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imagen que aparece es un ocho entrelazado con el signo del infinito?

      ―Sí, así es ―dijo Cristian―. En la llamada Ciencia de los Números, el ocho es el signo del poder y la riqueza. Simboliza la ambición, la autosuficiencia y el éxito, pero también está ligado a la falta de escrúpulos, la intolerancia, la dominación o la represión. A grandes rasgos, los individuos que poseen el número ocho se caracterizan por ser auténticos líderes y suelen tener todo bajo control para lograr alcanzar sus objetivos.

      ―¿A grandes rasgos? ¿Desde cuándo sabes tanto de números y símbolos?

      ―Hace mucho tiempo conocí a alguien muy especial, que me adentró en el mundo de la astrología. Una cosa llevó a la otra y enseguida me aficioné.

      «Hay que joderse con el informático», pensó el sargento Ruiz.

      ―Sargento ―dijo el forense, sin elevar mucho la voz―, me temo que será imposible tomar una correcta recogida de huellas dactilares.

      Aitor Ruiz se volvió hacia él, ipso facto.

      ―¿Imposible? ¿Y eso por qué?

      ―El dibujo papilar de las yemas de los dedos de ambas manos presenta un importante estado de calcinación. Quienes hayan hecho esto, se han tomado muchas molestias para dificultar la identificación de la víctima.

      El sargento Ruiz hizo una pausa para recapacitar.

      ―Vaya... ―repuso―. Eso significa que nos encontramos ante unos profesionales muy escurridizos.

      ―Me temo que sí, sargento ―dijo el doctor, mientras seguía examinando minuciosamente el cadáver―. Probablemente no sea más que una casualidad, pero llevo unos minutos dándole vueltas.

      ―¿A qué?

      El médico se detuvo y clavó sus ojos en los de él.

      ―¿No le parece curioso que hayan abandonado el cuerpo justo aquí?

      El sargento Ruiz no respondió. Tragó saliva y volvió la mirada hacia la carretera. Sí, sabía a qué se refería. Claro que lo sabía. Los integrantes del Grupo de Homicidios conocían este lugar como «Zona Cero»; en ella, tuvo lugar el descubrimiento del cuerpo sin vida de Brian Everton, directivo de Everton Quality, una empresa de automoción situada en El Prat de Llobregat. Su asesinato fue uno de los crímenes más sangrientos en los que cuyo autor, un año después, todavía no habían detenido y llevado ante la justicia. Sin ningún atisbo de duda, no era un secreto que ese caso había afectado en sus relaciones personales. Ya no formaban una piña indestructible ni tampoco quedaban para tomar una copa después del trabajo, como solían hacer en los mejores tiempos, cuando la convivencia rebosaba cordialidad y compañerismo a raudales. Aun así, debían de ser resolutivos, por el bien del grupo.

      En la medida de lo posible, el sargento Ruiz evitaba pasar por aquel lugar. Le dolía. Le atormentaba. Le recordaba una y otra vez que había fallado. Sin que pudiera evitarlo, el sentimiento de culpa le perseguía allá donde fuese. Y es que, durante la investigación, no solo no fue capaz de presentar pruebas sólidas ante la magistrada Bárbara Saavedra, sino que tres personas perdieron la vida.

      La primera víctima se llamaba Gabriel Radebe. Fue socio minoritario de Everton Quality. Lo habían hallado muerto de forma violenta en su domicilio de Gavá Mar.

      Unos días más tarde, la policía encontró el cadáver de Brian Everton en el asiento del copiloto de un vehículo en una bifurcación de la autovía de Castelldefels, frente a la antigua y derruida discoteca Silvis. El cuerpo, en el momento que fue descubierto, estaba adherido al asiento con veinte cuchillos de grandes dimensiones clavados en su espalda. Después del asesinato ―una auténtica carnicería― los agentes barajaron la «venganza personal» como posible móvil de ambos asesinatos.

      La tercera y última víctima, John Everton, socio mayoritario de Everton Quality, resultó ser el secuestrador de Lucía Domínguez: una joven mujer que se cruzó en su camino, en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. Aunque no pudo ser condenado por secuestro, ya que fue raptado por alguien desconocido cuando la policía le seguía el rastro. Las pruebas no dejaban lugar a duda: Lucía Domínguez identificó el Range Rover que estaba estacionado en el Paseo Marítimo de Castelldefels en el lugar de los hechos, el mismo día que el sargento Ruiz fue a visitarla al hospital y, además, meses después, reconoció a John Everton como el hombre que estaba en el interior del todoterreno poco antes de que la atacaran por detrás y perdiese el conocimiento.

      Asimismo, las pesquisas recabadas por el Grupo de Homicidios apuntaban a que no solamente era el autor material del secuestro de una mujer, sino que podía haber estado involucrado en el asesinato de una chica llamada Ariadna Badía y en el secuestro y violación de otras tres mujeres más.

      Algo inverosímil para un hombre de su posición, pero que, sin embargo, tenía todas las papeletas de ser cierto.

      Durante casi un año, Aitor Ruiz estuvo recopilando información sobre el asesinato sin resolver de Ariadna Badía, ocurrido en 1989, una chica de veinte años que fue secuestrada y violada y cuyo cuerpo apareció en la playa del Paseo Marítimo de Castelldefels. La policía no fue capaz de hallar culpables en aquel suceso. No obstante, el hermano pequeño de la chica fue testigo del secuestro y siempre mantuvo que un hombre se la llevó a la fuerza en un todoterreno.

      Este asesinato, a priori, no tenía nada que ver con la investigación que él y su grupo estaban llevando a cabo, pero, al investigar a todos los socios de Everton Quality, los secretos empezaron a salir a la luz y el que parecía ser la próxima víctima, se convirtió de repente en el principal sospechoso. Esto ocurrió después de indagar en la vida del joven empresario Óliver Segarra, el cuarto en discordia. Durante dicha investigación, no pudieron averiguar nada acerca de su infancia, fue como si durante aquellos años se le hubiera tragado la tierra, literalmente. Pero el grupo siguió a lo suyo. Con el paso del tiempo, para su sorpresa, descubrió que Óliver Segarra había cambiado de identidad y que, además, era el hermano pequeño de Ariadna Badía. Este último hecho hizo saltar todas las alarmas a los investigadores y sirvió para trazar una conexión entre el secuestro de Lucía Domínguez y el asesinato de Ariadna Badía: el Range Rover Classic 5 puertas del 86, propiedad de John Everton.

      El modus operandi fue prácticamente calcado en ambos casos. Las dos fueron drogadas y secuestradas por un hombre que las introdujo en un todoterreno y las llevó al Paseo Marítimo de Castelldefels.

      Por si fuera poco, el cambio de identidad de Óliver Segarra y su posterior entrada en la empresa de John Everton como socio, no hizo más que acrecentar las sospechas del sargento Ruiz. Era demasiada coincidencia que hubiera decidido ser socio de una empresa de la que se había demostrado que el socio mayoritario era en realidad un secuestrador; un tipo que había cometido un secuestro, veintiún años después, con un modus operandi muy similar al de la muerte de su hermana.

      No. Aitor Ruiz no creía en las casualidades, pero tampoco había pruebas concluyentes que probaran su línea de investigación, ya que no estaba demostrado que John Everton fuera el asesino de Ariadna Badía. Y, claro, cuando parecía que se estaba estrechando el cerco para atrapar a Óliver Segarra como responsable de los tres asesinatos, más difícil se ponían las cosas.

      Durante el transcurso de la investigación visitó a los padres de Óliver: Antonio Badía y Elena Nogués. Desde el principio, pensó que, para protegerlo, negarían tener cualquier tipo de relación con él. Pero se equivocó. No solo le confirmaron que Óliver Segarra era su hijo, sino que le corroboraron que se había cambiado de identidad. Luego, intentó convencerlos para que le facilitaran información relevante que permitiese salir del callejón sin salida en el que se encontraba, pero fracasó estrepitosamente: se topó con un muro infranqueable y comprobó que, después de veintiún años, el dolor seguía más presente que nunca en sus vidas.

      Si sabían algo, era evidente que no iban a decir ni media palabra. Como padres estaban en su derecho de comportarse así; al fin y al cabo, era su hijo, su único hijo. Pero le hubiera gustado que hubiesen mostrado más

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