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      Él asintió. Luego se rascó la cabeza y dijo:

      ―Otra cosa. ¿Te acuerdas del símbolo que encontraste tatuado en el cuerpo de la víctima?

      ―Sí.

      ―Aparece en cada una de las fotografías.

      El sargento Ruiz sintió una enorme presión en la garganta y se reclinó en la silla.

      *

      Abdul Ullah cerró puntual la persiana de su establecimiento. Eran las ocho de la noche y corría un aire frío que helaba el cuerpo. Se subió la cremallera del abrigo, se puso los guantes y el gorro de lana y comenzó a caminar. Había dejado el Ford Mondeo estacionado a la altura del Teatro Gaudí de Barcelona, así que anduvo durante un rato, sin prestar atención al resto de personas que había su alrededor.

      Cuando llegó a su destino, no perdió tiempo y se metió en el vehículo, dejó el gorro y los guantes en el asiento del copiloto y giró la llave del contacto. Puso el intermitente y se incorporó a la carretera.

      Cruzó la calle Cerdeña y viró para entrar en la calle Diputación, en dirección a la Plaza España. Experimentó un escalofrío y le entraron ganas de estornudar, de modo que puso la calefacción para entrar en calor. A medida que avanzaba, observó el movimiento rítmico de las hojas de los árboles y fantaseó con la posibilidad de que cobrasen vida, de que se rebelasen contra las acciones contaminantes producidas por el ser humano: «¿Tenéis algún problema? ¿Hasta cuándo vamos a tener que soportar esto? Preguntadnos a nosotros: también tenemos nuestra opinión.»

      Siguió avanzando, ensimismado en sus pensamientos, hasta que tomó la emblemática glorieta de la ciudad catalana y se desvió en la Gran Vía para dirigirse a la autovía. Tuvo que esforzarse para no ser golpeado por el coche que tenía a su izquierda, en su insistente intento de invadir su carril.

      Varios minutos después, habiendo recorrido unos kilómetros, recibió una llamada que le hizo sobresaltarse en el asiento.

      Activó el manos libres.

      ―¿Sí? ―respondió dubitativo.

      ―Te están siguiendo ―dijo una voz masculina al otro lado de la línea.

      ―¿Qué?

      ―En tu mismo carril, segundo coche.

      ―¿Quién me sigue?

      ―Un par de policías: pertenecen al Grupo de Homicidios de los Mossos.

      Miró por el retrovisor interior y vio un Volkswagen Passat de color azul, que maniobraba y se colocaba justo detrás suyo.

      ―Mierda ―dijo.

      ―Se cancela todo, no vengas hacia aquí.

      ―Pero...

      ―Vuelve a casa y espera a que nosotros contactemos contigo.

      Abdul Ullah tragó saliva.

      ―¿Qué va a pasar ahora?

      ―No es culpa tuya.

      ―Pero necesito garantías.

      ―Vuelve a casa ―repitió.

      ―¿Cómo voy a saber si...?

      ―Tendrás que confiar en nosotros.

      ―Eso no es lo que habíamos acordado.

      ―No estás en posición de exigir nada.

      ―Ya lo sé, pero...

      ―Esta es la última vez que te lo digo. ―Y cortó la comunicación.

      ―¡Mierda! ―exclamó lleno de rabia, y golpeó el salpicadero con el puño.

      Más adelante, se desvió en la primera salida que vio y dio la vuelta.

      La cabo Morales conducía a una distancia prudencial de Abdul Ullah en dirección a Barcelona. Joan Sabater estaba sentado a su lado. Llevaban un buen rato siguiéndole y, de buenas a primeras, había decidido dar media vuelta.

      ―Parece que se lo ha pensado dos veces ―dijo ella.

      ―¿A dónde coño iría?

      ―No lo sé, pero tenemos su dirección. Es evidente que no iba a su casa.

      Joan Sabater metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó el móvil. Desbloqueó la pantalla y buscó el pantallazo que había hecho antes de salir de la comisaría.

      ―Sí, vive en un ático de la Plaza de Gala Placidia, en Gracia.

      La cabo Morales se volvió un momento hacia su compañero y, después, siguió mirando la carretera.

      ―Espero que vaya directo hacia allí. No tengo ganas de dar más vueltas innecesarias.

      Abdul Ullah se encontraba casi a un centenar de metros por delante de ellos, así que redujo de cuarta a tercera y pisó el acelerador. Luego, echó un vistazo al retrovisor, puso el intermitente de la izquierda y adelantó al coche que los precedía.

      *

      Cuando Abdul Ullah quiso darse cuenta, estaba de regreso en la ciudad. Todavía no se había recuperado del sobresalto que le había producido aquella maldita llamada telefónica. Su cabeza funcionaba a toda prisa, intentando hacer un análisis de la situación, procurando entender por qué demonios le estaba siguiendo la policía justamente ahora.

      Dos agentes de homicidios habían estado en su tienda haciendo preguntas, pero estaba claro que no se habían dado por satisfechos.

      Se encogió de hombros y miró por el retrovisor interior. Comprobó que aún le seguían.

      En ese instante, se apoderó de él una sensación de rabia e impotencia. Tenía ganas de parar en doble fila, bajar del coche y gritarles en medio de la calle: «¡No sabéis lo que estáis haciendo!¡Dejadme en paz!»

      Pero no resultaría una buena idea.

      Muy a su pesar, no le quedó más remedio que resignarse.

      El camino de retorno a casa lo hizo tranquilo, a una velocidad adecuada, respetando todas las señales de tráfico. Eso sí, tuvo que dar varias vueltas para conseguir aparcar el coche. Caminó a paso ligero y rodeó la plaza de Gala Placidia, cauteloso, antes de entrar en su portal.

      *

      A las diez de la noche, nada más dejar a la agente Fernández frente a su casa de El Prat, Lluís Alberti detuvo el coche por los alrededores de la Plaza Cataluña y llamó al sargento Ruiz.

      ―Hemos localizado a la madre y a la hermana de Mario Roca: son los únicos familiares que viven cerca de Barcelona. No saben nada de ellos desde hace más de una semana.

      ―¿Solían hablar con Mario regularmente? ―preguntó Aitor Ruiz.

      ―Casi todos los días.

      ―¿Y la familia de ella?

      ―Toda su familia vive en Madrid. Pero mantienen una relación fría y distante. Hace cuatro años, conoció a Mario y se vino con él a vivir a Barcelona. Desde entonces, han perdido el contacto.

      ―O sea, que no pueden ayudarnos a localizarlos. De todos modos, no sabemos si este presunto secuestro tiene conexión con el asesinato de Carles Giraudo. Por no decir que desconocemos por completo lo que ha sucedido.

      ―¿Qué quieres hacer?

      ―Hablaré con el sargento Armengol. Que su grupo se encargue de investigarlo.

      ―¿Estás seguro?

      ―No podemos seguir dedicando tantos recursos a una desaparición.

      ―De acuerdo.

      ―Vete a casa y descansa.

      ―Sí, será lo mejor. Ha sido un día muy largo, estoy exhausto.

      Se

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