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las fuerzas que encabezaban no eran muy numerosas ni estaban bien equipadas, pero al menos eran disciplinadas y creían cumplir con su deber patriótico. El 10 de enero emprendieron la marcha hacia la capital, donde no les costaría imponerse a las fuerzas del KPD, más numerosas pero peor organizadas y dirigidas. Apenas dos días después, controlaban gran parte de la ciudad. El 15 de enero miembros de la Garde-Kavellerie-Schützen-Division [División de Guardia-Caballería-Soldados] detuvieron a Liebknecht y Luxemburgo. Con esta última la emprendieron a culatazos y la asesinaron de un tiro en la cabeza, y después arrojaron su cuerpo al canal Landwehr, que atraviesa el centro de la ciudad. Liebknecht fue muerto y su cuerpo abandonado en el Tiergarten, el principal parque de la ciudad, junto al barrio que alberga los edificios del gobierno. Varios centenares de sus seguidores también resultaron asesinados, tanto en los enfrentamientos callejeros como después de su rendición.

      Mientras los Freikorps limpiaban la ciudad, se celebraron elecciones para la Asamblea Nacional, en las que resultaría vencedor el SPD. Se decidió trasladar la Asamblea Constituyente de Berlín a Weimar, en la región de Turingia, y en los ocho meses siguientes se redactó el borrador de la llamada Constitución de Weimar, se introdujeron enmiendas y finalmente se aprobó el texto definitivo, que convertía el Reich alemán en una república federal parlamentaria.

      Bajo esta constitución, que en 1919 se consideraba por lo general un modelo de liberalismo político, nacieron las SS, y el Partido Nacionalsocialista se hizo con el poder. Lo cierto es que el documento contenía, a juicio de muchos, una serie de instrumentos capaces de garantizar una democracia perfecta, equitativa y estable. De forma retrospectiva se ha insistido en sus supuestos puntos débiles, que habrían permitido la llegada al poder de Hitler; pero la realidad no era entonces tan nítida. Quizá su texto no fuese irreprochable, pero cumplía bien su finalidad y no tenía más defectos que las constituciones de otras democracias parlamentarias. Era, de hecho, una versión corregida de la que había elaborado Bismarck en 1871 para la Alemania recién unificada,1 con la sustitución del káiser por un presidente electo del Reich y el establecimiento de un parlamento federal –el Reichstag– elegido por sufragio universal (se reconocía el derecho al voto a los mayores de veinte años) y en un sistema proporcional directo. Los males que padeció el país en el periodo de entreguerras, y que acabaron por provocar el derrumbe de la democracia, no se debieron tanto a la Constitución cuanto a la falta de legitimidad que comúnmente se achacaba al Estado en ella definido. Casi todo el tiempo que duró la República de Weimar, menos de la mitad de los diputados del Reichstag representaban a organizaciones partidarias de una república democrática. Incluso los socialdemócratas –generalmente considerados los fundadores del régimen– tenían una posición equívoca al respecto: muchos de ellos se aferraban al legado marxista del partido. Y las instituciones del Estado –el funcionariado y el ejército– eran igual de ambiguas, cuando no directamente hostiles. La república era para muchos un mal sistema para el país, una forma de gobierno provisional que le había venido impuesta por su derrota en la guerra.

      En medio del caos de la inmediata posguerra se produjo el despertar político de un soldado de infantería bávaro, aunque de origen austriaco, llamado Adolf Hitler, que había pasado los cuatro años anteriores en el frente, sirviendo como mensajero en el cuartel general del regimiento List. Había recibido la Cruz de Hierro (de primera y segunda clases), y al final de la guerra había obtenido el grado de Obergefreiter [cabo primero]. La derrota final del ejército alemán era incomprensible para él: a principios de octubre había sido víctima de un ataque británico con gas venenoso que le había dejado ciego durante un tiempo, por lo que no había presenciado el hundimiento definitivo de sus compañeros de armas. Sin embargo, mientras estaba ingresado en el hospital, se había jurado, según aseguraría más tarde, reparar la humillación personal y nacional que significaba la derrota.2 Tras recibir el alta, una vez firmado el armisticio, no reconocía el país que se encontró. El viejo orden se había venido abajo violentamente: el káiser había abdicado, los socialdemócratas estaban en el poder y los revolucionarios comunistas y socialistas estaban constituyendo sus consejos. En Múnich había comprobado que los barracones de su regimiento estaban bajo el mando de un comité formado por soldados de rango inferior. No estaba dispuesto a servir a un sistema así, por lo que se alistó como guardia de un campo de prisioneros de guerra, donde permanecería hasta febrero de 1919.3

      La Baviera de Eisner había adoptado una política de enfrentamiento con el gobierno provisional. Ese mismo febrero, un extremista de derechas, el conde Arco auf Valley, asesinó al político socialista, lo que desencadenó una reacción violenta por parte de la izquierda. El 7 de abril un grupo de radicales tomó el poder, proclamando la Räterepublik [república de los consejos, o soviets]. Las milicias del SPD intentaron derribar el nuevo régimen, pero fueron derrotadas; el KPD fundó entonces un “ejército rojo” al servicio de la república y desató el terror contra sus enemigos políticos. Los comunistas se desmandaron en las calles de Múnich, entregándose al saqueo, y se cerraron colegios, comercios y periódicos.

      El gobierno provisional reaccionó movilizando a unos treinta mil miembros de los Freikorps, que cercaron Múnich a finales de abril. En el interior de la ciudad, mientras tanto, el KPD practicaba la represión de los nacionalistas: fueron capturados siete miembros de la Sociedad Thule, un grupúsculo ocultista, antisemita y de extrema derecha que organizaba la agitación nacionalista contra el régimen comunista. Entre los detenidos estaban la condesa Heila von Westarp y el príncipe Gustav von Thurn und Taxis; ambos fueron muertos a tiros en los sótanos del colegio Luitpold el 30 de abril. Los Freikorps atacaron al día siguiente, y tardaron cuarenta y ocho horas en hacerse con el control de la ciudad. Al terror izquierdista sucedió el derechista: unas seiscientas cincuenta personas, más de la mitad de ellas “civiles”, fueron asesinadas por los paramilitares. Pero el resultado fue que el gobierno central logró restaurar su autoridad en toda Baviera.

      Hitler, que más tarde manifestaría su hostilidad hacia el comunismo, los “criminales de noviembre”2 y la República Soviética de Baviera, mantuvo, sin embargo, una curiosa ambigüedad durante los acontecimientos. Ejerció como representante de batallón en uno de los consejos de soldados,4 y al parecer –apenas dijo nada entonces sobre la situación política– se pronunció, en general, a favor del gobierno provisional encabezado por el SPD. Es seguro que no participó en el ataque de los Freikorps contra los izquierdistas.

      En ese momento cambió su suerte. El ejército tenía previsto licenciarlo, pero llamó la atención del capitán Karl Mayr, al que se había encargado la tarea de organizar cursos de formación política con el fin de apartar a los soldados de las ideas revolucionarias. Según parece, Mayr conoció a Hitler tras la represión de los comunistas de Múnich y advirtió en él un talento que nadie había visto hasta entonces. Lo inscribió en un breve curso de adoctrinamiento político en la Universidad de Múnich (a los estudiantes se les adoctrinaba y enseñaba a adoctrinar a otros) y posteriormente lo destinó a un campo para soldados que regresaban de la guerra como miembro de una “brigada de instrucción”. Se trataba de brindar a los militares una idea “correcta” de lo sucedido hacía poco en Alemania. Hitler causó una impresión excelente a sus superiores, y de ahí que asumiera el cargo de oficial de enlace entre el ejército y los numerosísimos partidos y grupos de extrema derecha que habían surgido en toda Baviera. Este nombramiento tendría consecuencias de largo alcance. El 12 de septiembre se le encargó visitar la sede del Partido Alemán de los Trabajadores, fundado por un antiguo cerrajero, Anton Drexler, y un periodista deportivo, Karl Harrer, y redactar un informe sobre la organización. En un momento de los debates entre los militantes, alguien propuso que Baviera se separara de Alemania y solicitara incorporarse a Austria. Hitler, incapaz de contenerse, terció de inmediato en la discusión para criticar airadamente la moción y arremeter contra quien la había presentado. Impresionados por su elocuencia, los líderes del grupo lo invitaron a asistir a la siguiente reunión. Dos días después de su segunda visita, se le ofreció ingresar en el partido como responsable de propaganda y captación de militantes. Hitler aceptó.

      Se entregó con entusiasmo a su nuevo trabajo, y al cabo de un mes organizó una asamblea a la que asistieron más de cien personas. Estimulado por este triunfo, en febrero de 1920 logró congregar a casi doscientas en la Hofbräuhaus

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