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      ―Eso es dentro de cinco días. ¿No crees que es demasiado pronto?

      ―Necesitan sacar la mercancía de allí cuanto antes.

      Artur se mostró pensativo.

      ―Habrá que avisar a todo el mundo.

      Xavi movió negativamente la cabeza.

      ―Esta vez no, Artur. Tendremos que encargarnos nosotros.

      Él no ocultó su malestar, aunque no le dijo nada.

      ―¿De cuántos coches estamos hablando?

      ―No te preocupes, solo será uno. Vendrá cargado hasta los topes.

      ―¿Modelo?

      ―Como siempre. No nos enteraremos hasta una hora antes de que atraque el barco.

      ―¿Cuánto va a costarnos?

      ―Ya está pagado. Solo tendremos que recoger la mercancía y empezar a distribuirla.

      Artur le dio un par de toques en la pierna. Inmediatamente después, se levantó, se abotonó la americana y empezó a bajar las escaleras.

      Xavi García se quedó allí durante varios minutos. Luego, se encendió un cigarrillo y se marchó a casa. Mientras se duchaba, estuvo pensando en la visita por sorpresa de Ánder Bas. Después de un año, el tipo aparecía como por arte de magia. Le pareció, como mínimo, extraño.

      ¿Por qué había arriesgado tanto viniendo a su casa si sabía de antemano la respuesta?

      Además, no cabía duda de que Artur no lo hubiese autorizado de ninguna de las maneras. Ánder Bas había estado humillándolo desde, prácticamente, el primer día que se conocieron. A diferencia de otros, Artur no era vengativo y, por tanto, no malgastaría su tiempo con alguien tan insignificante como él.

      Aunque, claro está, no podía decir lo mismo de su antiguo proveedor.

      Sentía que algo no cuadraba, así que movería los hilos necesarios para saber a qué atenerse.

      Indudablemente, y por muchas razones, no se fiaba un pelo de él.

      El lunes de la semana siguiente, a las nueve menos cuarto de la mañana, Óliver Segarra llegó a la sede corporativa de Minami Motor España, situada en el parque empresarial Mas Blau de El Prat de Llobregat. Había hombres trajeados y mujeres elegantemente vestidas en el interior de la enorme y diáfana sala de recepción. Cuando se acercó a la recepcionista y le dijo su nombre, enseguida se formó un murmullo a su alrededor. Era indudable que sabían quién era y para qué había venido.

      La recepcionista hizo una llamada y un par de minutos después apareció Anna Castillo, asistente de Ryu Akiyama, presidente y consejero delegado de Minami Motor España, filial del fabricante nipón Minami Motor. Anna Castillo era una mujer alta y guapa, de ojos claros, cabello castaño y largo y gozaba de un aspecto físico envidiable. Óliver le echó unos treinta y cinco años en el momento en que se estrecharon la mano.

      ―¿Nervioso? ―dijo ella.

      Óliver Segarra sonrió.

      ―Quizá no sea la palabra más adecuada ―respondió―. Yo diría que expectante.

      Ella también sonrió.

      ―El señor Akiyama le espera en la sala de reuniones. Si hace el favor de acompañarme.

      Óliver Segarra asintió y los dos se encaminaron hacia el ascensor.

      ―Espero que haya arreglado sus problemas judiciales, señor Segarra.

      Él carraspeó.

      ―Veo que está al tanto de lo que se dice en los medios de comunicación.

      Anna Castillo esbozó una sonrisa.

      ―Es mi trabajo ―precisó.

      La puerta del ascensor se abrió y entraron. Estaba vacío. Ella pulsó el botón de la última planta. La subida fue rápida y tan solo duró unos segundos.

      Cuando salieron, Óliver se fijó en el amplio pasillo. El suelo era liso, de un tono gris claro y estaba limpio como una patena. En las paredes había cuadros que representaban la historia de la compañía, desde sus comienzos hasta la actualidad.

      ―Sígame ―dijo ella cuando vio que Óliver se quedaba atrás.

      Él aceleró el paso y se puso a su lado.

      Poco después, se detuvieron frente a una puerta. Ella asió el pomo.

      ―En fin, señor Segarra, le deseo toda la suerte del mundo.

      ―¿Por qué lo dice?

      Ella lo miró fijamente.

      ―Porque la va a necesitar ―respondió. Luego, giró el pomo y abrió la puerta.

      Óliver enarcó las cejas, sorprendido. La sala de reuniones era casi el doble de grande que la de su empresa. Y la mesa era tan larga que, según sus cálculos, perfectamente podría tener capacidad para cien personas. Sin duda, lo encontró ostentoso y, a la vez, poco eficiente. Mantener una conversación podría llegar a convertirse en una misión agotadora, a no ser que cada uno de los allí presentes dispusiera de un micrófono.

      «¿Para qué tanto?», se preguntó.

      Para colmo, el señor Akiyama estaba sentado en el otro extremo de la sala.

      ―Les dejo a solas para que puedan hablar con tranquilidad ―dijo Anna Castillo y cerró la puerta al salir.

      Sin más preámbulos, Óliver caminó hacia él. Mientras se acercaba, vio cómo Ryu Akiyama se ponía de pie para recibirlo. Era un hombre de baja estatura y pelo canoso y corto, de unos sesenta años. Tenía la nariz chata y llevaba gafas con montura transparente. El traje que llevaba no le hacía justicia: parecía dos tallas mayores que la suya.

      ―Ohayô gozaimasu ―saludó Óliver en japonés, haciendo una reverencia.

      ―Ohayô gozaimasu ―repitió él. Luego, empezó a hablar en perfecto español, dejando al descubierto su marcado acento japonés―: Celebro verlo, señor Segarra. Tome asiento, por favor.

      ―Se lo agradezco. ―Y se sentó en la silla.

      Ryu Akiyama también se sentó.

      ―Como le dije la última vez, el preacuerdo que firmamos no tiene una duración indefinida. Como usted comprenderá, hay otras muchas empresas que compiten con la suya para convertirse en el proveedor del nuevo modelo que fabricaremos en los meses venideros.

      ―Lo sé, señor Akiyama.

      ―Por otro lado, me preocupa su constante exposición en los medios. ¿No está cansado de estar siempre en el ojo del huracán?

      Óliver movió la cabeza con gesto reflexivo.

      ―Las circunstancias me han llevado hasta aquí. Naturalmente, me gustaría pasar más desapercibido. Pero le diré que no es plato de buen gusto que algunos periodistas hagan su propio juicio de valor.

      El señor Akiyama dibujó una sonrisa en sus labios.

      ―¿Le gusta el té? ―preguntó amablemente.

      ―Sí ―respondió Óliver.

      ―Me he permitido el atrevimiento de subir una tetera y dos tazas. Espero que el té verde sea de su agrado.

      Con una sonrisa, Óliver asintió.

      ―Muy bien, porque está casi listo. ―Se levantó y se dio la vuelta. Encima de la mesa auxiliar había una tetera y dos tazas de porcelana. Sirvió el té, cogió unos pocos sobres de azúcar y sacarina, se llevó las tazas a la mesa y se sentó de nuevo―. Me estoy volviendo mayor, señor Segarra. Desde hace más de treinta años,

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