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los hombros.

       Ayyy.

      –Escucha –digo y vuelvo a mirar a Quint–. Sé que no es el fin del mundo, pero nunca recibí una C. ¡Y trabajé muy duro en esa maqueta! No tienes idea cuánta dedicación le puse a este proyecto –mis ojos comienzan a llenarse de lágrimas y me toma desprevenida. Los cierro con fuerza intentando controlar mis emociones antes de darle a Quint más municiones para atacar a Prudence: la adicta al trabajo.

      –Tienes razón –dice y abro los ojos sorprendida–. No tengo idea de cuán duro trabajaste en ese proyecto –retrocede un paso y encoge los hombros–, porque no confiaste lo suficiente en mí para ayudar.

      ¿No confié en ti?, quiero gritar. ¡Ni siquiera lo intentaste!

      –Además –añade–, tengo cosas más importantes que hacer con mi verano.

      –¿Cómo qué? –bufo–. ¿Jugar videojuegos? ¿Surfear?

      –Sí –responde con una risa enfadada–. Me conoces tan bien –gira y empieza a marcharse.

      Siento que me quedé sin opciones. Me cubre una ola de impotencia y alimenta mi enojo todavía más. No me gusta sentirme así.

      Mientras miro a Quint retirarse, cierro mis puños e imagino que la tierra se abre debajo de él y lo traga por completo.

      –Ah, un minuto, ¿señor Erickson? –grita nuestro profesor.

      Quint se detiene.

      –Casi lo olvido. –El señor Chavez busca entre sus papeles y toma una carpeta–. Aquí está la tarea de créditos extra. Gran trabajo. Las fotos son verdaderamente impactantes.

      El rostro de Quint se suaviza y toma la carpeta con una sonrisa.

      –Gracias, señor C. Que tenga un buen verano.

      Miro boquiabierta, estupefacta, mientras Quint sale del salón. ¿Qué fue eso?

      –Un momento. –Giro hacia el profesor–. ¿Le permitió hacer créditos extra, pero yo no puedo hacer nada para subir mi calificación?

      –Tenía circunstancias especiales, Prudence.

      El señor Chavez suspira.

      –¿Qué circunstancias especiales?

      Abre la boca, pero vacila. Luego encoge los hombros.

      –Tal vez debería intentar hablar con su compañero de laboratorio sobre eso.

      Suelto un rugido de frustración y piso fuerte hasta la mesa para tomar mis cosas. Jude me está mirando, preocupado, sus pulgares están acomodados detrás de las tiras de su mochila. Somos los últimos dos estudiantes en el aula.

      –Fue un esfuerzo valiente –dice.

      –No me hables –respondo entre dientes.

      Jude, siempre complaciente, no dice nada más, solo espera mientras guardo la carpeta en mi mochila y tomo la maqueta.

      Siento que el universo me está haciendo una broma.

      9

      El resto del día escolar es tranquilo. Es claro que los profesores ansían tanto como nosotros que empiecen las vacaciones y la mayoría cumple sin ganas con estas últimas horas obligatorias. En la clase de Inglés, pasamos toda la hora mirando una telenovela cursi. En Historia, jugamos lo que el señor Gruener llama juegos de mesa “semieducacionales” como Risk, Batalla Naval y Catan. En Lengua, la señorita Whitefield nos lee algunas citas groseras shakesperianas. Hay muchos insultos y humor sexual, que tiene que traducir para nosotros del español antiguo. Para cuando termina la clase, mis compañeros están estallados de risa y se gritan entre ellos cosas como “¡forúnculo labrado!” y “¡pálido infeliz!”.

      En realidad, es un día muy divertido. Hasta logro olvidarme del fiasco de Biología por un rato.

      Cuando salimos de nuestra última clase, la señora Dunn nos despide con bolsitas repletas de gominolas de ositos y galletas con forma de pez como si fuéramos niños de seis años en camino a un picnic. Supongo que es nuestro premio por molestarnos en venir el último día.

      –¡Sayonara! ¡Goodbye! ¡Adieu! –saluda mientras nos entrega el presente en la puerta–. ¡Tomen buenas decisiones!

      Encuentro a Jude esperando en las escaleras del frente de la escuela. Los estudiantes se mueven sin rumbo por todos lados, electrificados por su repentina libertad. Semanas enteras delante de nosotros, llenas de potencial. Playas soleadas, días tranquilos y maratones de Netflix, fiestas en piscinas y paseos por la rambla.

      Jude, quien tuvo a la señora Dunn más temprano, disfruta su bolsita con galletas. Me siento al lado de él y automáticamente le regalo mis golosinas, ninguna me resulta ni un poquito atractiva. Nos sentamos en un silencio agradable. Es una de las cosas que más me gusta de tener un mellizo. Jude y yo podemos estar sentados por horas, sin intercambiar ni una sola palabra y cuando me pongo de pie siento que acabamos de tener una conversación profunda. No compartimos charlas triviales, no necesitamos entretenernos. Podemos simplemente estar.

      –¿Te sientes mejor? –pregunta. Y como es la primera vez que lo veo desde la clase de Biología, sé instantáneamente de qué está hablando.

      –Ni siquiera un poco –respondo.

      –Eso pensé –asiente. Termina sus snacks, hace un bollito con la bolsa de plástico y la lanza en el cesto de basura más cercano. Se queda corto por lo menos por un metro. Gruñendo, camina hasta su proyectil y lo levanta.

      Escucho acercarse el auto de Ari antes de verlo. Unos segundos después la veo entrar en el estacionamiento, nunca supera el límite de 10 kilómetros por hora indicado en los carteles. Se detiene en el pie de las escaleras y baja la ventanilla, tiene un matasuegras en la boca, lo hace sonar una vez y el papel con cintas plateadas emite un trueno celebratorio y chillón.

      –¡Son libres!

      –¡Libres de los líderes supremos! –responde Jude–. ¡Ya no seremos sus esclavos!

      Nos subimos al auto, Jude y sus largas piernas adelante y yo en el asiento trasero. Hemos planeado esta tarde por semanas determinados a empezar bien el verano. Mientras salimos del estacionamiento, juro olvidarme de Quint y de nuestra horrible presentación por el resto del día. Supongo que puedo tener una tarde de diversión antes de ocupar mi mente en resolver este problema. Pensaré en algo mañana.

      Ari nos lleva directamente a la rambla, donde podemos atragantarnos con helados de Salty Cow, una tienda de helados lujosa conocida por mezclar sabores extraños como “menta de lavanda” y “semillas de amapola y cúrcuma”. Pero cuando llegamos, hay una fila hasta la puerta y la mirada impaciente en el rostro de varias personas me hace pensar que no ha avanzado en un rato.

      Intercambio miradas con Ari y Jude.

      –Iré a ver qué está sucediendo –les digo mientras ellos se ubican en la fila. Entro a presión por la puerta–. Lo lamento, no estoy colándome, solo quiero saber qué está sucediendo.

      Un hombre parado con tres niños pequeños parece que está a punto de explotar.

      –Eso está sucediendo –señala con enojo hacia la cajera.

      Una mujer está discutiendo… no, gritándole a la pobre chica detrás del mostrador que luce apenas más grande que yo. La chica está al borde de las lágrimas, pero la mujer es incesante.

      –¿Cuán incompetente puedes ser? ¡No

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