Скачать книгу

el móvil al cargador y sacó un par de hojas de la carpeta. Acto seguido, empezó a hojearlas rápidamente mientras se rascaba la barbilla. El interior estaba escrito con bolígrafo y contenía anotaciones sobre lo que pensaba decir ante el comité. De pronto le empezaron a sudar las manos y se le quedó la boca seca.

      «¿Qué demonios me está pasando?», se preguntó a sí mismo. En ese momento le entraron ganas de posponer la reunión. Tomó aire y lo exhaló lentamente.

      «Pues va a ser que no.»

      Reflexionó sobre todo lo que había hecho y las consecuencias que se derivarían. Había llegado demasiado lejos. Se preguntó por qué terminó con la vida de dos personas inocentes. ¿Qué culpa tenían? Intentó justificar lo injustificable, pero enseguida se dio cuenta de que ninguna explicación le satisfacía lo más mínimo. Así que alejó esos pensamientos de su cabeza y siguió repasando las notas.

      Aunque le resultaba difícil concentrarse en medio de aquel barullo que agitaba su mente.

      Poco después, y sin poder evitarlo, recordó la última vez que vio a su padre, cuando se enteró de sus verdaderas intenciones. Su padre condenó sus actos desde el primer minuto y le invitó a que se fuera antes de que regresara su madre, que en ese momento estaba fuera del pueblo. Fue doloroso. Días más tarde, su madre le llamó y le envió varios mensajes, pero él se sentía tan turbado y afligido que no tuvo fuerzas para cogerle el teléfono. Simplemente dejó que pasara el tiempo. Y cuando quiso darse cuenta, ya había pasado más de un año.

      Al final, en su profunda introspección, se mostró resignado. Probablemente la policía estuviera más cerca de detenerlo de lo que él pensaba.

      «Supongo que será cuestión de tiempo.»

      Si así fuera no pondría impedimentos, pero antes terminaría su trabajo.

      Se acomodó en la silla y suspiró.

      *

      La reunión comenzó a las once, puntual, y se alargó durante casi una hora. Nada más empezar, Óliver quiso dar un mensaje de tranquilidad a los miembros del comité y les dijo que la disputa que mantenía con la familia Everton, por las acciones de la compañía, en ningún caso afectaría a los trabajadores. Les explicó que la sentencia todavía no había llegado, que era cuestión de días o semanas que eso sucediese y que, si no estaba de acuerdo, tendría el derecho de recurrir ante el Tribunal Supremo. El presidente del comité, Francisco Romero, no estaba muy seguro de que las acciones fuesen definitivamente suyas. Óliver aclaró que, a todos los efectos, él era el único socio de Everton Quality y que, en el juicio, no se discutió sobre ese aspecto, sino sobre el valor de cada una de las acciones.

      Una vez aclarada esta cuestión, Óliver habló sobre el nuevo rumbo de la compañía, poniendo especial énfasis en la posibilidad de trabajar con otros fabricantes y el principio de acuerdo con una multinacional.

      Asimismo, anunció la eliminación de la figura de director general, que ocupaba Brian Everton, y también del Departamento de Informática. En el caso de este último, argumentó que contrataría un servicio de mantenimiento informático a través de una empresa externa para, de ese modo, reducir costes de personal e infraestructura. No se quiso explayar demasiado, pero, en realidad, este cambio también se debía a que los tres componentes de ese departamento habían sido amigos de Brian. Llevaban trabajando casi cinco años en la compañía. Desde el comienzo, se creyeron los amos del cotarro, y en la fábrica se hicieron notar. Para más inri, no solo eran unos vagos y su trabajo dejaba mucho que desear, sino que se llevaban latas de cerveza al departamento y las consumían en horario laboral. Pero, claro, disfrutaban de la connivencia del socio mayoritario de la empresa y, por consiguiente, eran intocables.

      Cuando Óliver tuvo la oportunidad de cambiar las cosas, no se lo pensó dos veces. Durante varias semanas, estuvo ideando un plan para deshacerse de ellos sin que la empresa saliese perjudicada. Tenía que dar un golpe de efecto. La última vez que se pasó por el departamento (intentaba evitarlo en la medida de lo posible) se encontró restos de latas amontonadas en una estantería que, en teoría, habían instalado para depositar material de oficina, algo que, bajo ningún concepto, iba a tolerar. Óliver no dijo nada en ese momento, en realidad, hizo como si no se hubiese dado cuenta. Mantuvo una conversación distendida con ellos y luego se marchó.

      Cuando llegó a su despacho, añadió en su lista imaginaria de cosas pendientes por hacer lo siguiente: «cómo deshacerme de tres imbéciles en apuros con astucia y discreción.» Luego, se frotó las manos y se puso manos a la obra.

      Tres días más tarde, por la noche, mandó colocar un discretísimo sistema de videovigilancia en el Departamento de Informática, con conexión directa a su despacho. Por supuesto, esperó pacientemente a que los tres «individuos» se fueran a su casa.

      Luego aguardó con estoicismo para ver los resultados.

      No le cabía duda de que, aunque ya no estuviera la familia Everton, unos cantamañanas como ellos seguirían haciendo el cafre. Del mismo modo, Óliver sabía que tenía que aprovecharse.

      Los días siguientes transcurrieron de la misma forma que él se había imaginado en su cabeza, pero con un añadido: las imágenes presentaban a tres tipos sentados frente a sus respectivos ordenadores, bebiendo una cerveza tras otra, y jugando a la ruleta.

      Visto lo visto, estaban demasiado concentrados en ganar dinero en el casino como para atender a sus obligaciones laborales.

      Además, el teléfono no parecía sonar nunca en el departamento. No podía escucharlo porque las imágenes no tenían sonido; pero, aunque hubiese sido así, tampoco habría podido. Laboralmente hablando, Óliver sabía que era imposible que no recibieran llamadas de otros departamentos; estaba más que claro que hacían caso omiso de sus compañeros. Sin embargo, los tres «individuos» podían pasarse horas y horas del mismo modo, y solo se levantaban para ir al baño.

      Ilusos.

      En ese momento, Óliver entendió las quejas que, durante muchos meses, le habían estado llegando de manera recurrente. Lo peor de todo es que ningún compañero se pasó por allí para cantarles las cuarenta, era como si se hubieran hecho a la idea de que eran gente imposible de tratar.

      Eso fue el colmo.

      Óliver tuvo suficiente con una semana de vigilancia. Así pues, grabó cinco DVD de ciento veinte minutos cada uno y, esa misma noche, pidió que se retirase todo el equipo de la habitación. A decir verdad, estaba exultante: tenía pruebas que podrían ponerles en un buen aprieto.

      El martes por la tarde de la semana siguiente ―unos días antes de la reunión― se pasó por el departamento. Abrió la puerta de golpe y cerró de un portazo.

      ―Buenas tardes, señores ―dijo con energía. Llevaba en la mano tres cajas de DVD.

      Ellos se giraron bruscamente y no les dio tiempo ni a pestañear.

      ―¿Cuánto habéis ganado hoy? ―preguntó con una sonrisa.

      Los tres tragaron saliva y se miraron entre ellos.

      ―Tengo un vídeo muy interesante que me gustaría enseñaros.

      Ellos no respondieron.

      Óliver le pasó una caja a cada uno.

      ―¿Por qué no salís de la sala de juego y vemos juntos el DVD?

      ―No creo que sea necesario... ―dijo el que estaba sentado a su izquierda.

      ―Yo creo que sí.

      Después de unos segundos de desconcierto, hicieron exactamente lo que él les pidió.

      ―Ahora darle al play.

      Pero no se movieron.

      ―Darle al play ―repitió con los dientes apretados.

      Cada uno visionó el vídeo en su ordenador. Los tres «individuos» se vieron a sí mismos jugando a la ruleta, bromeando entre ellos y bebiendo cerveza.

      Al

Скачать книгу