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«Acabo de terminar de leer tu novela. Qué lástima que no exista una segunda parte». Es una tal Celine, un nombre que me llama la atención. No quiero darle demasiada importancia, contesto un lacónico «gracias» y salto con prisa del trabajo al coche. Lidia seguro que ya me espera, porque ha dejado a Marc con su madre y esta noche tenemos una cena solos, un fenómeno que hace muchísimo tiempo que no se produce.

      Lidia y yo cenamos en Tonyina, un restaurante gastrobar que solo reservamos para las ocasiones especiales. Es nuestro aniversario y entre plato y plato, ordenamos juntos nuestro adorado pasado reciente mientras insistimos en lo importante que es cuidar el presente. Nos entristecen las historias de amigos del trabajo y demás que cuentan cómo sus relaciones han acabado. Nos prometemos que siempre lucharemos contra eso, y empujados por el vino cómplice, nos ponemos algo tontos y hacemos nuestras rotondas de siempre para evitar, creyéndonos originales y únicos por un instante, tomar el camino más corto a esas dos palabras de las que tanto se abusa con frecuencia:

      —¿Yo te quiero?

      —Muchísimo…

      —Ah, vale, es que no lo tenía claro, Lidia.

      —¿Y yo?

      —Una barbaridad, en serio.

      Es nuestra manera de confesarnos, de certificar que estamos fuertes, de que todo irá bien mientras lo nuestro vaya bien, de que no nos resignamos a dejarnos llevar por la corriente negativa que últimamente estamos viviendo en otras parejas.

      —¿Crees que estará bien Marc? No sé si llamar a mi madre.

      —No te preocupes, ya sabes que si pasa cualquier cosa…

      —Ya, ya lo sé, pero como siempre lo duermes tú...

      —Bueno, ya se puede dormir solo en la cuna y tu madre seguro que le cuenta algún cuento. Además, esto de estar solos tú y yo es histórico.

      —Ya te digo, parecemos First Dates, ja, ja, ja…

      —Ja, ja, ja… sí, y si no te importa voy a ir un momento al baño a hacer una llamada a un amigo para decirle qué tal me has parecido.

      —Vale, pero no tardes o no te daré una segunda cita.

      La noche es muy agradable. La cena, una maravilla. Además del pan de cristal con tomate, hemos pedido pulpo «a l’ast» con parmentier de sobrasada, perejil y feta; luego, canelón crujiente de ternera y foie con salsa de queso ahumado, y, finalmente, una tosta de cremoso de albahaca, tomate seco y sardina ahumada. Todo ello, regado por Nora, un espectacular albariño. Y como broche, hemos compartido un coulant de Nocilla, galletas María y helado de avellanas.

      A pesar de lo deliciosa que estaba la cena, lo mejor es ver cómo nos reímos de todo. Da gusto hablar durante por lo menos media hora de algo que no esté relacionado con Sanutri, Weleda, Dodot, Suavinex y marcas similares, para centrarnos solamente en nosotros, en qué haremos en vacaciones, en qué ciudades nos gustaría visitar si pudiéramos, en qué película nos gustaría ver, en debates muy bien argumentados sobre si es mejor Domingo astromántico o Belice, ambas de dos discos diferentes de Love of lesbian, en qué haríamos si nos tocara la lotería, en por qué nos emociona tanto la música y la escena de El Padrino III en la que matan a la hija de Michael Corleone y la llora en sus brazos con el grito mudo más sonoro de toda la historia del cine… Lidia siempre llora mientras su corazón se desboca con la Cavalleria Rusticana, Intermezzo…

      Estoy pensando en lo mucho que me emociona la intensidad con que vive algunas cosas. Algunas veces, veo vibrar en su retina una lágrima con alguna mala noticia de la que informan en televisión. Cada vez que escucha algo sobre cualquier tipo de maltrato o sobre acoso y bullying en las aulas noto cómo se resquebraja alguna rama de su interior, como esos Crujidos que daban título a una hipnótica canción de Nacho Vegas…

      Ayer, por ejemplo, se puso a hablar indignada contra la tele al escuchar cómo las llamas seguían arrasando España en incendios cada vez más programados que siempre contaban con la sombra de la sospecha de que, misteriosamente, acabarían siendo zonas urbanizables. Una práctica que abarcaba presuntamente cuatro fases: comprar suelo forestal, incendiar el monte, recalificar el terreno y vender el suelo urbanizable. Y este verano, otra vez, volvían los incendios.

      Debo reconocer que su sensibilidad y su sentido del humor fueron dos de las cosas que más me atrajeron en aquella fiesta del diario de hace unos años, cuando aquella profesora de Historia del Arte, de quien yo no sabía más que lo que nos habíamos contado en un par de miradas durante el evento, se acercó a mí y me dijo:

      —Hola, me llamo Lidia… ¿estás en Cultura, verdad?

      —Sí, encantado, mi nombre es…

      —Sí, ya me lo ha dicho un compañero tuyo, lo sé. Te quería consultar una cosa.

      —Ah, claro, dime.

      —Mira, soy profesora de Historia del Arte y también pintora y, bueno, o sea, que no pinto en plan profesional y…

      —Ajá, ya, bueno, pero nunca se sabe.

      —Bueno, en fin, de vez en cuando hago exposiciones, pero tengo que decirte…

      —Ay, Dios, creo que ahora llega el zasca… No podía ir todo tan bien… La verdad es que no soy del diario, me he colado por los canapés.

      —¿Ah, sí? Como los típicos que se meten en las bodas a ver qué pillan, ya veo.

      —Sí, ja, ja, claro, ya sabes que en las bodas se pilla de todo.

      —Mira, no nos conocemos mucho, pero ahora que lo dices, a la prima de una amiga le pasó algo brutal en una boda. Si quieres te lo cuento...

      —Vaya, esto se pone interesante. Pero, un segundo, ¿en el relato que vas a contar hay humor?

      —Sí, algo negro, pero sí.

      —Perfecto… ¿y algo de sexo?

      —Sin duda.

      —¿Y acción?

      —Bueno, es complicado el sexo sin acción, ¿no?

      —Sí, claro, aunque en algunas culturas… esto… nada, es igual, tú ganas… Tu historia promete. Le daría «me gusta» a tu página de Facebook sin dudarlo.

      —No tengo Facebook, pero supongo que gracias. Te cuento: resulta que la prima de esta amiga se casó con un tipo que parecía el novio ideal…

      —Hum, no sé, no te fíes nunca de esos, te lo digo como amiga, Lidia, tía, que he investigado casos así y...

      —Calla, Jessica Fletcher, déjame seguir. Y entonces celebraron una gran boda. Todo fue perfecto. El novio leyó un discurso que había preparado, una amiga de la novia recitó un poema y el padre de él tocó un tema al piano compuesto para la ocasión…

      —Joder, qué «yanqui» todo, ¿no?

      —Y entonces llegó la sorpresa. La novia repartió unos sobres a todos los presentes y les pidió abrirlos.

      —¿Y qué había en ellos? ¿Un mapa del tesoro? ¿Las coordenadas de la isla de Lost? ¿Los papeles de Bárcenas?

      —No, eran fotos tomadas unos días antes en las que se veía al novio ideal montándoselo con una amiga de la novia… Ya ves, el novio estaba teniendo Cola—Cao, desayuno y merienda…

      —Ideal… ¡joder, qué cabrón el novio ideal! Y qué venganza más brutal, ¿no? Lo de la novia de Kill Bill se queda en un juego de niños comparado con ella…

      —Bueno, la verdad es que coinciden en que ella también hizo sangre de todo aquello, vaya escabechina.

      —Oye, por cierto, nos hemos puesto a hablar y se me ha olvidado que parece que ibas a lanzarme una dolorosa crítica…

      —Ya, es verdad, ahora me sabe mal… no sabía que me ibas a caer tan bien.

      —Sí,

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