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bien armados. Mientras tanto, y tras regresar del exilio en 1920, el general Ludendorff había comenzado a manifestar su simpatía por la extrema derecha; en organizaciones como el NSDAP veía el instrumento necesario para emprender la regeneración del país. A todos estos grupos les indignaba la ocupación francesa del Ruhr, que se había producido en enero de 1923, como represalia por el impago de las reparaciones de guerra impuestas a Alemania. La pérdida de esta región, centro de la industria pesada alemana, paralizó una economía ya de por sí renqueante. El gobierno del canciller Gustav Stresemann fomentó una política de resistencia pasiva –mediante huelgas y pequeños actos de sabotaje, y negándose, en general, a cooperar con los ocupantes–, lo que llevaría al hundimiento económico del país y a un gran malestar social. La hiperinflación, ocasionada por la gigantesca deuda y, en particular, por las indemnizaciones a los vencedores, no hizo sino agravar la situación. El NSDAP, entre otros muchos grupos, defendió una oposición radical a la ocupación, y Hitler quiso sacar provecho de este estado de cosas proyectando el partido hacia la política nacional. En el caso de que consiguiera movilizar a las masas, pensaba, el gobierno sería incapaz de enfrentarse a ellas, y el ejército no estaría dispuesto a hacerlo.

      El 26 de septiembre, y en vista de la ruina económica, se suspendió la campaña de resistencia pasiva. En previsión de los disturbios que pudiera causar la extrema derecha, que ahora actuaba bajo los auspicios de Ludendorff, el gobierno central declaró el estado de emergencia en Baviera y puso el poder en manos de un triunvirato formado por Gustav Ritter von Kahr (comisario del Estado), el coronel Hans Ritter von Seisser (jefe de la policía) y el general Otto von Lossow (comandante del ejército bávaro). Los triunviros perseguían más o menos el mismo objetivo que Hitler, a saber, la instauración en Berlín, mediante un golpe de estado, de un gobierno sostenido por los militares; pero, a diferencia de él, no consideraban que el líder del NSDAP debiera desempeñar un papel destacado. De poco sirvieron las negociaciones que mantuvo la Kampfbund con el triunvirato a lo largo del mes de octubre, principalmente por la desconfianza entre las partes: a primeros de noviembre, exasperados por el impasse, Hitler y la Liga decidieron pasar a la acción.

      El día 8 de ese mes, Hitler y un grupo de militantes del NSDAP rodearon la Bürgerbräukeller, una cervecería de Múnich donde se celebraba un mitin para conmemorar el quinto aniversario de la Revolución de Noviembre. Kahr era el orador, y Von Seisser y Von Lossow estaban entre los asistentes. La Kampfbund comandada por Berchtold disparó con una ametralladora contra la puerta principal, y Hitler irrumpió en la sala blandiendo una pistola y gritando a voz en cuello. Se encaramó de un salto a una silla, disparó al techo para hacerse oír y anunció, con todas las miradas fijas en él, que había comenzado una revolución nacional y que seiscientos hombres armados rodeaban la cervecería. Acto seguido, condujo a los triunviros a una sala próxima, encargándole a Göring la tarea de apaciguar a la multitud.

      El putsch tenía un objetivo similar al de la Marcha sobre Roma de Mussolini: se trataba de que la extrema derecha en todo el país siguiera la estela de los bávaros y acabara derribando el régimen democrático. Pero el plan empezó pronto a desbaratarse: apenas liberados, los triunviros se desdijeron de las promesas que los nacionalsocialistas les habían arrancado a punta de pistola; y, mientras Hitler y sus seguidores recorrían atolondradamente las calles, tratando de hacerse con los resortes del poder estatal en Baviera, el gobierno, la policía y el ejército se aprestaban a defender la ciudad. A la mañana siguiente, las autoridades habían recuperado la iniciativa y, en una última acción desesperada, Hitler organizó una marcha por las calles de Múnich con la esperanza de ganar apoyo popular. Al desembocar en la céntrica Odeonsplatz desde Residenzstrasse, los rebeldes se encontraron con un cordón policial y se produjo un tiroteo en el que murieron dieciséis manifestantes y otros muchos resultaron heridos. Mientras la sangre corría por los adoquines hacia las alcantarillas, Hitler huyó. Su proyecto de revolución nacional había fracasado de manera irrisoria, al menos de momento.11

      II

      EL RESURGIR DEL NACIONALSOCIALISMO Y LA CREACIÓN DE LAS SS

      Lo lógico habría sido que, como consecuencia última del putsch, Hitler y el NSDAP hubieran caído en el olvido. Habían muerto cuatro policías en el enfrentamiento callejero y, a fin de cuentas, la insurrección había sido un claro acto de alta traición, delito que en teoría se castigaba con la pena capital. Además, lo sucedido había demostrado que Hitler no contaba, en realidad, con el apoyo de los círculos militares que habían espoleado a los nacionalistas y armado clandestinamente a las milicias; proyectaban un golpe de estado, desde luego, pero ya no había duda de que lo darían a su manera y no como lo deseaba el líder del NSDAP.

      Inmediatamente después del tiroteo de la Residenzstrasse, Hitler fue atendido por un médico de la SA, Walter Schultze, por una dislocación de hombro. Más tarde fue trasladado en coche a la casa de campo que poseía en Uffing am Staffelsee, al sur de Múnich, un seguidor suyo, Ernst “Putzi” Hanfstängl, hombre acaudalado y muy conocido en los ambientes mundanos. Dos días después, la policía lo encontró allí y lo condujo a la fortaleza penitenciaria de Landsberg. El prisionero estaba “deprimido pero tranquilo, vestido con una bata blanca, con el brazo izquierdo en cabestrillo”.1 En Baviera existía un apoyo residual al putsch,2 como lo demostraban las manifestaciones en contra de los triunviros, que, en todo caso, no durarían mucho. En suma, la revolución había fracasado, su líder estaba preso y la población, en general, no estaba a favor de una reanudación de las hostilidades. Esto debería haber significado el fin del movimiento nacionalsocialista y el de Hitler como político.

      Que no sucediera así se explica por los vínculos estrechos entre el intento de golpe de estado y el gobierno y el ejército bávaros. En la revolución fallida, que había sido típicamente hitleriana, es decir, un ejemplo de “planificación imprecisa, diletantismo, improvisación y descuido de los detalles”,3 se habían involucrado varios miembros de la clase dirigente de Baviera, que, una vez fracasada la operación, necesitaban una cabeza de turco. Hitler aceptó de buen grado este papel, pues un proceso por alta traición le ofrecía una oportunidad extraordinaria para hacer propaganda de sus ideas a nivel nacional y presentarse como el potencial salvador de Alemania. Por lo demás, y en vista de la hostilidad de los triunviros hacia el gobierno de Berlín, y del apoyo que el ejército bávaro había prestado al golpe, armando a los paramilitares, casi podía contar con la indulgencia del tribunal.4

      Y así fue. Según parece, Von Kahr ofreció un pacto a los procesados para asegurarse de que no hablaran más de la cuenta; y no cabe duda de que fue la presión del gobierno bávaro la que motivó la decisión de trasladar el juicio del Tribunal del Reich, en Leipzig, al Tribunal Popular de Múnich, cuyo presidente, el magistrado Georg Neithardt, iba a mostrarse escandalosamente predispuesto a favor de Hitler y los demás acusados.5 El proceso fue una farsa política. Ludendorff, que, pese a haber respaldado el golpe, no había participado en su planificación ni ejecución (sí, en cambio, en la marcha del 9 de noviembre), llegaba todos los días al tribunal en limusina, vestido con el uniforme militar y luciendo todas sus medallas; y a Hitler se le permitió llevar su propia ropa –y la Cruz de Hierro– en lugar del uniforme carcelario, así como interrogar a los testigos y sermonear al tribunal con una libertad inaudita.6

      Dadas las circunstancias, el desenlace del juicio no sorprendió a casi nadie, si bien “el proceso fue un escándalo, incluso para un poder judicial tan tendencioso como el de Weimar”.7 Ludendorff, para su disgusto, resultó absuelto. Hitler fue condenado, junto con otras tres personas, a tres años de reclusión en una fortaleza, una modalidad de encarcelamiento poco severa, y reservada, por lo general, a los reos que habían actuado guiados por motivaciones supuestamente honorables.8 El veredicto indignó a la derecha conservadora casi tanto como a la izquierda. Era fácil, en efecto, mirar con suspicacia a un tribunal que atribuía a los acusados “un patriotismo puro y la voluntad más noble”;9 no quedaba duda de que el proceso había estado amañado.

      Hitler fue enviado de vuelta a Landsberg, donde le correspondería una celda cómoda, luminosa y bien ventilada; la que hasta entonces había ocupado el conde Arco auf Valley, asesino de

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