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en los hechos no tardó mucho en extenderse como la pólvora por los bajos fondos de Barcelona; por supuesto, nadie fue tan burro de denunciarlo a la policía. Se había ganado el respeto de muchísima gente que años atrás le había tratado con desdén, y cada vez que se producía un cargamento importante, tenía que pasar por sus manos. Además, ahora se llevaba el veinticinco por ciento de cada entrega en lugar del diez por ciento del principio.

      Para Xavi no había duda: si el riesgo era mayor, el beneficio también tenía que ser mayor. Se encargaba de la recogida, de encontrar un lugar adecuado para el punto de entrega y, por supuesto, de suministrar la mercancía con la máxima seguridad. El pago era por adelantado y el precio podía variar, dependiendo de la cantidad de hachís que el cliente estuviese dispuesto a pagar.

      Al haber empezado desde abajo en este negocio, sabía que la venta al por menor podría reportar una gran rentabilidad; por eso, tenía a una parte de su equipo repartida a lo largo y ancho de los diez distritos de Barcelona y sus alrededores.

      Cuando llegó a la plaza, vio a Artur de pie, de espaldas a él, junto a un estanque ovalado de nenúfares que albergaba, en el centro, una escultura realizada en mármol blanco. Se llamaba el Desconsol ―en castellano el Desconsuelo―, y era de gran belleza. La figura representaba el cuerpo desnudo de una mujer arrodillada sobre un bloque marmóreo, con el cabello suelto evitando mostrar el rostro y los brazos extendidos con las manos ligeramente entrelazadas. La obra fue realizada por Josep Llimona, considerado el mejor escultor del modernismo catalán. Como dato para tener en cuenta, la figura del parque era una copia de la original y la primera versión, de yeso, fue esculpida en el año 1903.

      Artur Capdevila y Xavi García se dieron un abrazo y aguardaron en el mismo sitio, uno al lado del otro, con la mirada puesta en la escultura.

      ―Hemos llegado a un acuerdo para abastecer a un centenar de clubes de cannabis de toda Barcelona ―dijo Artur―. Ciento ochenta kilos.

      ―¿Cuándo tenemos que entregar la mercancía?

      Artur Capdevila giró el cuello y lo miró.

      ―En dos semanas. Veinte días a lo sumo.

      Xavi asintió con la cabeza. Los dos amigos formaban un tándem perfecto. Mientras uno se encargaba de la venta de hachís a gran escala, el otro se hacía cargo del menudeo y contactaba con clientes potenciales. Sin duda, estaban apuntando alto. Ahora distribuirían a la mayoría de los clubes de la ciudad; aunque, su objetivo, a medio plazo, era vender a todos y cada uno de ellos. Todo a su debido tiempo.

      Ninguno de los dos tenía antecedentes, pero sabían que en cualquier momento podrían llevarse una desagradable sorpresa. El riesgo siempre estaba asociado a la inseguridad que provocaba el no poder controlar a sus hombres en un momento dado, sobre todo con el auge de las redes sociales, de modo que se esforzaban al máximo en minimizar cualquier error que pudiese costarles caro.

      Eso se traducía en que nadie podía subir fotografías alardeando de un alto nivel de vida.

      La discreción en este negocio era clave para pasar inadvertido. Pero los más jóvenes no lo entendían y, de vez en cuando, con dos cervezas de más, aparecía una fotografía en sus perfiles de Facebook o Instagram, mostrando más información de la cuenta. A veces, tenían la sensación de que estaban tratando con auténticos idiotas. Y es que arriesgar el negocio por un puñado de likes constituía un mal innecesario, además de peligroso.

      ―Me encargaré de que preparen las bolsas y las guarden en el almacén ―dijo Xavi―. ¿Alguna preferencia?

      ―Un cliente quiere cuatro kilos para empezar. El resto hay que distribuirlo en partes iguales.

      ―Vale. Te llamaré cuando esté todo listo.

      ―¿Ya te marchas?

      Xavi consultó su reloj.

      ―En unos diez minutos. Raquel y yo empezamos hoy las clases de preparación al parto.

      Artur esbozó una sonrisa. El tiempo había pasado muy rápido, tanto, que su mejor amigo estaba a punto de convertirse en padre y formar una familia. Se alegró mucho por él.

      ―Entonces vete ya.

      ―¿No te importa?

      ―En absoluto.

      Se volvieron a dar un abrazo y Xavi se alejó.

      A la mañana siguiente, a primera hora, el sargento Ruiz y la cabo Morales aparcaron el vehículo en el parking que había al lado de los juzgados de la Ciudad de la Justicia, exclusivo para personas autorizadas, y accedieron al Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Cataluña. A decir verdad, nunca se habían acostumbrado al olor intenso y penetrante que impregnaba la sala de autopsias, sobre todo, la cabo Morales. La mayoría de las veces era el propio sargento junto al cabo Alberti los que se encargaban de ir al depósito de cadáveres; en la medida de lo posible, ella evitaba pasar por ese mal trago, exceptuando los días en que Aitor Ruiz le pedía que le acompañase, entonces no se podía negar.

      Cuando traspasaron la puerta del depósito, vieron cómo el doctor Jerez, con la ayuda de un celador, introducía un cadáver envuelto en una bolsa de conservación en una de las cámaras frigoríficas de la amplia sala.

      ―¿Han venido a hablar de la víctima sin identificar?

      ―Así es ―respondieron al unísono.

      ―Es un poco pronto, ¿no creen? Todavía me quedan algunas pruebas por realizar. Como comprenderán, en estos momentos el informe está incompleto.

      ―Lo sabemos ―dijo el sargento Ruiz―. Solo le robaremos cinco minutos de su tiempo.

      El médico forense le dio las gracias al celador y, acto seguido, éste abandonó el lugar.

      ―Ustedes dirán.

      ―¿Qué puede contarnos de la víctima? ―preguntó la cabo Morales.

      ―Veamos, la víctima falleció a causa de dos disparos en la cabeza a menos de un metro de distancia. Los asesinos utilizaron una bala del calibre 45 y otra del calibre 9.

      ―Pero, como pudimos ver en el escenario, antes fue torturado... ―manifestó el sargento Ruiz.

      ―Así es. Desde el principio, me ha dejado un poco intrigado que a la víctima la golpeasen con tanta contundencia en una sola pierna. Me refiero a que podrían haberse ensañado perfectamente con ambas extremidades y provocarle más daño si cabe, pero no lo hicieron.

      ―¿A dónde quiere llegar?

      ―Tomé varias radiografías para localizar huesos rotos o fracturados ―respondió―. Pues bien, en la radiografía realizada a la pierna derecha se observan signos de remodelación ósea en la tibia y el peroné: la formación de callo óseo externo, es decir, una prominencia que señala claramente que hace un tiempo se produjo una fractura. Probablemente, la víctima estuviera en proceso de rehabilitación o hiciera poco que le hubiesen dado el alta.

      ―¿Cree que los asesinos conocían a la víctima? ―preguntó la cabo Morales.

      ―Creo que lo suficiente como para saber en qué parte del cuerpo podían hacerle más daño. Digo esto porque mientras los golpes que recibió en una pierna, literalmente, se la destrozaron, en la otra apenas tenía un par o tres de moratones.

      ―¿Con qué tipo de objeto cree que pudieron causarle ese traumatismo?

      ―Debido a las diversas fracturas de tibia y peroné y a la hemorragia interna producida, yo diría que fue golpeado con un objeto contundente, me inclinaría por un bate de béisbol o un tubo metálico.

      Hubo un breve silencio y el sargento preguntó:

      ―¿Pudo revisar la región anal para detectar señales de agresión sexual?

      El médico lo miró fijamente.

      ―No me pregunte por qué, sargento, pero

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