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Ruiz entró en un edificio de alto standing de la zona residencial de Finestrelles, en Esplugas de Llobregat. No tuvo que caminar demasiado, se dirigió directamente hacia la puerta de la planta baja y llamó al timbre. Al cabo de unos segundos, escuchó unos pasos que se acercaban y la puerta se abrió.

      ―Buenos días ―dijo él con una sonrisa.

      ―Buenos días ―respondió una mujer rubia, de unos cuarenta años, vestida con un uniforme de fisioterapeuta.

      ―¿Cómo se encuentra hoy?

      ―Seguro que ahora mucho mejor. Adelante, pase.

      Él entró y ella cerró la puerta. Seguidamente, Aitor Ruiz caminó por un largo pasillo que comunicaba con el salón de la casa. Vio a un hombre sentado en una silla de ruedas, de espaldas a él. Anduvo hacia el sofá y se sentó a la derecha del hombre.

      ―Hola ―dijo.

      El hombre que tenía delante era Diego Carrasco; así pues, inclinó ligeramente la cabeza a modo de saludo. Tenía puesta una bata y una manta cubría sus piernas. Llevaba el pelo corto. La expresión de su cara era diferente. Además, le habían extraído una pequeña parte de la sien derecha y tenía una cicatriz en la garganta, debido a una traqueotomía que los médicos tuvieron que practicarle para que pudiera respirar.

      ―Debería haber dejado que me fuera al otro barrio ―dijo Diego Carrasco con un poco de dificultad―. Mire en qué me he convertido.

      ―Siempre tenemos la misma conversación ―repuso―. Sabe perfectamente que no podía dejarlo en la estacada.

      Desde que intentara suicidarse un año antes, su vida había cambiado por completo. A raíz de la lesión cerebral, sufrió el síndrome de negligencia unilateral del lado izquierdo: una forma de déficit de atención en el que la persona afectada no reconoce el lado izquierdo de su cuerpo y sufre una pérdida del campo visual de ese mismo lado, como si de repente hubieran dejado de existir. Además, todo esto fue acompañado de problemas de memoria, comunicación y razonamiento.

      Mientras estuvo ingresado en el hospital ―su estancia fue de casi seis meses― encargó a su hijo mayor la difícil misión de vender su piso; difícil porque, cuando se enteraban de lo que había sucedido meses atrás, los posibles compradores echaban a correr despavoridos. Al final, consiguió venderlo a un precio superior, y Diego Carrasco pudo comprarse un piso un poco más grande y acondicionarlo para ejercitarse en un espacio confortable y seguro.

      Desde hacía tres meses, una fisioterapeuta visitaba a Diego Carrasco cinco días a la semana, para ayudarlo en los ejercicios de rehabilitación neurológica. Poco a poco, a base de constancia y un gran esfuerzo por su parte, estaba recuperando el control de sus capacidades cognitivas y de comunicación.

      Aunque todavía le faltaba un largo camino por recorrer.

      ―¿La subinspectora Pacheco se está portando bien? ―preguntó.

      ―No hace demasiadas preguntas.

      Se produjo un silencio.

      ―Hace un par de semanas vino a verme ―le informó Diego Carrasco―. Sorprendentemente, me pidió consejo.

      ―¿Sobre qué?

      ―Sobre usted.

      Aitor Ruiz torció el gesto.

      ―Así que soy la comidilla de los mandos.

      ―Sabe que usted es un buen policía. Le preocupa el distanciamiento que ha habido con el grupo desde... ―Se quedó callado―. Necesita saber cómo llegar a usted.

      Se produjo otro silencio.

      ―No soy inaccesible ―replicó.

      Ambos reflexionaron durante unos segundos.

      ―Pero cuando se le mete algo en la mollera, no hay nadie que pueda convencerlo de lo contrario. En su momento, le dije que lo olvidara. Y ahora le digo lo mismo: olvídelo.

      ―No puedo olvidar, máxime cuando sé que Óliver Segarra conspiró para matar a tres personas.

      ―Supongo que ha estado muy ocupado durante mi ausencia.

      Aitor Ruiz asintió.

      ―Sigo investigando por mi cuenta.

      ―¿Y qué ha averiguado?

      ―De momento... nada.

      Diego Carrasco lo observó con suma atención.

      ―Óliver Segarra ha demostrado ser un tipo extremadamente hábil e inteligente. Preparó su venganza a conciencia, dejando todos los cabos atados y bien atados.

      ―Todos no.

      ―Ya le he dicho que no voy a declarar.

      ―Lo sé, pero a mí eso no me vale. Si no hace nada, esas personas van a seguir haciendo daño allá por donde pasen.

      Diego Carrasco exhaló un suspiro.

      ―Me pone en una situación muy complicada.

      ―Al menos, deme algo que me ayude a retomar la investigación.

      Diego Carrasco meditó durante un buen rato.

      ―No puedo formar parte de esto. Lo siento de verás. Soy un blanco demasiado fácil.

      Aitor Ruiz hizo una mueca.

      ―Está bien. No insistiré. Por ahora. Pero tarde o temprano tendrá que ayudarme.

      A partir de ahí, solo hubo silencio.

      Diez minutos después, entró la fisioterapeuta en el comedor para continuar con la sesión de rehabilitación. Aitor Ruiz se despidió de Diego Carrasco, se levantó y salió por la puerta.

      El sargento Ruiz se montó en el coche y se dirigió a la casa del agente Cardona, que vivía en la calle Mayor de Sant Just Desvern. Cuando éste se metió en el vehículo, se desplazaron hasta el centro de Barcelona y aparcaron en el parking Baldisa, a muy pocos pasos de la Rambla de Cataluña.

      Luego, decidieron hacer tiempo paseando por la rambla hasta las doce y se encaminaron al restaurante italiano La Gioia, en la calle Enrique Granados.

      Abrieron la puerta y entraron.

      ―Buenas tardes ―dijo el sargento Ruiz.

      ―Lo siento, está cerrado ―dijo el joven camarero desde el otro extremo de la sala mientras preparaba las mesas―. No abrimos hasta la una.

      ―Pues tendrá que hacer una excepción ―replicó con seriedad.

      El camarero, desconcertado, dejó los cubiertos sobre la mesa y se volvió hacia ellos.

      ―¿Cómo dice?

      ―Soy el sargento Ruiz, del Grupo de Homicidios de los Mossos y éste es mi compañero el agente Cardona.

      El camarero caminó hasta ellos.

      ―¿Qué desean? ―preguntó.

      ―Estamos investigando el asesinato de una persona que estuvo cenando aquí hace aproximadamente dos semanas. Se llamaba Carles Giraudo.

      ―¿Carles Giraudo? ―dijo sorprendido.

      ―¿Lo conoce?

      ―Claro, era cliente habitual.

      Aitor Ruiz y Cristian Cardona se miraron de reojo.

      ―¿Recuerda si estuvo con alguien esa noche? ―preguntó el sargento.

      El camarero asintió.

      ―Sí, estuvo acompañado por una mujer.

      ―¿Puede describirla?

      ―Una mujer muy guapa. Rubia, metro sesenta, treinta y pocos.

      ―¿La había visto antes?

      ―No.

      ―¿Solía

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