Скачать книгу

La jueza falló a favor de la familia Everton y condenó a Óliver Segarra a pagar un valor superior por cada acción de la compañía, además de las costas procesales. Cuando recibió la noticia, Óliver se enfadó muchísimo y el mismo día concertó una cita con su abogado.

      Luego de conversar durante tres largas horas, abogado y cliente decidieron recurrir ante la Audiencia Provincial de Barcelona.

      De aquello habían pasado casi ocho meses.

      *

      Óliver se terminó el bikini y, acto seguido, se bebió la botella de agua mineral de un trago. Luego, llamó a la camarera y le pidió un té rojo y un par de sobres de sacarina. Había quedado con Robert Casals para hablar sobre las últimas novedades del caso, pero éste le llamó, avisando que llegaría unos treinta minutos tarde.

      Se encontraba en una vista oral. Resulta que su defendida estaba escribiendo un mensaje de texto mientras conducía su vehículo por el lateral de la Avenida Diagonal, a la altura de Luz de Gas, con la mala suerte que atropelló a un ciclista que estaba parado en un semáforo en rojo. El joven, de veinte años, se llevó un susto de muerte. El impacto provocó que cayera al suelo, golpeándose en la rodilla. Tuvo que ser trasladado de inmediato a un hospital. Sin lugar a duda, el asunto no se hubiera complicado más de lo necesario si ella no hubiera tenido la brillante idea de darse a la fuga.

      Óliver esperaba el resultado de la sentencia como agua de mayo, pero los días iban pasando y no llegaba. Robert le dijo que tuviera paciencia, que el juzgado estaba colapsado y que, tarde o temprano, la tendría entre sus manos. Eso era tarea complicada; no podía esperar más, máxime cuando se estaba jugando perder una millonada.

      Cinco minutos más tarde, el abogado Robert Casals llegó al restaurante. Vestía un impoluto traje azul oscuro con una corbata de color granate. Llevaba un maletín en la mano.

      ―Siento llegar tarde ―dijo al tomar asiento.

      ―¿Cómo ha ido la vista? ―preguntó Óliver.

      ―Atropello con fuga. Mal asunto. Seguramente sea condenada por un delito de lesiones y otro de omisión del deber de socorro. Sin contar la retirada de puntos y la correspondiente multa. Estamos a la espera del alcance de la lesión de rodilla.

      ―¿Tan grave ha sido?

      ―Ella cree que ha habido fractura.

      Óliver meneó la cabeza de un lado a otro.

      ―Otro día se lo pensará dos veces antes de escribir mientras conduce.

      ―Espero que tengas razón, aunque la gente nunca aprende. Te lo digo por experiencia. Caemos, nos levantamos y volvemos a caer. Está en nuestra naturaleza.

      Óliver sonrió.

      ―¿Sabes algo de mis padres?

      ―Tu madre hace un año que no te ve, ni a ti ni a tu familia. Y no entiende el por qué.

      ―He estado bastante ocupado.

      ―Óliver, no me vengas con gilipolleces. Te conozco desde que eras un mocoso y sé que algo ha tenido que pasar. Mira, no es mi intención meterme en tus asuntos, pero deberías llamarla.

      Óliver lo miró y asintió con la cabeza.

      ―Sí. La llamaré.

      Robert Casals cogió la botella de agua vacía y levantó el brazo para que le trajeran otra igual. La camarera lo vio y, al cabo de unos segundos, le llevó una botella y un vaso vacío. Luego, le preguntó a Óliver si quería algo más, pero él negó con una amable sonrisa. Entonces, se alejó a paso ligero.

      ―¿Cómo está mi caso? ―preguntó.

      ―Mira, Óliver, no te voy a engañar ―dijo mientras llenaba el vaso de agua―. Es más que probable que volvamos a perderlo.

      ―¿Y qué podemos hacer? ―Robert Casals bebió un trago.

      ―Primero, esperar al resultado de la sentencia. Tendremos un plazo de veinte días para interponer un recurso de apelación. Por eso es muy importante saber a qué atenernos, para poder formular las alegaciones que creamos oportunas.

      Óliver meditó unos segundos.

      ―Supongo que no me queda más que agachar la cabeza y aceptar lo que venga.

      ―No digas eso. Todavía hay tiempo de maniobra.

      ―No lo veo nada claro.

      ―Si hay algún resquicio legal que nos favorezca, créeme que lo encontraré.

      Xavi García accedió al Parque de la Ciutadella, uno de los más conocidos y concurridos de Barcelona, situado en el distrito de Ciutat Vella, donde Artur Capdevila le esperaba sentado en un banco de la Plaza de Joan Fiveller. Como había entrado por el acceso principal del Paseo de Pujades y, casualmente, la plaza quedaba justo en el centro del parque, decidió aprovecharlo y caminó tranquilamente a lo largo del camino de tierra, disfrutando de la belleza de sus extensas áreas ajardinadas.

      Últimamente, su amigo se había empecinado en quedar en lugares públicos cada vez que tenían que hablar de negocios, y el parque de la Ciutadella era uno de ellos. Xavi se preguntó cuándo volverían las cosas a ser como antes, aunque no fue muy positivo al respecto.

      Un año atrás, concluido el conteo de billetes procedente del primer cargamento de hachís, le habían obligado a participar en el secuestro del empresario John Everton. Las consecuencias de ese suceso fueron devastadoras: John Everton terminó muerto a balazos y, él, aunque no estuvo presente, sí participó en la «macabra obra» ejerciendo un papel destacado.

      Tras una breve, pero, intensa discusión, Jósef y él salieron del coche, lo dejaron inconsciente y lo metieron en el maletero. Acto seguido, huyeron del lugar a toda pastilla.

      Sin embargo, la huida fue accidentada y no exenta de tensión y nerviosismo. Xavi estaba en estado de shock. Jamás había participado en un acto tan horripilante y, en ese instante, sintió una inseguridad brutal; algo en su interior le dijo que tarde o temprano lo acabaría pagando con creces.

      Tardaron unos diez minutos en llegar a la nave industrial. Así pues, recorrieron la autovía de Castelldefels y condujeron hasta la Rambla de la Marina de Bellvitge, donde se desviaron por la Avenida del Carrilet. Por suerte para ellos, no vieron a ninguna patrulla de los Mossos d’Esquadra en todo el camino.

      Desconcertado, Óliver detuvo el Audi Q5 delante de la puerta de la fábrica. Quiso salir del vehículo, pero Jósef se lo impidió. Estaba tan nervioso que pareció que el corazón iba a salírsele del pecho.

      De repente, una furgoneta aparcó detrás de ellos. Xavi se temió lo peor. Pero del interior no se bajó nadie. Los hombres de Jósef solo estaban allí para vigilar. El trabajo de secuestrar a John Everton y llevarlo a la fábrica era exclusivamente suyo.

      Ese momento se le grabó a fuego en su memoria. Primero, él abrió la puerta del complejo industrial; acto seguido, sacaron el cuerpo del maletero y lo trasladaron al interior; luego, lo subieron a la planta de arriba, lo metieron en una habitación, lo esposaron a un radiador y le dejaron solo rodeado por una densa oscuridad.

      Era casi imposible que ese hijo de puta saliese de allí con vida.

      Xavi lo sabía. Se sentía indefenso. No podía evitarlo. Sin duda alguna, había firmado su sentencia de muerte.

      Después de un año del secuestro y posterior asesinato de John Everton, Xavi y Artur habían ganado suficiente dinero como para retirarse durante un tiempo y vivir sin complicaciones. Los días posteriores al crimen, Xavi tuvo dos opciones: rebelarse contra su jefe por haberle obligado a actuar contra su voluntad o mirar hacia otro lado y seguir en el negocio. Eligió lo segundo.

      Sabía qué pasaría si traicionara a Marek. No cabía duda de que enviaría a alguno de sus hombres, o a su propio hermano, para que le hiciesen una visita, y la cosa no quedaría ahí, seguramente también irían a por

Скачать книгу