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bien?

      ―No ―respondió con la mirada perdida―. No estoy bien. Es que... no entiendo cómo ha podido suceder algo así. Esto es...

      Los policías se miraron entre ellos.

      ―Señora Medina ―dijo el sargento Ruiz con suavidad―, somos conscientes de que está pasando por un momento muy delicado. Si necesita un rato estar a solas, lo entenderemos.

      ―No ―musitó―. Me gustaría ayudarles en la investigación.

      El sargento Ruiz la miró.

      ―Está bien. Nosotros iremos a comisaría. Tómese el tiempo que necesite y, cuando esté preparada, venga con nosotros. ¿Le parece?

      Ella le aguantó la mirada durante unos segundos.

      ―De acuerdo ―cedió.

      Entonces, el sargento Ruiz le hizo un gesto a Irene Morales y, en silencio, se levantaron y salieron de allí.

      A la mañana siguiente, a eso de las doce, un tipo detuvo el vehículo junto a la empresa de transporte y mensajería urgente AX Missatgers. Apagó el motor y se apeó. Era un hombre menudo, de no más de metro sesenta de estatura, y de hombros estrechos. Tenía el pelo rapado al estilo militar y vestía un jersey blanco de cuello alto, unos tejanos azules y un abrigo de lana negro. En los pies llevaba unos mocasines marrones, relucientes como los chorros del oro. Sin más dilación, abrió la puerta de cristal y entró.

      El hombre de detrás de la mesa de recepción le habló de manera descortés y violenta:

      ―¿Qué demonios quieres?

      ―Vengo a ver a tu jefe ―respondió―. Quiero hablar con él.

      El hombre no vaciló en ningún momento. Descolgó el teléfono inalámbrico y pulsó la tecla A. Poco después, dijo:

      ―¿Xavi? ―Se produjo una pausa―. Acaba de llegar un invitado inesperado. ―Otra larga pausa―. Bien. ―Entonces colgó―. Última puerta del pasillo. ―Dijo a modo de información.

      Cruzó la puerta que daba al interior y caminó con cautela. De pronto, vio a dos hombres fornidos en medio del pasillo. Alarmado, como si de un acto reflejo se tratara, miró hacia atrás para comprobar que no hubiese nadie. Y cuando se quiso dar cuenta, ya los tenía justo encima.

      ―Tenemos que cachearte ―dijo uno de ellos.

      Él titubeó unos segundos.

      ―No voy armado.

      ―¿Y qué? ―dijo el otro en tono amenazante.

      Ánder Bas se los quedó mirando sin saber qué decir.

      Ellos lo cogieron y lo pusieron contra la pared. A continuación, uno empezó a registrarlo mientras el otro lo sujetaba por la espalda. Él permaneció quieto, esperando a que lo dejaran en paz, y entonces, al cabo de unos momentos, lo soltaron.

      Tras comprobar que la presión había desaparecido, se reincorporó, caminó por el pasillo y, cuando llegó a la puerta, la abrió.

      Xavi lo miró desde su asiento.

      ―Hacía mucho que no nos veíamos ―dijo Ánder mientras daba una ojeada al despacho―. Veo que has dado un gran salto en el negocio. Pero dime una cosa: ¿Era necesario que tus gorilas me cachearan?

      ―En estos tiempos que corren, nunca se sabe ―replicó con frialdad.

      ―Sinceramente, no esperaba este recibimiento.

      Xavi se levantó, rodeó la mesa y se apoyó en el borde.

      ―¿Qué se te ha perdido por aquí?

      Ánder Bas lanzó una risita forzada.

      ―Me gustaría proponerte un negocio que tengo entre manos. ¿Qué me dices?

      ―Te digo que no.

      ―¿Qué?

      Xavi se metió las manos en el bolsillo y lo miró fijamente.

      ―No te ofendas, pero, hoy por hoy, me van las cosas muy bien. No tengo necesidad de enfrascarme en otros asuntos.

      Ánder Bas se sintió humillado, aunque no era idiota. Sabía que estaba protegido por Marek y su familia, y, por lo tanto, era intocable. Si intentara hacerle daño, era posible que cayese sobre él una tremenda lluvia de golpes. Pero, aun sabiéndolo, no pudo evitar decir:

      ―Estás disfrutando, ¿verdad?

      ―No sé a qué te refieres. Simplemente te digo que no me interesa.

      ―Trabajaste para mí durante muchos años.

      Xavi dio un paso hacia delante.

      ―Pero las cosas cambian. Ya no soy el que era.

      ―¿Qué quieres decir con eso?

      ―Que en esta vida hay dos clases de personas: las que avanzan y las que se estancan por el camino. En mi caso, he crecido y quiero seguir creciendo, pero a mi manera.

      ―¿Así son las cosas?

      Xavi asintió con la cabeza.

      ―Así son las cosas.

      En ese momento, se produjo un intercambio de miradas que duró unos segundos.

      ―De acuerdo ―dijo Ánder Bas. Tenía cara de pocos amigos―. Entiendo. Quieres volar solo.

      ―No exactamente. Quiero trabajar con mi gente de confianza, eso es todo.

      Ánder Bas sonrió. Si hubiera tenido una pistola a mano, le hubiese volado la cabeza allí mismo.

      ―Muy bien ―dijo―. Será mejor que me vaya. ―Alargó el brazo para estrecharle la mano, por respeto. Xavi aceptó y se dieron un apretón.

      ―Sí, opino lo mismo.

      Ánder Bas volvió a sonreír. Luego se dio la vuelta y caminó hacia la puerta. Cuando estaba a punto de abrirla, Xavi dijo:

      ―Otra cosa.

      Él se volvió para mirarle.

      ―Antes de venir a mi casa, avisa primero ―le dijo a modo de sutil advertencia―. El local tiene reservado el derecho de admisión. Ya sabes, es por nuestra seguridad.

      Ánder Bas asintió en silencio. Finalmente, abrió la puerta, salió y la volvió a cerrar despacio.

      Tal vez fuera una locura, pero lo único que se le pasó por la cabeza fue que tenía que reunir a sus hombres y preparar un plan de ataque.

      *

      Esa misma tarde, Xavi quedó con Artur en la escalinata de la Plaza del Rey, situada en el barrio gótico de Barcelona. La disposición de la plaza era rectangular y estaba rodeada de edificaciones representativas de estilo gótico, como el Salón del Tinell o la capilla de Santa Ágata, que, en su conjunto, transmitían una cierta paz y tranquilidad, provocando, a más de uno, la mágica sensación de regresar a la Barcelona medieval de antaño. Durante la mayor parte del día era visitada por grupos estudiantiles y turistas con la cámara de fotos colgada en el cuello, deseosos de hacer un alto en el camino para sentarse en las majestuosas escaleras o, en su lugar, comprobar de primera mano la solemnidad de la arquitectura gótica.

      Nada más llegar, observó a Artur sentado en el tercer escalón, al lado de la columna de piedra. Así que subió tranquilamente las escaleras y se sentó junto a él.

      ―¿Cómo ha ido? ―preguntó.

      ―Sin problemas.

      ―Bien ―dijo. Acto seguido, con disimulo, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba―. Ha habido cambio de planes.

      ―¿Qué ha pasado?

      ―Nada grave. Mi contacto me ha dicho que se adelanta la

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