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      ―Buenas tardes ―saludó el hombre joven con una amable sonrisa. Era de etnia árabe y tenía una barba perfilada. Hablaba un perfecto español, con marcado acento―. ¿En qué puedo ayudarlos?

      ―Buenas tardes ―contestó Joan Sabater, mostrando su placa―. Soy el agente Sabater, del Grupo de Homicidios de la Región Policial Metropolitana Sur de los Mossos y él es mi compañero, el agente Gutiérrez. ¿Es usted el señor Abdul Ullah, propietario de este establecimiento?

      De pronto, le cambió el semblante.

      ―Sí, soy yo. ―Tragó saliva―. ¿Qué sucede?

      ―Verá. Estamos en medio de una investigación por asesinato.

      El hombre frunció el ceño.

      ―¿Por asesinato...? ¿De quién?

      ―Bueno... Esa información no podemos compartirla con usted, pero estamos aquí porque en el escenario del crimen se encontró una alfombra que fue comprada en su tienda.

      Abdul Ullah cogió aire, desconcertado.

      ―¿Creen que tengo algo que ver?

      ―Solo estamos recopilando información, señor Ullah ―contestó Eudald Gutiérrez, mirándolo de manera inquisitiva―. Si no tiene nada que ver en este asunto, no debe preocuparse.

      Abdul Ullah apartó la mirada y miró hacia la puerta.

      ―¿Espera a alguien? ―preguntó Joan Sabater con seriedad.

      Abdul Ullah volvió la mirada hacia ellos.

      ―No, no espero a nadie. Disculpen. ¿Cómo puedo ayudarlos?

      ―Suponemos que debe de tener un control de las transacciones que se realizan en su tienda a lo largo del día ―dijo el agente Gutiérrez.

      Él hizo un gesto de asentimiento.

      ―Sí, pero es posible que quien comprase la alfombra lo hiciera hace mucho tiempo. No sé si...

      ―No se preocupe. Tenemos el código de la etiqueta. Solo tendrá que introducirlo en el ordenador... y a ver qué sale.

      ―¿Y si pagó en efectivo?

      ―No se adelante ―repuso el agente Sabater. A continuación, metió la mano en el bolsillo y sacó un papel doblado―. Aquí tiene.

      Denotando un poco de nerviosismo, Abdul Ullah lo cogió y empezó a introducir los números en la computadora.

      ―¿Se encuentra bien? ―preguntó Eudald Gutiérrez.

      Abdul Ullah estaba sudando la gota gorda.

      ―Sí ―dijo con voz ahogada. Inmediatamente después, utilizó el ratón para aceptar la operación. Entonces, negó con la cabeza―. Lo he buscado, pero no aparece nada.

      ―¿Seguro?

      Él asintió con la cabeza.

      ―¿Puede repetirlo? ―inquirió Joan Sabater.

      Se puso más tenso si cabe, como si no supiera dónde meterse.

      ―Bueno... es posible que me haya equivocado.

      Los dos policías lo examinaron con ojos indagadores.

      ―Probaré de nuevo.

      ―Sí ―dijo Sabater―. Háganos el favor.

      Volvió a introducir los datos, pero el resultado fue exactamente el mismo. Se encogió de hombros.

      ―¿No guarda las facturas? ―preguntó con el ceño fruncido.

      ―Solo las de los últimos cinco años.

      ―¿Quiere decir que quien compró la alfombra, lo hizo hace más de cinco años?

      ―Eso parece.

      Los dos policías permanecieron en silencio, reflexionando sobre ese inesperado contratiempo. Estaban esperanzados en conseguir un nombre.

      ―Lo siento. Si puedo hacer otra cosa por ustedes... Tengo que seguir trabajando.

      Ambos se miraron entre ellos, dubitativos. Cierto era que marcharse de vacío no entraba en sus planes, pero tampoco tenían nada en su contra.

      ―No ―dijo Joan Sabater―, esto es todo. Tal vez volvamos a vernos.

      Abdul Ullah no dijo nada. Ellos dieron media vuelta y se fueron. Unos minutos después, cuando vio cómo los agentes se habían montado en el coche y habían desaparecido de su campo de visión, puso el cartel de «VUELVO EN 5 MINUTOS», caminó hasta el fondo de la tienda, sacó un juego de llaves de su bolsillo derecho y abrió la puerta. Entró y encendió la luz. Había un estrecho y corto pasillo que comunicaba con tres puertas más. La primera estaba medio abierta, parecía ser el cuarto de baño. Sin más dilación, anduvo hasta la última puerta, la abrió y se quedó en medio de la entrada.

      De repente, una voz masculina se escuchó desde la oscuridad.

      ―¿Quién era?

      ―La policía. Han venido preguntando por la alfombra que encontraron en el escenario del crimen.

      ―¿Saben algo que no debieran saber?

      ―No.

      ―Bien. Asegúrate de que todo siga igual.

      Durante los días siguientes, el informe preliminar de la autopsia practicada por el doctor Jerez, reveló que la víctima era un hombre de entre treinta y siete y treinta y nueve años, de ciento ochenta y cuatro centímetros de estatura y setenta y nueve kilos. La causa de la muerte del fallecido, para sorpresa del Grupo de Homicidios, no fue de dos disparos en la cabeza como se creía en un principio, sino de un ataque cardíaco que pudo producirse como resultado de la terrible paliza que recibió a manos de los asesinos; aunque había que esperar al informe toxicológico para descartar que no le hubiesen drogado, y, por desgracia, podría tardar meses en conocerse los resultados. Esto quería decir que los disparos, extrañamente, se habían producido post mortem. Por otro lado, se le extrajo muestras de ADN al cadáver y se comparó con el banco de datos de ADN de los Mossos d’Esquadra y también con el de la Policía Nacional y la Guardia Civil para comprobar si estaba fichado, aunque el resultado dio negativo. Además, nadie había denunciado la desaparición del fallecido, cosa que dificultaba todavía más la investigación.

      Cuando el grupo recibió el informe, enseguida pudo reducir la lista de los hombres que tuvieron una fractura de tibia y peroné en los últimos seis meses. Así pues, pasaron de una lista de más de doscientos individuos a tan solo veintisiete; de los cuales, se encontraron con que diez de ellos vivían en el extranjero, quince seguían viviendo en Barcelona y uno había muerto por enfermedad hacía relativamente poco. Con la persona que faltaba no pudieron contactar de ninguna de las maneras. Se llamaba Carles Giraudo y era el presidente de Can Virauta: una franquicia de restaurantes enfocada a la cocina mediterránea, especializada en arroces y carnes, basada en los platos típicos de la gastronomía catalana y valenciana.

      Cristian Cardona se encargó de reunir toda la información que pudo sobre él y encontró algunas cosas interesantes. La primera de ellas fue que no era muy proclive a dejarse ver en público: no había ni una sola fotografía de él en la página web de la franquicia (salía su mujer como vicepresidenta, además de otros directivos), no tenía cuenta de Facebook y no aparecía en el vídeo de presentación que la propia empresa había colgado en YouTube. Por otra parte, descubrió que el hombre había sido denunciado, dos años atrás, por amenazar e insultar al trabajador de una gasolinera. El caso es que paró a llenar el depósito de gasolina y, de paso, compró un par de latas de cervezas, con la «mala suerte» de que no quedaba ninguna en la nevera. El hombre se lo tomó como si le fuera la vida en ello. Después de proferir varios insultos contra el trabajador, cogió una de las latas y se la lanzó a la cabeza. Él fue rápido de movimientos y pudo esquivarla y, gracias a la cámara de videovigilancia, la imagen

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