en ningún momento se les explicó dichos procedimientos y que ni siquiera les dieron opción a llegar a un acuerdo. Además, añadieron en su reclamación un aumento sustancial del 40 % por cada una de las acciones.

      Ese golpe de efecto fue directo a la mandíbula de Óliver.

      Para justificar el motivo por el que no había acreditado el pacto de socios ni el principio de acuerdo, Óliver se escudó en el pacto de confidencialidad entre ambos, en el cual no podrían revelar ninguna cuestión interna del contrato hasta que se celebrase una nueva reunión, y eso no pasó. Manifestó que ni los trabajadores ni el propio comité de empresa estaban al tanto de esas informaciones y que, si no lo comunicó a sus familiares, fue porque, legalmente, no formaban parte de la empresa. Además, remarcó que «los acuerdos realizados en el seno de una sociedad empresarial solo atañen a los socios y a nadie más». Cuando lo dijo, miró a los hermanos de John, uno por uno.

      Estos, perplejos, se miraron entre ellos y, de repente, la hermana de John estuvo a punto de levantarse de la silla y soltar un improperio. En ese momento, de una manera sutil, el abogado le puso la mano sobre el hombro y le pidió que se tranquilizara.

      El juicio continuó durante dos días más. Luego de idas y venidas de una decena de testigos y del perito judicial, informes y más informes y la reproducción de imágenes y archivos, los abogados de cada parte expusieron sus conclusiones, apoyándose en los argumentos jurídicos que creyeron oportunos para basar sus reclamaciones.

      La jueza, tras las pruebas practicadas, consideró que poseía suficiente información y dejó el juicio visto para sentencia.

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