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esfera de luz… los tres. Supongo que es eso que llaman felicidad. Y así, durante casi dos horas, el pequeño se acaracola en el pecho de Lidia mientras yo la beso y le susurro algo bonito al oído. Y ahora, con Marc unido a nuestras vidas, la cuerda se convierte en una trenza que confío en que sea irrompible.

      CAPÍTULO 1

      AUTÓMATAS

      Una chica con la que salí un par de veces hace casi diez años afirmaba que al eyacular se escapaba también, como un documento adjunto en un correo electrónico, un pequeño fragmento del alma, como si fuéramos una madeja de hilo que se deshace y se precipita hacia el techo del cielo. De ahí, trataba de explicarme, nuestro repentino estado de efímera felicidad, la sensación de ingravidez, porque bailan y se desprenden hebras de nuestro tejido espiritual. Cierto que aquella chica acostumbraba a fumar marihuana, pero tenía reflexiones acojonantes. No sé qué fue de ella, sinceramente. No llego a comprender por qué, pero cuando estoy en el trabajo y tengo mucho lío, de vez en cuando me vienen flashes de otra época, recuerdos que me hacen reír, como si fueran descansos mentales… Uno de mis hermanos me dijo una vez que soy «nostalgicrónico» y creo que tiene razón.

      Esa tarde la redacción del diario está caliente como una tostadora en celo y el ambiente está especialmente enrarecido. Y es que la convulsa y cambiante actualidad política ha provocado que las páginas de cultura, de las que soy responsable, hayan variado de paginación, fecha y contenido en varias ocasiones. Me jode porque la entrevista a Santi Balmes, de Love of Lesbian, había quedado bastante bien y ha estado divertido y ocurrente lanzando, además, alguna interesante primicia. Supongo que la dejarán para el fin de semana. Y es que al final nos han puesto a todos a trabajar en especiales sobre la nueva y la vieja política, reportajes sobre el presidente, encuestas sobre quién es la auténtica izquierda y pajas mentales similares para rellenar más y más páginas. Primeras elecciones, segundas elecciones, pactos, reuniones, postureo político… En fin, mucha pereza. Además, Lidia y yo llevamos varias semanas, tal vez meses, durmiendo poco. Bostezo y miro el reloj. Estoy harto de hacer favores fuera de mi horario laboral, así que en media hora me escapo sea como sea.

      Llego a casa hecho un trapo, me duele la espalda, pero sonrío al ver a Lidia y a Marc, que crece a pasos agigantados desde hace más de diez meses. Le doy un beso fugaz a mi novia al tiempo que detecto ese cansancio en la mirada de batería baja de quien ya lleva unas horas con el crío y trato de sacar fuerzas de flaqueza cuando me entrega al pequeño como si de una mercancía peligrosa se tratase. Así que, tras lavarme las manos con rapidez, lo tomo en brazos buscándole el mejor acomodo para la cabeza en mi antebrazo izquierdo mientras lo sostengo con la palma de la mano derecha. Me toca dormirlo. Es mi especialidad. Para la hora que llego a casa, lo cierto es que no había más optativas para conseguir doctorarme en dormir a Marc. Comienzo con el clásico columpio 2.0 para pasar al suave balanceo de barca. Después, un leve traqueteo en el tren de los sueños. Si hay problemas lo volteo y recurro a la técnica del tigre en la rama, aunque últimamente no suele ser necesario porque tras estudiarlo con detenimiento en un tutorial de youtube, he desarrollado el pleno aprendizaje de una versión infantil de la danza de la lluvia que nunca falla. Y ahí estoy, bailando como un idiota cada noche sin necesidad de perder la vergüenza con el alcohol, como cuando salía de juerga con Jota, Mike y Hugo. De repente, mientras bebo un trago de agua en la cocina como puedo, me viene a la cabeza la inquietante imagen de una discoteca repleta de padres sin hijo bailando como si lo durmieran. Y de fondo suena Yo quiero verte danzar, de Franco Battiato:

      Yo quiero verte danzar

      como los zíngaros del desierto,

      con candelabros encima,

      o como los balineses en días de fiesta.

      Examino el vaso para asegurarme de que es agua lo que estaba bebiendo. Sí, al parecer sí. Me encojo de hombros algo extrañado y hago acopio de fuerzas para el gran momento: dejar a Marc en la cuna sin que se despierte. Sí, ya me lo habían avisado, me dieron cientos de trucos y hasta sé moverme con la silenciosa habilidad de un maestro ninja, pero para dejar a un crío en la cuna hay que tener tanto pulso como un artificiero de los TEDAX, porque en cualquier momento puede explotar a gritar y entonces nadie estará a salvo. Sé que el crío debe de tener algo así como un botón en la espalda desde que nació que se activa al contacto con el colchón y por eso he de ser precavido… Cualquier error puede costarme la vida o, lo que es lo mismo, la pérdida de la vida en cómodos plazos de falta de horas de sueño… Sus ojos están cerrados. Respira con normalidad. A lo lejos, algún ladrido, sonido de motos… pero nada está tan cerca como para romper el silencio. Tomo aire… ni un solo ruido, pero de pronto, una gota de sudor resbala por mi frente y se precipita hacia el suelo…

      Mierda, todo está perdido. Afortunadamente, mis reflejos de la época en que fui portero de fútbol sala aún me dan alguna alegría y extiendo el brazo derecho para evitar que esa gota toque el suelo, sea detectada por los sensores y suenen todas las alarmas. Por fin, lentamente, logro dejarlo sano y salvo en la cuna y saco mi mano derecha en modo cuchara inversa con todo cuidado. Entonces, comienzo a dar pasos hacia atrás para escapar… pero tropiezo y enciendo la luz de la habitación con el hombro.

      Marc despierta. Game over. Insert coin to join… Creo que ha perfeccionado su GPS de altura y detecta el descenso desde mis brazos al colchón. Habrá que emplearse a fondo, así que vuelvo a echar una moneda y reanudo el juego y esta vez tan solo veinte minutos después, me paso todas las pantallas y logro cumplir la misión. Entonces, miro por la ventana y entorno la vista mientras pienso: «Lo has vuelto a lograr. La ciudad descansa. El mundo está a salvo ahora… Pero ¿por cuánto tiempo?».

      Llego a la cama y de pronto, Lidia y yo estamos vivos aún. Ya ha bajado la marea de Marc y aún no nos ha tragado el océano, seguimos firmes, como dos rocas que permanecen a pesar de la erosión diaria. La cama pide más descanso que fantasía últimamente, pero quedan tantas cosas por hablar, transferencias por hacer, decisiones que tomar. Al final, tenemos el tiempo justo para cruzar algunas frases sobre los respectivos trabajos, lamentar todos los virus que ha ido pillando Marc en la guardería, comentar que Apiretal y Dalsy son sus mejores colegas y sugerirle a Lidia que Marc Dalsy se parecería sospechosamente a su querido Colin Firth de Bridget Jones. Ella ríe… y me cuenta algunos de los avances de Marc que me he perdido. Los ojos se me van cerrando. Nos abrazamos levemente y noto que, aunque yo estoy dormido, hay algún músculo que empieza a despertarse con el contacto… pero estamos tan derrotados que el sueño vence el pulso, una grata brisa que me lleva hasta hace poco más de dos años, al recuerdo de un viaje que hice con Lidia a Formentera. Sueño con su piel barnizada por arena, con ese aroma a crema solar, con las cervecitas, la sandía… Con manipular su bikini y hacer el amor en el agua a primera hora de la mañana, con las risas, los desayunos en el hotel con tostadas y tomate, zumo de clementina, una ducha para dos, unas siestas eternas con la banda sonora de cigarras, el dulce vaivén de su piel fotocopiando la mía, imprimiendo píxel a píxel cada recóndito espacio de su conocida geografía, un país para habitar, un corazón para entrar a vivir. Solos. Libres. Con la voracidad y el entusiasmo de los besos que siempre saben a nuevos capitaneados por un deseo dispuesto en todo momento a navegar.

      No es la rítmica cadencia de las olas la que me despierta, sino la llantina incesante de Marc, que interrumpe mi fantasía remember con una pesadilla. Me levanto y le calmo mientras chasqueo la lengua con el evidente fastidio de que haya decidido emitir sus anuncios cortando mi maravillosa película erótica con Lidia. Es curioso cómo, a pesar de que hace unos años lo hacemos todo pensando en Marc, aparecen de pronto esos conatos de egoísmo repentino. Sí, ya sé que es humano, pero no deja de sorprenderme estar todo el día en el curro muriéndome de ganas de ver a ese pequeñajo para, una vez en casa, estar deseando que se duerma. Misteriosa paradoja emocional.

      Intento conciliar el sueño, pero por mucho que cierro los párpados con ganas, lo cierto es que Formentera no vuelve a visitarme. Me he desvelado. Bebo un trago de agua y miro por la ventana. Estoy deseando que lleguen las vacaciones, sobre todo por el asfixiante calor que encorbata la garganta. Regreso a la cama y decido seleccionar en el iVoox del móvil uno de los últimos programas de radio de La Parroquia. Monaguillo, Arturo y Gemma consiguen que el atajo de la risa me conduzca directo hasta el sueño.

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