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Lidia, supongo que habrá un tiempo entre la escolarización de Marc y nuestra jubilación en que podamos echarnos un par de horitas.

      —Sí, un lugar entre la vigilia y el sueño donde habitan las hadas y todo es paz, ja, ja…

      —Y ya verás, ahora no dormimos porque el crío no se duerme y dentro de unos años, no dormiremos porque Marc sale de juerga y aún no ha llegado a casa a dormir.

      —¡Vaya fiesta me planteas, visto así tendremos que irnos de juerga con él!

      —Ja, ja, ja… Hola, soy el padre de Marc, soy «guaydelparaguay», porque utilizo expresiones pasadas de moda como «quétequentintarantino», «efectiviwonder», «nastideplasti», «lollevasclarinete»...

      —Sin olvidar «quétalandamios», «yavestruz», «digamelón» o «notenrollescharlesboyer» y, eh, eh, chico, tranquilo, soy la madre de tu amigo Marc, no me vengas con mierdas de MILF de esas…

      —Ja, ja… madre mía, es verdad, seguro que te echaban los trastos, los chavales de hoy en día dan miedo, Lidia.

      —¡Pues como lo dábamos nosotros entonces!

      —¡Qué va! Los niños de hoy en día son tan cabrones como los de nuestra época, pero cuentan con tecnología avanzada para el mal. Pueden joder a tu hijo con todo tipo de bullying. Grabaciones de móvil, redes sociales, montaje y manipulación de fotos… una lista interminable.

      —¡Qué mal rollo! Bueno, tendremos que encontrar el modo de comunicarnos con nuestro hijo sin agobiarle… y hablando de agobiarnos… Marc tiene un año, ¿no crees que ya tenemos bastante como para plantearnos lo que hará con diez?

      —Es verdad, perdona… Oye, ¿nos vamos ya hacia los apartamentos?

      —Claro, porque yo al abuelhotel con la parejita paso, je, je.

      —Y el polígrafo dice que… has dicho la verdad, ja, ja.

      La semana de vacaciones en Dénia ha sido como el resto de vacaciones: breves. En realidad, disfrutes del número de días que disfrutes, siempre lo son. Siempre es poco el tiempo que dedicas íntegramente a los tuyos en comparación con el que entregas a tu trabajo. Se puede realizar un cómputo sencillo y la mandíbula se desencaja con el agravio comparativo de cifras, por lo que para seguir viviendo y no explotar ante la cruel realidad, es casi mejor no hacerlo y sobrevivir a orillas de la feliz ignorancia.

      Agosto se escapa. Las televisiones vuelven a la programación actual y nosotros regresamos a nuestras rutinas: Lidia, a dar clases de Historia del Arte en la universidad; yo, a seguir en el diario, en el que cada vez me toca aprender a hacer más cosas y realizar funciones que antes hacían otros: maquetación, diseño… Algunos compañeros han desaparecido víctimas de la crisis y otros todavía seguimos en pie en la sección, como Leo y yo, quién sabe por cuánto tiempo.

      Desde que han terminado las vacaciones no dejo de darle vueltas a muchos aspectos relacionados con cómo tendría que educar a mi hijo, con mi relación con Lidia, con la pérdida cada vez más clara de mis mejores amigos y, finalmente, harto de lamentarme sin más sobre esto último, esa mañana de mediados de septiembre, aprovechando que tengo que salir a cubrir una rueda de prensa, me escapo a tomar un café y llamo a Hugo. Y nada, da tono, pero no coge el teléfono. Ni responde la llamada, lo que me preocupa más, porque él suele ser muy correcto y recuerdo que él siempre solía mandar un mensaje con alguna indicación de que estaba ocupado, pero que devolvería la llamada en otro momento. Lo intento un par de días más tarde, pero con idéntico resultado, así que desisto confiando en que sea él quien haga algún movimiento a largo de esa semana.

      Esa tarde Leo propone un reportaje interesante sobre aplicaciones sorprendentes e innovadoras, como Periscope, una herramienta para la transmisión de video por streaming, que es propiedad de Twitter; Star Walk, una guía interactiva con información sobre estrellas, satélites, etc, en la que basta con apuntar con el móvil hacia el cielo y algunas otras más. A mí, que ya me parecía increíble que existieran aplicaciones para encender luces, poner en marcha el coche o cambiar de canal, cada nuevo avance me hace pensar en películas de ciencia ficción, aunque aquellas casas mágicas de las series eran hoy en día simple domótica. Y hablando de todo esto, recuerdo que el pasado 21 de octubre de 2015 fue una jornada que se celebró con alegría por parte de los fans de Regreso al futuro II, ya que era la fecha en la que Marty McFly viajaba desde 1985 al futuro. En la cinta ya se avanzaban las videoconferencias, unas gafas similares a las Google Glass, los microondas, el cine en 3D y hasta se habla desde finales de 2014 de que los míticos aerodeslizadores podrían ser ya una realidad. Aquel futuro se nos quedaba cada vez más atrás.

      El mes de septiembre parece empeñado en colgar sus botas hasta que, de repente, llega el viernes, 30, y recibo un mensaje que va a hacer que comprenda mucho algunas cosas que han sucedido y lamente profundamente otras. Es un whatsapp de Hugo quien, de un modo tan breve como sospechosamente duro, me pide:

      «Tío, tiens 1 rato xa kdar hoy? ncsito hablr».

      Aquel mensaje parece una herida y no, no tiene buena pinta. Hablo con Lidia y me escapo en cuanto puedo dormir a Marc. Por supuesto que tengo que ayudarle. Quedamos en un bar del centro y en el viaje en coche la cabeza me devuelve a mi pasado. Visualizo la cara de «Hugo el niño», de la primera vez que lo conocí en el colegio. Hugo, mi eterno amigo de clase, la piedra angular de un grupo que después se hizo fuerte en tantos y tantos veranos. Ese tipo correcto, honesto, el amigo con quien siempre podías contar. Yo estaba comiéndome un bocadillo sentado en uno de los bancos del patio y, de pronto, se dirigió hacia mí y me dijo:

      — Hola, me llamo Hugo, nos falta uno en el equipo, ¿te apuntas?

      Y no nos hizo falta mucho más. Algunas grandes amistades nacen de la manera más sencilla. Esas palabras se clavan ahora en mi cerebro. Es como si volviera a faltarle alguien en el equipo y, precisamente por ello, me está pidiendo ayuda. Aprieto la mandíbula y acelero. Espero que no le haya sucedido nada malo ni a su mujer ni a su hija…

      Tengo suerte al aparcar, así que cierro el coche y camino deprisa hacia el bar. Una vez entro, doy un rápido vistazo y allá, en una pequeña mesa con dos sillas que están ubicadas en una esquina del local, se encuentra Hugo.

      Respiro y me dirijo hacia la mesa.

      CAPÍTULO 4

      MIEDO

      Cuando quieres mucho a una persona sientes felicidad, pero también miedo, un miedo a perderla que nunca antes habías sentido. Porque ya es algo tuyo que no quieres que nada ni nadie te lo arranque. Ese miedo solo lo he sentido con Lidia… y ahora con Marc. Justo en eso estoy pensando mientras alzo el brazo para responder al lejano saludo de Hugo al tiempo que me aproximo a él esquivando otras mesas.

      Y ahora que, según intuyo, él está a punto de recibir un duro golpe sentimental, me contagio de su previsible malestar anímico mientras me sobrevuela la letra de una inolvidable canción de M-Clan:

      Miedo

      de volver a los infiernos,

      miedo a que me tengas miedo,

      a tenerte que olvidar.

      Miedo

      de quererte sin quererlo,

      de encontrarte de repente,

      de no verte nunca más.

      Hugo me recibe con un fuerte abrazo. Lleva un look algo desaliñado, unas gafas de pasta que no le había visto y una barba que está lejos de ser esa que se deja todo el mundo ahora.

      Sí, miras a cualquier grupo de chavales y todos lucen el mismo estilo de poblada y cuidada barba lejana a ese dejar de afeitarse en tres días que era tendencia hasta hace bien poco. Tras los cristales de sus gafas no es complicado ver unos ojos ligeramente enrojecidos, acolchados por unas ojeras provocadas por la falta de sueño que me son tan familiares que podrían decirse que son hermanas de las mías.

      —Ye, ¿qué pasa, tío? Cuánto tiempo… ¿Cómo está Lidia, bien? ¿Y el crío? Me acuerdo mucho de vosotros y eso, pero

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