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de que “somos polvo de estrellas”. ¿Qué quiso decir Sagan con esto? Pues que los elementos químicos que componen nuestro cuerpo y el del resto de los seres vivos se encuentran también en las rocas de la tierra, en el polvo y en los astros del universo.

      Hoy, la astronomía y la cosmología creen que las estrellas son las fábricas de todos los átomos que constituyen la materia. Se sabe que cada segundo el Sol produce 695 millones de toneladas de helio a partir del hidrógeno. Otras estrellas más grandes que el Sol generan carbono (C), silicio (Si), aluminio (Al) o hierro (Fe), en función de los miles de millones de grados de temperatura que pueda alcanzar su núcleo. Cuando se quema (o fusiona) todo el combustible de una estrella, ésta puede quedarse simplemente como una masa inerte (enana blanca) o bien puede estallar violentamente (supernova) y expulsar al espacio todos los elementos químicos que contenía.

      Se cree que tales elementos pudieron agruparse después y formar planetas como la Tierra. Y del polvo de la Tierra surgieron nuestros propios cuerpos. Este sería pues, según la ciencia actual, el origen del oxígeno, el carbono, el hidrógeno, el nitrógeno, el fósforo o el azufre que forman la materia viva. De manera que cuando tomamos una lata de cualquier refresco, podemos pensar que los átomos de aluminio que la componen se formaron en el interior de una antigua estrella gigante, a 1.500 millones de grados de temperatura. Y lo mismo se puede decir de los átomos de hierro que hay en la hemoglobina de nuestra sangre, o del flúor de nuestros huesos y dientes, o del fósforo que forma parte del ADN, etc. Es decir que Dios nos formó del polvo de la tierra.

      Sin embargo, muchos se refieren hoy a este popular dicho: “somos polvo de estrellas” con la intención de negar la realidad de un Dios creador y la dimensión trascendente del ser humano. Como si el Sumo Hacedor no hubiera podido crear los átomos de la materia por medio de los hornos naturales que hay en los núcleos de las estrellas. Así lo hacía en su tiempo Carl Sagan, y así lo siguen haciendo hoy muchos otros, que piensan que el origen del materia es fruto del azar ciego. Sin embargo, cuando se analiza detalladamente la estructura íntima de un simple átomo sorprenden el orden, la precisión, la previsión y el designio que evidencia. Según la teoría del Big Bang, los primeros átomos de hidrógeno y de helio fueron creados a partir de la nada y posteriormente, al agruparse en estrellas, dieron lugar a todos los demás elementos químicos. Pero todo eso no fue al azar, como creen algunos, sino exquisitamente programado.

      El término “Big Bang” o “Gran Explosión” puede inducir a error en este sentido. No fue una explosión caótica y destructiva, como las que se producen cuando estalla una bomba, sino todo lo contrario. Fue la creación de complejidad y orden meticulosamente calculados por una Mente inteligente. Si nos maravilla la física cuántica, al mostrar que a partir de unas pocas partículas subatómicas (electrones, protones, neutrinos, quarks, etc.) salen todos los elementos químicos que forman la inmensa variedad de las moléculas del universo, desde los silicatos de las rocas a las proteínas de los seres vivos, ¿qué diremos de la información y programación que hay en el ADN, que es capaz de convertir una célula microscópica en un ser humano? Un montón de ladrillos no es una casa. Una agrupación de protones y neutrones no es un átomo de carbono. Un puñado de átomos no es una persona.

      Es evidente que la simple acumulación de partículas no es lo que les da a los seres su identidad y sus propiedades. Se necesita una información, una orientación, una coordinación, una mente inteligente que ordene y acople todos los elementos de la manera adecuada, siguiendo un plan previo. Pues bien, todo esto muestra la inteligencia del Creador, que ha programado y diseñado todas las partículas elementales para formar átomos, moléculas, células, órganos, plantas, animales y seres humanos.

      Tal como escribe el salmista: Oh Señor, cuán numerosas son tus obras! ¡Todas ellas las hiciste con sabiduría! ¡Rebosa la tierra con todas tus criaturas! (Sal. 104:24). Hace muchos años que empecé a interesarme por estos temas científicos, desde la perspectiva apologética. Recuerdo a mi antiguo pastor y maestro, Samuel Vila, cuando nos hablaba de estas cosas, en la escuela bíblica infantil. Él escribió un librito a finales de los 50 que se titulaba así: “A Dios por el átomo”, del que se hicieron después muchas ediciones. Confieso que hoy, casi 60 años después, ese título me ha inspirado, el de mi último libro: “A Dios por el ADN”, saltando así de la física a la biología.

      En aquella obra, Vila se preguntaba: “¿Cómo podemos imaginarnos el origen de los átomos? ¿Qué fuerza impulsa a los electrones alrededor de su núcleo de neutrones? ¿Por qué razón se han agrupado de formas diferentes para formar diversas clases de materia física?” Hoy sabemos que los átomos son verdaderos sistemas planetarios en miniatura, pero ¿por qué razón son diversos estos núcleos y los electrones que los circundan?1

      Y respondía: cuanto más profundizamos en el conocimiento de la materia (…) más y más admirable se hace el Creador, mostrándonos una Ciencia previsora desde el fundamento mismo de todas las cosas.2 Además de la singular estructura electrónica de los átomos, lo que más maravilla hoy a muchos científicos y pensadores es cómo un puñado de tales átomos son capaces de constituir moléculas como el ADN o el ARN, que contienen los planos (o la información necesaria) para producir todos los seres vivos de este planeta.

      El filósofo británico de la Universidad de Oxford, Antony Flew (1923-2010), quien fue el representante principal del ateísmo filosófico anglosajón de la segunda mitad del siglo XX, anunció en el año 2004 su conversión intelectual al deísmo. Es decir, a la idea de que la razón y su experiencia personal le habían conducido a creer en la existencia de un Dios sabio que ha creado el universo y la vida. A los 84 años escribió el libro Dios existe (Trotta, 2013), en el que explica las razones de su cambio de postura.

      En esta obra escribe: La cuestión filosófica que no ha sido resuelta por los estudios sobre el origen de la vida es la siguiente: ¿cómo puede un universo hecho de materia no pensante producir seres dotados de fines intrínsecos, capacidad de autorreplicación y una “química codificada”? (p. 110). Y dos páginas después responde: La única explicación satisfactoria del origen de esta vida “orientada hacia propósitos y autorreplicante” que vemos en la Tierra es una Mente infinitamente inteligente. (p. 115).

      ¿Qué es lo que llevó a este ateo famoso a creer en Dios? Entre otras cosas, la existencia de una “química codificada” en los seres vivos. Es decir, una química como la de la molécula de ADN. A principios del siglo XX, se creía que estas cuatro bases nitrogenadas (adenina A, timina T, citosina C, y guanina G) se daban siempre en cantidades iguales en el interior del ADN, por lo que la estructura molecular debía ser repetitiva, constante y sin interés. No cabía la posibilidad de que dicha molécula fuera la fuente de la información necesaria para ser la portadora de la herencia.

      Sin embargo, a finales de los 40 estas ideas empezaron a desmoronarse con los trabajos de Erwin Chargaff,3 de la Universidad de Columbia, quien demostró que las frecuencias de las bases nitrogenadas podían diferir entre las especies. Chargaff se dio cuenta de que el número de timinas era siempre igual al de adeninas, de la misma manera que el de citosinas es igual al de guaninas. Lo que cambiaba en las diferentes especies era la proporción entre los grupos timina-adenina (T-A) y citosina-guanina (C-G). Y esto le proporcionaba a la molécula el alto grado de variabilidad, aperiodicidad y especificidad necesario para poseer la información genética de la vida. De la misma manera que las letras de cualquier texto literario comunican la información impresa que su escritor ha querido darles, o las notas de una partitura contienen la información musical que el compositor ha creado, también las cuatro bases del ADN contienen la información biológica necesaria para formar cualquier especie, desde los microbios a las ballenas azules.

      El ADN se utiliza en las células como código para producir proteínas, y estas proteínas son vitales para respirar, alimentarse, eliminar residuos, reproducirse y todas las demás actividades que caracterizan a los seres vivos. De manera que las cuatro bases nitrogenadas actúan como las letras de un alfabeto. En vez de formar palabras con significado, forman genes con significado. Los humanos heredamos

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