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No haría eso. No sin tu permiso.

      Envuelvo la cinta elástica al final de la trenza y la aseguro en su lugar.

      –Pero, si tú no fuiste y Ari tampoco…

      Nos quedamos callados un momento.

      –¿Quint? –pregunta Jude con vacilación.

      –No. –Estaba pensando en lo mismo, pero tengo que desestimarlo. Quint no podría habernos escuchado hablar de esa canción. Y Carlos tampoco estaba cerca–. ¿Tal vez la mujer que estaba dirigiendo el karaoke? ¿Nos escuchó hablar y creyó que necesitaba un empujoncito extra?

      –No sería muy profesional.

      –No, no lo sería. –Tomo mi mochila de donde la dejé colgando en mi silla ayer a la noche–. De todos modos, supongo que no importa. Canté. Bailé. Estuve bastante decente, aunque lo diga yo.

      –Lamento habérmelo perdido.

      –Apuesto que sí. También imprimí tu tarea.

      Le doy su informe de una página.

      –Gracias. Entonces –golpea sus nudillos contra el marco de la puerta–, estaba pensando en ir a la fogata de fin de año esta noche.

      –¿Qué? ¿Tú? –Jude sería un pez fuera del agua en la fiesta de la fogata anual de Fortuna Beach tanto como yo. No fuimos el año pasado, aunque muchos de nuestros compañeros fueron. Hasta recuerdo que algunos de nuestros pares iban cuando todavía estaban en la primaria–. ¿Por qué?

      –Solo pensé que debería ver de qué se trata. No descartar hasta probar o algo así. ¿Crees que Ari quiera ir?

      Mi reacción instintiva es de ninguna manera, estamos bien, gracias. Pero todavía estoy tratando de descifrar los motivos de Jude. Lo miro con ojos entrecerrados. Parece relajado, demasiado relajado.

      –Ahhhh –digo y me siento en el borde de la cama mientras subo mis calcetines–. Maya estará allí, ¿no?

      –Créase o no. –Me lanza una mirada poco impresionada–. No vivo mi vida según la agenda de Maya Livingstone.

      Alzo una ceja. No estoy convencida.

      –Como sea –refunfuña–. No tengo nada mejor que hacer esta noche y, sin tarea, sé que tú tampoco. Vamos. Veamos qué tal es.

      Lo imagino. Jude, Ari y yo bebiendo sodas al lado de una fogata enorme, arena en nuestros zapatos, el sol en nuestros ojos, observando a los de último año emborracharse con cerveza barata y luchar entre ellos en el agua.

      Mi completo desinterés debe trasladarse a mi rostro porque Jude empieza a reírse.

      –Llevaré un libro –dice–, solo en caso de que sea horrible. En el peor de los casos, nos acomodamos en algún lugar cerca de la comida y leeremos toda la noche. Le diré a Ari que traiga su guitarra.

      Mi interpretación de la noche cambia y puedo vernos descansando, con libros en una mano y malvaviscos en la otra, mientras Ari toca su última canción. De hecho, ahora suena como una velada encantadora.

      –Está bien, iré –accedo y tomo mi mochila–. Pero no me meteré en el agua.

      –Ni siquiera iba a preguntar –responde Jude. Sabe que el océano me aterra, sobre todo por los tiburones. Mentiría si negara que la idea de ponerme un traje de baño delante de la mitad de los estudiantes de nuestra escuela no me llena completamente de una sensación de horror absoluto.

      Bajamos las escaleras. Papá acaba de poner un nuevo disco y las harmonías alegres de los Beach Boys empiezan a cubrir la sala de estar. Echo un vistazo por la puerta y veo a papá meciéndose alrededor de la mesa ratona. Intenta que Penny baile con él, pero mi hermana está acostada en el suelo, concentrada en un videojuego en la tableta de papá y hace un gran trabajo ignorándolo.

      Generalmente intento evitar la sala de estar porque, con los años, se ha convertido en una especie de basurero. Limpiar y organizar no ha sido una prioridad en la vida de mis padres por un tiempo y todas las cosas con las que no sabemos qué hacer tienden a terminar apiladas en las esquinas de la habitación. No solo mi viejo teclado, también hay cajas de manualidades a medio terminar y pilas de revistas sin leer. Además, están los discos; demasiados discos de vinilo. Aparecen en cada superficie, se apilan sobre la alfombra antigua. Me estresa solo mirarlo.

      Jude y yo giramos en la dirección opuesta, hacia la cocina. El berrinche de Ellie parece haber terminado, gracias al cielo, y está sentada en el rincón para desayunar. Tiene puesto su vestido favorito con un mono en lentejuelas en el pecho y lleva el cereal a su boca sin prestar atención. Tiene una revista abierta delante de ella. Todavía no puede leer, pero le gusta mirar las fotos de los animales de National Geographic Kids. Por la ventana, veo a Lucy en el patio trasero, patea un balón contra la casa.

      Su escuela terminó ayer, por lo que hoy es el primer día oficial de las vacaciones de verano de Penny y Lucy. El kínder de Eleanor terminó la semana pasada. Le echo un vistazo rápido a mamá; está sentada en frente de Ellie con un vaso de jugo de tomate, su computadora y algunas pilas de recibos, la imagen sugiere que ya se siente exhausta por el cambio.

      –Quería hacerles un desayuno especial por su último día –dice cuando Jude y yo entramos antes de encoger los hombros con poca energía–. Pero no creo que eso suceda. ¿Tal vez este fin de semana?

      –No hay problema –dice Jude y toma un recipiente de la alacena. Felizmente viviría a base de cereal si mis padres lo permitieran.

      Enchufo la licuadora para hacer mi licuado de siempre. Tomo la leche y la mantequilla de maní, luego giro hacia la frutera. Me congelo.

      –¿En dónde están todas las bananas? –Nadie responde.

      –¿Eh, mamá? Compraste dos racimos de bananas como hace dos días.

      –No lo sé, cariño. –Apenas separa la vista de su pantalla–. Hay cinco niños en crecimiento en esta familia.

      Mientras habla, veo un movimiento por el rabillo del ojo. Ellie levantó su revista y la sostiene delante de su rostro.

      –¿Ellie? –digo con una advertencia, cruzo la habitación y le saco la revista de la mano, al mismo tiempo, mete los últimos mordiscones de banana en su boca. Sus mejillas se inflan y lucha para masticar. La cáscara todavía está en su mano. Una segunda cáscara descansa al lado de su recipiente de cereal–. ¡Eleanor! ¿En serio? ¡Qué grosera! ¡Mamá!

      Mamá me fulmina con la mirada, por supuesto.

      –Tiene cuatro años y es una banana.

      Empiezo a morder mi lengua. No es solo porque es una banana. Es el por qué lo hizo. Me escuchó diciendo que la quería, por ese único motivo que se atragantó con ella. Si hubiera sido Jude, se la hubiera dado en una bandeja de plata.

      Lanzo la revista sobre la mesa.

      –Está bien –mascullo–. Buscaré otra cosa.

      Sigo hirviendo mientras exploro el congelador esperando encontrar una bolsa con fresas congeladas. No tengo éxito, doy un paso hacia atrás y formo puños con las manos. Le lanzo una mirada fulminante a Ellie sobre mi hombro justo cuando traga la banana. Ugh. Esa pequeña egoísta…

      Un balón de fútbol aparece volando, golpea el vaso de mamá y lo derrama sobre la mesa. Mamá chilla mientras el jugo de tomate inunda la superficie, toma la pila de recibos más cercana mientras Ellie se queda congelada con los ojos abiertos mientras un río de jugo rojo intenso avanza sobre el borde de la mesa y cae directamente en su regazo.

      Miro boquiabierta, recuerdo a los borrachos en Encanto de ayer a la noche. La cereza. La cerveza derramada. El déjà vu es bizarro.

      –¡Lucy! –chilla mamá. Mi hermana está parada en la puerta trasera, sus manos siguen extendidas como si hubiera un balón de fútbol invisible

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