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de Auschwitz, en Silesia, permitieron descubrir la eficacia del gas Zyklon B como instrumento de exterminio.

      Si Himmler consiguió ascender en la jerarquía nazi fue gracias a que él y su organización se mostraron dispuestos a ejecutar cualquier misión, por desagradable que fuese. Cuando Hitler decidió liquidar a uno de sus más antiguos colaboradores, Himmler y las SS accedieron a hacerlo. Cuando dispuso que los enfermos y los inválidos fueran sometidos a eutanasia, Himmler suministró el personal necesario para manejar las cámaras de gas y deshacerse de los cadáveres.2 Hitler no mantenía con él una relación personal más estrecha que la que lo unía al resto de sus colaboradores principales, y sin embargo su voluntad firme de cumplir los designios del dictador le valió el apelativo de “el fiel Heinrich”. No se trataba de una simple muestra de devoción servil: Himmler abrazó los bárbaros principios de la doctrina nacionalsocialista y dotó a las SS de un ideario propio. Convirtió, además, a los miembros de su organización –que formaban para él una especie de orden de caballería– en la vanguardia de una nueva “raza” de alemanes, destinada a salvar al pueblo del caos racial, cultural, político y económico por todos los medios posibles.3 Aquella ideología hizo de la brutalidad contra los judíos y otros presuntos enemigos raciales de Alemania un imperativo político y biológico. He ahí la esencia de las SS.

      I

      LA CAÍDA DE LA ALEMANIA GUILLERMINA Y EL ORIGEN DEL PARTIDO NACIONALSOCIALISTA

      Las SS surgieron, como el Partido Nacionalsocialista, de la oleada revolucionaria que fue extendiéndose por Alemania en el otoño de 1918, cuando al fin se hizo evidente que el país había sido derrotado en la Primera Guerra Mundial. A pesar de la penuria y los problemas de desabastecimiento, cada vez más graves conforme avanzaba la contienda, multitud de civiles y miembros del ejército habían creído próxima la victoria. Alemania había derrotado a Rusia el año anterior, pero el alto mando militar había comprendido la precariedad de su situación a principios de 1918 y, antes de la llegada de un numeroso contingente estadounidense, había depositado todas sus esperanzas en una gran ofensiva final contra Inglaterra y Francia en el frente occidental.

      El ataque, comenzado en marzo de 1918, tuvo un sorprendente éxito inicial. Al cabo de una semana, los alemanes se encontraban a ciento veinte kilómetros de París, y las operaciones posteriores forzaron a los británicos a retroceder hacia los puertos del canal de la Mancha. Pero la falta de tanques y de artillería motorizada impidió a Alemania consolidar sus conquistas, por lo que la contraofensiva lanzada por los aliados en julio le hizo replegarse muy pronto a las posiciones de partida. Los aliados, con el mariscal francés Foch como comandante supremo, y encabezados por la fuerza expedicionaria británica y las recién llegadas divisiones estadounidenses, que dirigían respectivamente Haig y Pershing, comenzaron entonces a expulsar a los alemanes de Francia y Bélgica, obligándolos, a principios de septiembre, a retirarse a la Línea Hindenburg, donde habían iniciado la guerra en 1914. El día 26 de ese mes emprendieron su ofensiva contra la línea. Poco después, el general Erich Ludendorff, máxima autoridad de las fuerzas alemanas en el frente occidental, abogó por pedir de inmediato un armisticio; la otra alternativa, decía, era la aniquilación total. Se llevaron a cabo gestiones secretas ante el gobierno de Woodrow Wilson, que respondió con una serie de exigencias, entre ellas la instauración de la democracia en Alemania, la retirada de las tropas alemanas de todos los territorios que ocupaban y el cese de la guerra submarina que libraban los U-boot. Las autoridades alemanas aceptaron estas condiciones, y el 3 de octubre, el káiser Guillermo II nombró canciller a su primo, el príncipe Maximiliano de Baden, y renunció al mando supremo de las fuerzas armadas. Al día siguiente, Alemania solicitó formalmente un armisticio.

      La derrota dio lugar a un periodo de enorme inestabilidad política: se desató una lucha por el poder entre la izquierda y la derecha, y los excombatientes –armados, descontentos y dispuestos a amotinarse– se unieron a un bando u otro. Mientras el país empezaba a hundirse en el caos total, los liberales y la izquierda moderada se esforzaban por conservar ciertos aspectos del viejo estado. El 7 de noviembre, Kurt Eisner, miembro destacado del Partido Socialdemócrata Independiente, declaró Baviera “Estado libre”, lo que llevó al derrocamiento de la dinastía Wittelsbach, gobernantes hereditarios de ese reino meridional desde hacía setecientos años. El último monarca, Luis III, huyó a Austria al día siguiente, puede que confiando en regresar pronto al país y al trono. Se le convenció, sin embargo, de que firmara la Declaración de Anif, que liberaba a los militares y funcionarios del juramento de lealtad a su persona, y que Eisner presentó como una declaración de abdicación.

      Mientras tanto, la renuncia al trono por parte del káiser se había convertido en un punto de fricción en las negociaciones de paz con los aliados. Guillermo confiaba en seguir siendo, si no káiser, sí al menos rey de Prusia, pero el príncipe Maximiliano zanjó el asunto anunciando el 9 de noviembre la renuncia de su primo a los dos títulos. Guillermo buscó sin éxito el apoyo del ejército. Ludendorff ya había dimitido y huido a Suecia a finales de octubre, y, en cualquier caso, el alto mando apenas ejercía ya control sobre los oficiales;1 el país solo podía contar con el regreso relativamente ordenado de las tropas. El káiser confirmó su abdicación, y el 10 de noviembre partió al exilio en Holanda. A poco de ser nombrado canciller, Maximiliano había incorporado a su gobierno a varios miembros moderados del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) –la fuerza parlamentaria más importante–, muy interesados en instaurar cierto orden; se trataba de evitar que se impusiera, como había sucedido en Rusia, el comunismo. Pero, una vez desaparecido el káiser, el príncipe carecía de autoridad para permanecer en la cancillería, por lo que renunció a su cargo en favor del líder del SPD, Friedrich Ebert, el mismo día en que Guillermo abandonó el país.

      Este estado de cosas desencadenó una pugna por el poder entre varios grupos de izquierdas. Además del SPD, estaban los socialdemócratas independientes (del USPD), que se habían opuesto a la guerra, y la Spartakusbund [Liga Espartaquista], movimiento comunista encabezado por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Al contrario que los espartaquistas, el USPD estaba dispuesto a colaborar con el SPD. En los meses de noviembre y diciembre existieron, de hecho, dos gobiernos: por un lado, el constitucional, que tenía carácter provisional, y que presidía Ebert; por otro, el formado por los más de diez mil “consejos de obreros y soldados”, instituciones de signo radical repartidas por todo el país. El primero contaba con el apoyo decisivo de las fuerzas armadas, bajo el mando del general Groener, sucesor de Ludendorff. El 16 de diciembre de 1918, en un congreso celebrado en Berlín, los consejos acordaron organizar una asamblea encargada de redactar una nueva constitución. Entonces ya estaba claro que el SPD constituía la mayoría en casi todos los consejos. Conscientes de que les sería imposible conquistar el poder por vía democrática, los espartaquistas optaron por seguir el ejemplo ruso, recurriendo a la rebelión armada mediante milicias republicanas.

      Estas convulsiones políticas, junto con la amenaza que representaban los nuevos estados independientes de Polonia y Checoslovaquia, exacerbaron el sentimiento nacionalista en muchos de los oficiales, suboficiales y soldados que habían regresado del frente hacía poco. Se trató de un fenómeno propiciado en parte por la decisión del alto mando de crear milicias semioficiales integradas por voluntarios leales, confiando en que mantuviesen el orden entre los demás soldados. El resultado final fue, sin embargo, la aparición de los Freikorps, grupos de excombatientes descontrolados que iban a estar lamentablemente presentes en la política alemana durante años, poniendo en peligro el incipiente sistema democrático.

      El 23 de diciembre de 1918, los espartaquistas trataron de tomar el poder en Berlín con la ayuda de marineros renegados pertenecientes a la División Volksmarine. Para restablecer el orden se recurrió a unidades del ejército regular, que se negaron a disparar contra los civiles que apoyaban a los revolucionarios. Tan solo se logró rescatar al gobierno provisional, y los espartaquistas continuaron ocupando la sede del gobierno. El 30 de diciembre se rebautizaron como Partido Comunista Alemán (KPD), y el 5 de enero de 1919 reunieron a setecientos mil manifestantes en las calles de Berlín, haciéndose así con el control efectivo de la capital.

      El gobierno provisional acudió entonces a los Freikorps.

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