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Akiyama metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó un sobre marrón envuelto con noshi ―papel de decoración utilizado tradicionalmente en Japón para añadir a un regalo como deseo de buena fortuna― y con el lazo mizuhiki: un cordón decorativo de color rojo y blanco.

      ―Me gustaría entregarle esto como señal de gratitud y respeto. Espero que sea el inicio de una larga y próspera relación.

      Inclinó ligeramente la cabeza, de manera educada, y le entregó el regalo con ambas manos, con las palmas mirando hacia arriba.

      Óliver había repasado las pautas de protocolo para comportarse de manera adecuada en la negociación con Ryu Akiyama y sabía que, en Japón, la ceremonia que se profesaba antes de entregar el regalo era más importante incluso que el propio regalo. De modo que su predisposición para honrarle fue plena: hizo una cortés reverencia y recibió el regalo exactamente de la misma manera que su anfitrión, con las palmas hacia arriba.

      ―Muchas gracias ―dijo Óliver―. Yo también tengo algo para usted.

      Dejó el regalo sobre la mesa. Abrió la bolsa, sacó una caja envuelta en un papel tradicional japonés llamado furoshiki y repitieron el mismo ritual. Luego, se despidieron con una ligera reverencia, Óliver recogió sus cosas y abandonó la sala, acompañado de Anna Castillo.

      ―Bueno ―dijo ella mientras caminaban por el pasillo hacia el ascensor―, al final lo ha conseguido.

      ―Sí ―respondió―. Para mi empresa supone un salto cualitativo muy grande.

      ―Bien por usted, pero recuerde bien lo que voy a decirle ahora: arregle sus problemas. Un contrato tal como se firma puede romperse.

      Óliver arqueó el entrecejo.

      ―Por si no se había dado cuenta, la familia Akiyama no soporta los malentendidos ―añadió.

      ―Lo tendré presente ―dijo Óliver.

      Unos pasos más adelante llegaron al ascensor y Anna Castillo pulsó el botón. La puerta se abrió y Óliver entró; ella se quedó fuera.

      ―¿Usted no baja? ―preguntó Óliver.

      ―No ―respondió Anna, sonriendo―. Solo he venido a acompañarlo.

      Él asintió.

      ―Supongo que la veré pronto.

      ―Antes de lo que usted cree.

      Óliver sonrió. Pulsó el botón de la planta baja, la puerta se cerró y sus caminos se separaron.

      Cuando quedaban diez minutos para que el reloj marcase las dos del mediodía, Lluís Alberti llamó al sargento Ruiz. Estaba junto a la agente Fernández, de pie, frente a un camino de tierra que daba acceso a la discoteca derruida.

      ―La familia que vivía de okupa en la discoteca ha desaparecido. Les hemos llamado al móvil y salta el contestador.

      ―¡Joder! ―exclamó el sargento Ruiz al otro lado del teléfono―. ¿Estás seguro de que han desaparecido?

      ―Y no solo eso: me temo que han sido secuestrados.

      ―¿En qué te basas para pensar así?

      ―Hace una semana, según los testigos, dos hombres trajeados bajaron de un vehículo de alta cilindrada estacionado frente a la discoteca y accedieron al interior. Además, el dueño de un restaurante de la zona nos ha confirmado que la mujer pasaba todas las mañanas por delante de su establecimiento. Pero, casualmente, lleva una semana sin dar señales de vida.

      ―Pero ¿por qué querrían hacerles daño?

      ―Quizá sabían demasiado ―pronosticó el cabo Alberti.

      ―O puede que hayan decidido marcharse a otro lugar ―repuso el sargento.

      ―Lo dudo mucho.

      ―Explícate.

      ―Acabamos de salir del interior del edificio. La cena estaba puesta en la mesa. Por si fuera poco, había dos paquetes de pañales sin abrir; si se hubieran ido por su propio pie, estoy convencido de que la madre se los hubiese llevado consigo. Tal como yo lo veo, probablemente les sorprendieran por la espalda y les obligaran a montarse en el coche a punta de pistola.

      ―¿Crees que guarda relación con el asesinato de Carles Giraudo?

      ―Mmm... ―murmuró―. Se trata de una gran coincidencia.

      Aitor Ruiz respiró profundamente al otro lado de la línea e intentó recomponerse.

      ―Volvamos a los testigos. ¿Os han dicho el modelo del coche?

      ―Bueno... no están muy seguros.

      ―¿Cómo que no están muy seguros?

      ―Hemos tomado declaración a un matrimonio que pasó por el lugar conduciendo su coche a eso de las once y cuarto de la noche. La mujer asegura que vio un BMW; sin embargo, su marido está convencido de que era un Mercedes. Al final, entre pitos y flautas, no ha habido manera de ponerse de acuerdo.

      ―Bien. Supongo que la familia tendrá parientes cercanos en Barcelona. Investigad quiénes son e id a hablar con ellos. A ver si con suerte se trata de un malentendido y están sanos y salvos.

      ―De acuerdo.

      Cuando colgó, se volvió hacia Aina Fernández.

      ―¿Tienes hambre?

      ―Un poco.

      ―Pues vamos a comer algo. Creo que la tarde será larga.

      Miraron a ambos lados de la carretera y cruzaron. Seguidamente, se montaron en el coche, Aina se sentó en el asiento del piloto. Encendió el motor y se incorporó a la autovía. Fueron al bar Rober’s de Castelldefels. La agente Fernández pidió una tortilla de patatas en plato y una botella de agua mineral y el cabo Alberti un lomo con queso acompañado de un café con leche. Veinte minutos después, con el estómago lleno, volvieron al trabajo.

      *

      A las seis de la tarde, el sargento Ruiz se reunió con Cristian Cardona en su despacho, mientras el agente Gutiérrez seguía trabajando en la cronología de la desaparición de la víctima.

      ―¿Qué has averiguado? ―preguntó el sargento.

      ―He recuperado una veintena de archivos que habían sido borrados recientemente, además de una agenda online ―respondió.

      Aitor Ruiz frunció el entrecejo.

      ―¿Una agenda online?

      Cristian Cardona movió la cabeza afirmativamente.

      ―Parece ser que últimamente se han puesto muy de moda.

      ―¿Contiene alguna información que pueda ayudarnos a determinar qué hizo horas antes de su muerte?

      ―Afirmativo. Además, los archivos demuestran que Carles Giraudo no solo era una persona con un carácter extremadamente violento, sino que tenía unos gustos bastante extraños. ―Hizo una pausa para comprobar la reacción del sargento ante sus palabras―. Las carpetas contienen multitud de fotos de mujeres jóvenes desnudas que parecen salir contra su voluntad: atadas a una cama, inconscientes o con moratones. En todos los casos, aparecen en habitaciones sucias y destartaladas y con un nivel de luz tenue, como si...

      ―Como si estuvieran encerradas ―dijo el sargento Ruiz, terminando su frase.

      Cristian Cardona asintió con seriedad.

      El sargento Ruiz apoyó la barbilla en la mano izquierda, adquiriendo un gesto pensativo.

      ―¿Alguna cita importante a destacar? ―preguntó al cabo de unos segundos.

      ―La noche antes de viajar a Berlín: supuestamente había quedado con alguien para cenar a las

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