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de latas vacías y restos de bolsas de patatas, parecía una pocilga.

      ―Que tres mierdas como vosotros utilicen mi empresa como recreo particular. ¡Sois unos gilipollas! Unos listillos que han estado ganando dinero a mi costa, pero eso se va a acabar.

      De repente, el «individuo» que estaba sentado a su derecha se dio la vuelta y señaló al tercero en discordia:

      ―La idea fue suya, señor Segarra.

      ―Sí ―corroboró el primer «individuo»―. Él...

      ―Cierra la boca. ¡Sois patéticos!

      El tercer «individuo» no dijo nada, aunque le cambió el rostro por completo. Los demás se quedaron expectantes, sin saber qué hacer.

      ―Os quiero fuera de mi empresa en quince días ―dijo Óliver con voz autoritaria―. Yo no os voy a echar: seréis vosotros los que pediréis la baja voluntaria.

      El tercer «individuo» por fin rompió su silencio y le preguntó:

      ―¿Y qué pasa si no lo hacemos?

      ―Os haré la vida imposible. Me encargaré personalmente de que no vuelvan a contrataros en ninguna otra empresa. Si no os vais, os destrozaré sin piedad.

      ―Pero no puede grabarnos sin nuestro consentimiento ―dijo el primer «individuo» con nerviosismo―. Es una invasión a nuestra intimidad.

      ―¿Bromeas? Claro que puedo. El Estatuto de los Trabajadores me ampara.

      Los tres «individuos» no sabían dónde meterse.

      Ciertamente, en la legislación española, el Estatuto de los trabajadores, en su artículo 20, permite al empresario adoptar las medidas de vigilancia y control que considere más adecuadas para verificar el cumplimiento por el trabajador de sus obligaciones y deberes laborales, siempre y cuando dicha vigilancia sea para fines estrictamente laborales y se filme exclusivamente en el lugar de trabajo y no en vestuarios o baños.

      Además, no es obligatorio solicitar el consentimiento de los trabajadores para que la empresa pueda instalar cámaras. Basta con que el empresario informe de ello a través de un comunicado o instale un distintivo informativo sobre la existencia de dichas cámaras y la finalidad de estas.

      Por otro lado, y no menos importante, el empresario debe informar a la Agencia Española de Protección de Datos sobre el uso de la videovigilancia, y en caso de no hacerlo, puede enfrentarse a una infracción leve con multas de hasta 60.101 euros. Se debe agregar que utilizar la videovigilancia para otra finalidad se considera infracción grave y lleva a sanciones entre 60.101,21 euros y 300.506,25 euros.

      Así pues, el primer «individuo» no podía reprocharle nada a Óliver Segarra. Éste había cumplido con creces con sus obligaciones ante la AEPD.

      ―Recoged vuestra mierda y firmad la baja, la quiero sobre mi mesa mañana por la mañana. ―Los miró a cada uno de ellos, con expresión adusta―. No me pongáis a prueba. Lo lamentaríais.

      A continuación, se dio la vuelta y abandonó el departamento. Ellos se quedaron tiesos en sus asientos, como si les hubiera pasado un tren por encima.

      Al día siguiente, puntuales como un reloj, se presentaron en el despacho de Óliver Segarra, pero él todavía no había llegado, de modo que le entregaron la baja voluntaria a su secretaria. Ella, sorprendida, no articuló palabra.

      Después de aquello, Óliver decidió que era el momento de dar un giro de ciento ochenta grados y resolvió que lo mejor, sin dudar, era eliminar el Departamento de Informática. Departamento que, por cierto, hacía muchísimo tiempo que había dejado de ser rentable y eficiente.

      El propósito de Óliver en la reunión era dejar claro que el cambio de rumbo en Everton Quality era real, y que el futuro en los próximos diez años estaba asegurado. El comité se mostró bastante esperanzado y después de varias cuestiones, que Óliver respondió amablemente, finalizó la junta.

      Los miembros del comité se despidieron de Óliver y abandonaron la sala. Él se quedó un rato más. Poco después, abrió la botella de agua que tenía sobre la mesa, llenó el vaso hasta los topes y le dio un buen trago. Acto seguido, cogió el móvil y pensó en llamar a su mujer. Pensó en salir antes del trabajo e invitarla a comer. Tenía ganas de estar con ella.

      Los rayos del sol se alzaron en el firmamento y golpearon con fuerza el parabrisas del vehículo, cegándolo durante un instante. Xavi García conducía por el carril izquierdo de la calle Llull del Poblenou, con la extraña sensación de que se había dejado algo en su casa. En un momento dado, redujo la velocidad, puso el intermitente y se subió a la acera. Aguardó a que pasara una mujer que llevaba un carrito de bebé y bajó por una rampa.

      Antes de llegar abajo, tuvo que detenerse: había un palé con varias cajas de cartón por encima justo al final de la rampa.

      ―Eh ―dijo Xavi―, os he dicho mil veces que no dejéis nada por aquí en medio. Esta es una zona de paso.

      Los cuatro hombres que estaban allí se volvieron hacia él.

      ―Perdona, Xavi ―dijo el tipo que parecía más joven―. Se nos ha amontonado el trabajo. ―Acto seguido, se subió en una transpaleta eléctrica y quitó el palé de en medio.

      Entonces Xavi pisó el acelerador con suavidad. Aparcó, apagó el motor y salió del coche.

      Se encontraba en el sótano de un local industrial. La sala era muy amplia y diáfana, de unos seiscientos metros cuadrados, y tenía dos hileras de columnas en el medio. Xavi dio una vuelta de reconocimiento. Parecían estar en obras: las paredes, que estaban sucias y un poco deterioradas, contrastaban con el renovado suelo de PVC. Además, había material de pintura repartido alrededor del lugar y un contenedor rectangular de gran tamaño.

      ―¿Habéis hecho lo que os pedí?

      El hombre más joven asintió con la cabeza.

      ―Todo está preparado.

      ―Bien.

      Xavi miró a su alrededor.

      ―¿Cuándo estará listo el almacén? ―preguntó.

      ―Supongo que en dos o tres días.

      ―Necesito que sea antes del fin de semana. Dentro de muy poco empezaremos la actividad comercial. Así que daos prisa.

      ―No te preocupes. Llegaremos a tiempo.

      Xavi asintió.

      ―Muy bien. Me subo.

      ―¿Y Artur?

      ―Recogerá la mercancía a su debido tiempo ―respondió. Acto seguido, se dio la vuelta y caminó hacia las escaleras.

      *

      Los agentes Eudald Gutiérrez y Joan Sabater aguardaban en el interior del vehículo desde las diez de la mañana, en una zona de estacionamiento azul de Travessera de Gràcia, muy cerca de la Avenida Diagonal.

      ―En la página web pone que abre a las diez ―dijo el agente Sabater desde el asiento del copiloto.

      ―Pues llega tarde ―respondió Gutiérrez, con las dos manos pegadas al volante.

      ―Llevamos aquí una eternidad ―se quejó―. Tengo hambre.

      Eudald Gutiérrez se volvió hacia él.

      ―Siempre estás pensando en comida.

      ―Es que tengo hambre.

      Gutiérrez torció el gesto. Desde hace un tiempo, su compañero se estaba engordando demasiado. Lo peor de todo era que cuanto más le decía, más comida basura comía.

      Empezaba a darle por imposible.

      De repente, vio la figura de un hombre de espaldas abriendo la puerta del establecimiento.

      ―Parece

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