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no es posible que se hubieran movido desde que estacionó hace unas horas.

      Todavía está acostumbrándose a conducir con cambios, y solo ahoga el motor una vez antes de entrar en la autopista principal. Es una gran mejora desde que recibió el auto por primera vez y apagaba el motor unas cincuenta veces seguidas antes de poder avanzar.

      –¿Segura de que estás bien? ¿Podría llevarte al hospital? ¿Llamar a tus padres o a Jude?

      –No, solo quiero ir a casa.

      –Estaba tan preocupada, Pru. –Se muerde el labio–. Te desmayaste de verdad.

      –Solo por un segundo, ¿no?

      –Sí, pero…

      Apoyo mi mano sobre la de ella y digo con seriedad:

      –Estoy bien, lo prometo.

      Su rostro cede antes que sus palabras. Después de un segundo, asiente. Suspiro y miro por la ventana. Pasamos por tiendas de helados y boutiques que son tan familiares como mi propia habitación. No me había dado cuenta de que era tan tarde. El sol acaba de caer detrás del horizonte y la calle principal es como el set de una película. Las palmeras están rodeadas de pequeñas luces blancas, los negocios pintados de colores pastel brillan bajo los anticuados faroles de la calle. En una semana, este pueblo estará repleto de turistas de vacaciones que traerán algo parecido a una vida nocturna con ellos. Pero, por ahora, la calle se siente casi abandonada.

      Salimos del centro hacia los suburbios. Las primeras calles tienen mansiones; la mayoría son segundos hogares para las personas que casi pueden pagar propiedades con vistas a la playa. Pero pronto atravesamos un vecindario común. Una mezcolanza de estilo misión y colonial francés. Techos de tejas, paredes de estuco, ventanas pintadas vivazmente y canteros rebalsados de petunias y geranios.

      –No te enojes –dice Ari e inmediatamente me molesta la predicción de que me enojaré–, pero creo que Quint parecía un buen chico.

      Me relajo, me doy cuenta de que, por algún motivo, estaba esperando un insulto. Pero Ari es demasiado dulce para criticar a alguien. Incluso, evidentemente, a Quint Erickson.

      –Todos –resoplo– creen que Quint es un buen chico hasta que tienen que trabajar con él. –Hago una pausa y pienso–. No es una mala persona. No es un idiota o un bravucón ni nada como eso. Pero es solo tan… tan…

      Flexiono mis dedos, buscando la palabra correcta.

      –¿Lindo?

      Le lanzo una mirada fría.

      –Puedes conseguir alguien mejor.

      –Yo no estoy interesada –se ríe.

      Algo en la manera en que lo dice parece insinuar que no estuviera diciendo algo. Ella no está interesada, pero…

      Las palabras quedan suspendidas en el aire. ¿Está sugiriendo que yo lo estoy?

      Asqueroso.

      Cruzo mis brazos firmemente sobre mi pecho.

      –Pensaba decir inepto. Y egoísta. Llega tarde a clase todo el tiempo, como si lo que estuviera haciendo fuera mucho más importante que lo que estudiamos. Como si su tiempo fuera más valioso y entonces está bien que llegue diez minutos tarde, interrumpa al señor Chavez y que todos tengamos que hacer una pausa mientras él se acomoda y hace una broma tonta al respecto como… –Utilizo una voz más grave para imitarlo–. “Ah, hombre, ese tráfico de Fortuna, ¿no?”. Cuando todos sabemos que no hay tráfico en Fortuna.

      –Bueno, no es puntual. Hay cosas peores.

      –No lo entiendes –suspiro–. Nadie lo entiende. Tenerlo como compañero de laboratorio ha sido doloroso de verdad.

      Ari se queda sin aliento de repente. El auto cambia de dirección. Me aferro a mi cinturón de seguridad y giro mi cabeza mientras los focos delanteros encandilan el parabrisas trasero. No sé cuándo el auto deportivo apareció detrás de nosotras, pero están peligrosamente cerca del parachoques. Me inclino para mirar por el espejo lateral.

      –¡Había una señal de alto allí atrás! –grita Ari.

      El auto deportivo empieza a acercarse y retroceder, su motor suma revoluciones.

      –¿Qué quiere? –grita Ari ya está en el límite de la histeria.

      Aunque tiene su licencia, todavía le falta confianza detrás del volante. Pero algo me dice que tener un auto errático en tu cola alteraría hasta los conductores más experimentados.

      –Creo que quiere superarnos.

      –¡No estamos en una autopista!

      Estamos en una calle residencial angosta, todavía más limitada por las filas de vehículos estacionados en ambos lados. El límite de velocidad es solo cuarenta kilómetros por hora, que estoy segura de que Ari respeta a la perfección. Sospecho que eso solo irrita más al conductor detrás de nosotras.

      Es ruidoso y muy grosero.

      –¿Cuál es su problema? –grito.

      –Me detendré –dice Ari–. Tal vez… Tal vez una mujer esté dando a luz en el asiento trasero o algo así.

      La miro sin poder creerlo. Ari puede excusar comportamiento inexcusable.

      –El hospital está para ese lado –replico y señalo hacia la dirección opuesta con el pulgar.

      Ari se acerca a la acera. Encuentra un lugar entre dos autos estacionados y hace su mejor esfuerzo para calcular el ángulo; no es una tarea fácil por el largo de su auto. De todos modos, deja suficiente espacio para que pase el otro vehículo.

      El motor acelera otra vez y el auto deportivo pasa a toda velocidad. Logro ver a una mujer en el asiento del pasajero con un cigarrillo encendido. Le hace un gesto obsceno a Ari cuando pasa a toda velocidad.

      Me cubre una ola de furia.

      Aprieto los puños, las uñas se hunden en mi palma. Imagino que los golpea un rayo de justicia kármica. Que les estalla una llanta y los hace salir de la calle, chocar con un poste de teléfono y…

       ¡BANG!

      Ari y yo gritamos. Por un segundo, pienso que fue un disparo. Pero luego, vemos el auto, casi una calle más adelante, dando vueltas fuera de control.

      Estalló un neumático.

      Llevo una mano a mi boca. Se siente como mirar un video en cámara lenta. El auto gira ciento ochenta grados y milagrosamente no golpea a los demás vehículos estacionados en los costados de la calle. Sube a la acera y solo se detiene cuando el parachoques se incrusta en –no un poste de teléfono– una palmera gigante. El capó se arruga como una lata de aluminio.

      Por un momento, Ari y yo nos quedamos congeladas y miramos el accidente boquiabiertas. Luego Ari lucha por desabrochar su cinturón y abrir su puerta a toda velocidad. Corre hacia el accidente antes de que pueda pensar en moverme, y cuando lo hago, es para relajar mis puños.

      Siento un cosquilleo en los dedos, están al borde de estar entumecidos. Los miro, mi piel se tiñe de naranja por la luz de la calle.

      Coincidencia.

      Solo una extraña coincidencia.

      De alguna manera, encuentro la manera de buscar mi teléfono y llamar a la policía. Para cuando termino de darles la información, mi mano dejó de temblar y Ari está viniendo hacia mí.

      –Todos están bien –dice sin aliento–. Las bolsas de aire se activaron.

      –Llamé a la policía, estarán aquí pronto.

      Asiente.

      –¿estás bien? –le pregunto a mi amiga.

      –Eso creo –Ari se hunde en su asiento–.

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