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¿Y cómo te parezco?

      —Esto… pues mira, me parece que deberías dar más espacio a las exposiciones que se hacen por la ciudad. Tenéis que apostar un poco más por los artistas locales. Yo os he enviado información alguna vez y no la sacáis ni en agenda.

      —¡Vaya! Pues puede que tengas razón.

      —Mira, tengo un amigo que vive en Chipiona, José Ángel, que escribe relatos muy buenos a golpe de inspiración tras examinar un óleo. Pues, oye, en su tierra siempre le publican cosas. Algo así debería hacerse con la sección de Cultura de aquí.

      —Me comprometo a hacer todo lo posible por meter algo de lo próximo que mandes.

      —Bueno, algo es algo, aunque un hombre comprometiéndose a algo con una copa en la mano no sé si es un buen principio.

      —¿Y por qué no? Como tú llevas una también hacemos una pareja equilibrada, somos una excelente balanza de pagos.

      —Sobre todo porque paga tu diario, ja, ja.

      Y sí fue un gran principio. Lidia me pareció única desde el principio. Elegante, divertida, inteligente, sexy… Aquella noche nos reímos de todo y hablamos casi hasta que se hizo de día en un largo paseo hacia ninguna parte que nos llevó a encontrarnos para siempre mientras se difuminaba la luna y el cielo empezaba a desperezarse junto a la mañana. Desayunamos en un bar del centro que estaba abierto y justo al decirle adiós, supe que no quería despedirme. Le pedí su teléfono y le hice una perdida desde mi móvil para que guardara mi número.

      Y así empezó lo mío con Lidia, esa mujer que ahora camina a mi lado con su cabeza apoyada en mi hombro mientras una inesperada y agradable brisa veraniega se lleva las preocupaciones más allá de la avenida. En un rato recogeremos a Marc y volveremos a la rutina, pero esta noche ha sido diferente.

      Lidia bosteza y se duerme en el coche mientras vamos a por Marc. Vuelvo a sentir que hay que cuidar bien cada rincón de la pareja porque da miedo lo que pueda suceder. Suelo ser un tipo optimista, pero últimamente se filtran grises reflexiones por las rendijas de la mente. En eso estoy pensando mientras voy pasando canciones del pen que llevo en el coche desde la palanca del volante y me detengo en una que hacía unos años que no escuchaba.

      No tengas miedo de perderte, no...

      El tiempo pasa tan despacio en Sildavia.

      Y con ese tema de La Unión dedicado al país de Tintín voy llegando a mi universo de tebeo, en el que los personajes estamos sujetos a medidas, viñetas, bocatas de texto y no nos movemos de ahí, enfrascados como ese barco en la botella de un gran biberón, sin salirnos de las líneas continuas que nos indica la carretera.

      Y el mar lleva nuestro mensaje en un biberón vacío hacia una isla desierta en la que nadie leerá lo que nunca escribimos.

      Mensajes. Son solamente mensajes.

      CAPÍTULO 3

      VACACIONES DE LAS VACACIONES

      Reconozco que hace unos años las vacaciones sí tenían ese espíritu de ser el vuelo directo sin escalas a la felicidad. Ahora, sin embargo, el vuelo se convierte en un tortuoso aeropuerto repleto de escaleras y lo más parecido a la felicidad son breves instantes de siesta, horas sueltas de playa y cenas que se toman frías en restaurantes caros tras intentos de dormir al niño. Sí, hace años, nada importaba gran cosa. Si ibas a la playa nunca llevabas sombrilla, bajabas sin camiseta y escondías un poco las llaves dentro de las playeras y luego las toallas las dejabas caer de cualquier manera. Recuerdo que un día Jota apareció con esterillas y unas pinzas para que no se volaran y casi fue expulsado del grupo:

      —Joder, tíos, pero si son una pasada. Mirad, las clavas con este pedazo de pincho y luego con la parte de la pinza… —trataba de convencernos mientras Mike se las iba arrojando al agua mientras le llamaba pijo.

      Y es que, como digo, nada importaba gran cosa. Casi íbamos con bañadores por casualidad o por pura inercia.

      Recuerdo que Hugo llevaba siempre un botecito colgado al cuello con capacidad para por lo menos 1000 pesetas en monedas de veinte duros y que, de vez en cuando, también daba para almacenar algún cigarrito suelto que acababa impregnándose de un sabor raro.

      Esa lamentable moda duró bastante tiempo y lo cierto es que su sucesora era tan ridícula o más, la llamada riñonera, que solía lucirse con orgullo y hoy en día, al echar la vista atrás, solo me hace sentir lástima de todos los que alguna vez llevamos una.

      Pero bueno, a lo que iba, Lidia y yo habíamos ahorrado todo el año para poder costearnos una semana en un apartamento discreto de Dénia. Siempre nos había gustado ir por allí a algunas calas y acostumbrábamos a dejarnos caer por Les Rotes, pero ahora, con Marc, hemos decidido no ir allí porque es casi toda de roca y optamos por estar lo más cerca posible de Les Marines, con lo que durante esa semana disfrutamos principalmente de esa playa. Y, cómo no, esos días, además de comer una vez en Casa Federico, vemos con Marc el espectacular castillo, el puerto deportivo Marina de Dénia, nos perdemos por las callejas de la localidad, la plaza, comemos en La Senia y en La Seu, nos adentramos en mercadillos medievales al final de la concurrida y animada calle Loreto y compartimos algún momento de conversación regada con algo de vino siempre que la constante atención a Marc nos lo permite, porque lo cierto es que llevamos una época en la que parece que solo brindan felices las copas de los árboles cuando el viento las agita.

      Ya se sabe, tienes que estar absolutamente pendiente de todo porque en cualquier descuido el pequeño se hace con un cuchillo, tira de un mantel, lanza algún juguete donde no debe, envía una imagen íntima de su madre a tu jefe desde tu móvil, es engullido por un perro cercano o entra en el Pentágono saltándose todos los cortafuegos. Sí, cuando tienes un hijo tienes que tener un cuadro de mandos en tu cabeza más completo que el de El coche fantástico. De hecho, un colega piloto, que tiene un crío de dos años, asegura que en la cabina de un avión le resulta más sencillo saber para qué sirve cada botón y estar alerta que controlar a su hijo, con el que va dando tumbos entre turbulencias, virajes y maniobras varias. El caso es que no te relajas jamás, vives en constante estado de vigilancia. De hecho, desarrollas cierta bifocalidad que te permite hablar con una persona mientras en segundo plano ves a tu hijo tambalearse cerca del bordillo de una piscina. Cuando hablo con Lidia, no es raro que le pregunte por una película y me responda «papilla de verdura mucho mejor ahora», o que ella quiera saber dónde he aparcado el coche y yo le indique «la crema está en el bolsillo interior del bolso del carro». Las frases se enredan unas con otras tropezando, poniendo a prueba una vez más los nervios o provocándonos la risa en otras ocasiones

      —Imagínate tener dos o más niños, Lidia, esos padres serán superhéroes, deberían haber participado en los Juegos Olímpicos de Río.

      —Sí, claro, en sincronizada, en lanzamiento de pañales, en vela…

      —Ja, ja, muy bueno, sobre todo en estar en vela, sí, no me lo recuerdes.

      —A esos padres no les tengo ninguna envidia. Nosotros no podemos permitirnos ni tener un hijo y aquí estamos, así que lo de una segunda parte…

      —Oye, pero tú adoras El Padrino II y… Toy Story 2… no lo descartes, Lidia.

      —No, si no lo descarto yo, es cosa de la cuenta corriente, que cada día adelgaza más.

      —Maldita sea, debería engordar ella y adelgazar yo… ¿Sabes qué te digo? En cuanto volvamos, me apunto a un gimnasio.

      —¿Ya estamos otra vez? Si sabes que vas justo y, además, no hay tiempo…

      —Bueno, Lidia, pero en realidad en una noche de cubatas gastas casi más y es un dinero que…

      —¿Y cuánto hace que no te tomas un cubata?

      —Joder, es verdad… Llevo todo el año sin probar un ron con cola o un gin tonic, ¿qué está pasándome?

      —Ja, ja… sin duda es un drama. Deberíamos vaciar una botella de agua y llenarla de ron para que

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