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que tenían críos, como Hugo, con quien comenzamos quedando mucho al principio pero de quien no sabía mucho desde hacía demasiado tiempo.

      Las noches ya volvían a tener cinco o seis horas, y Lidia y yo mirábamos otra vez la cama no solamente como contenedor de cuerpos cansados colonizado por un pequeñajo que se abría un hueco entre los dos… sino como esa testigo muda —el somier era silencioso y guardaba celoso el secreto de confesión— que tantos momentos de felicidad nos había dado. Sí, en los últimos meses, aunque seguíamos cansados, nos mirábamos de nuevo con cierta voracidad nada disimulada mientras nos lanzábamos promesas y desafíos cara a unas vacaciones que estaban a punto de hacer su acto de aparición.

      Los cuatro partidos políticos seguían haciendo el ridículo a la menor ocasión y sus dirigentes, los de la llamada «nueva política» y los de la «vieja», convertían en lamentable cada intervención, girando el timón ideológico según conviniese y pactando constantemente con quien habían jurado no pactar jamás… para después negar tres veces. El caso más flagrante era el del partido del Gobierno, un PP que había aplicado todo tipo de recortes, que estaba hundido hasta las cejas en la corrupción y al borde del embargo judicial y sacaba pecho con la perversa teoría de que el mar mayoritario de votos en esos segundos comicios del 26 de junio de 2016 le absolvía de todo.

      Recuerdo la última etapa del gobierno de Felipe González como una de las de mayor corrupción de la historia, con crisis, GAL y demás, algo que parecía difícil de superar… de hecho, leí que Bunbury, vocalista y alma de Héroes del Silencio, un grupo que arrasó también fuera de España en aquellos años 90, contaba en una entrevista que en cada ciudad del mundo a la que iban identificaban a España con esa corrupción y, de ese hundimiento de valores, lógicamente, vendrían temas tan llenos de crítica como Iberia sumergida, entre otros. Pues bien, el gobierno actual, con cierto afán de batir récords tal vez, había superado con creces aquellos tiempos y con especial cariño en la Comunidad Valenciana, con veinte años de poder salpicados de escándalos silenciados y eclipsados bajo focos de grandes eventos.

      Y el país se llenaba de grandes salvadores de España envueltos en banderas mientras seguíamos asistiendo al incremento de la precariedad laboral, al aumento de la desigualdad infantil… De pronto, acordándome de lo poco que me importan las banderas, me vino a la cabeza la preciosa frase de Carlos Goñi, de Revólver, en Mestizo: «Solo tengo una bandera digna de sacrificio y es la sábana que cubre el cuerpo de mi mujer...». Lidia y Marc ahora eran mi motivación principal… Lo único que me daba pena es que si todo seguía en la misma línea, la generación de Marc no tenía pinta de gozar de mucho futuro, aunque eso sí, Lidia y yo haríamos lo imposible para que consiguiera algo a pesar de sacrificar muchos aspectos de nuestro presente. Supongo que tras la decisión de tener un hijo está todo lo que vaya en su beneficio y después, ya, si eso, tu pareja, tú y todo lo demás.

      Algunas veces releo aquello que escribí hace un par de meses para Marc... o, mejor dicho, para mí sobre Marc. Para no olvidarlo. Para empaparme bien de mi propia teoría y no equivocarme tantas veces.

       «Si pudiera driblaría a los lunes, suprimiría los primeros días de clase, me adelantaría a cada golpe para protegerte con mi escudo, te evitaría una ofensa, me bebería tu mal trago, mataría a los monstruos de tus miedos, enviaría a mis tropas de risas cada vez que algo te provocara romper a llorar... Pero ni puedo ni debo hacerte esa mala jugada, porque sería engañarte, hacer trampas para que siempre ganes, que es lo mismo que perder... Y estoy convencido de que la oscuridad nos hace valorar la luz... Te toca llorar. Defenderte. Venirte abajo y arriba. Matar de risa a tus monstruos. Aprender. Vivir».

      Marc. Como Mark Landers, mi jugador favorito de Campeones, el eterno rival de Oliver Atom. El nombre lo eligió Lidia, pero pensar que a mí me gustó enseguida por ese motivo me avergüenza y me divierte a partes iguales. Pienso mucho en cómo será Marc más adelante. Es curioso cómo te conviertes en superhéroe de pronto. La visión de tu hijo sobre ti es un auténtico prodigio. Te mira con admiración sin motivo aparente tan solo porque puedes elevarlo o porque tu mano es más grande, quizá porque silbas o cantas, tal vez porque haces algún gesto que él aún no controla. Todo le parece casi milagroso. La manera en que te observa en esa primera etapa es increíble, eres su referencia, su ídolo…

      Esa mirada no se olvida y escuchar su risa hace que todo tu mundo se detenga. Lamento que todo eso, según dicen, no dure mucho porque luego cuentan que llega esa etapa en que pasas de héroe a villano por prohibirle cosas y no comprenderle, y ya no te recibirá con un «papá» gigante y se abrazará a tu pierna para que lo cojas y lo beses cuando llegas a casa, sino que tendrás que ir a buscarlo tú a su cuarto para saber si todo va bien.

      Y seguramente ahora no te contará de un modo ininteligible con velocidad de metralleta un montón de cosas que tienes que ir ordenando para entender, estará hermético y no sabrás bien cómo acercarte a él, cansado de parecer que tienes un sacacorchos y no lograr descorchar más que monosílabos que no te llevan a ninguna parte. Me viene a la cabeza el clásico Esos locos bajitos, de Serrat, y trago saliva, pero es que sé que el tiempo avanza a gran velocidad y no sé si he madurado o solamente soy un niño que ahora tiene otro niño, y a veces tengo dudas de si sabré ser el adulto que me tocará ser, que ya es momento de ser.

      Me da por imaginar cómo será Marc cuando crezca, y sin querer, pienso en mis amigos y en mí. Los comentarios de Leo sobre la publicación de mi novela, en la que contaba las andanzas junto a mis colegas desde que teníamos 15 años hasta la actualidad así como mis encuentros y desencuentros con Sara, me han llenado la cabeza de repentinos recuerdos.

      Me acuerdo de que Mike siempre me decía que aquello de escribir la novela era una especie de intento definitivo por reconquistar a Sara, el último hálito del seductor destinado a quien tanto quiso, como si fuera, como diría el bueno de Joaquín Sabina en Que se llama Soledad, eso de «luego arrojo mi mensaje, se lo lleva de equipaje una botella… al mar de tu incomprensión».

      Yo me lo tomaba más bien como una amarga y educada carta de despedida en la línea de A quien tanto he querido, de Manolo García. A Jota se la pasé antes de publicarla. Yo solía ser crítico con sus películas, así que temí su valoración. Me llamó el mismo día que se la hice llegar para decirme que la había leído, que se había emocionado mucho, que se había reído y que, sin duda, parecía que escribiendo aquello había dejado escapar todas mis cargas, como si una luz lo hubiese inundado todo y los cuervos del pasado ya no mancharan el presente. Me comentó algo así como que se trataba de una novela terapéutica, que haría reír a quien la leyese, pero que sobre todo era un diván desde el que liberar sombras como la de Sara. Una vez más, supongo que Jota, con esa especie de conclusión zen, tenía razón, ya que escribí la novela para quitarme peso, valorar las buenas cosas que había vivido y, a modo de reconocimiento, para mis amigos, para agradecerles tantas cosas que no se dicen en el día a día. No la presenté ni quise darle promoción alguna. Sé que estaba en alguna librería de la ciudad y si alguien me preguntaba, le daba los datos de cómo conseguirla, pero me contentaba con que hubiese divertido y emocionado a sus principales destinatarios y a mí me hubiera depurado.

      Mientras pienso en ello, me da por buscar el grupo de El equipo A en Whatsapp y escribir algo. Lanzo un breve «¿Qué tal estáis todos?» y no obtengo respuesta en todo el día. Además, me doy cuenta de que Mike ha abandonado el grupo y de que Jota lleva meses sin enviar nada. El último mensaje es de hace unos meses y ninguno habíamos respondido. Por un lado, un corto vídeo que había enviado Hugo sobre el «Boobluge Challenge», un reto consistente en beber entre las tetas de una chica. Alguien derrama la cerveza y el otro —o la otra— espera bajo los pechos para no dejar que se pierda una gota. Por otro, una coreografía de culos de unas tipas expertas en twerking.

      Definitivamente, la relación de los cuatro está bajo mínimos y eso me entristece. Vale que ya no somos los de entonces, pero algo debe de quedar. Mientras estoy pensando en ello, leo: «Hugo escribiendo…». Me quedo esperando para ver qué dice, pero se lo debe de pensar mejor porque finalmente no envía nada. Bueno, más tarde le llamaré. Aunque debo reconocer que este tipo de frases me las solía decir a mí mismo sabiendo que luego no lo haría, porque estoy metido

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