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ningún registro…

      No es la única al borde de las lágrimas. Una niña pequeña con dos coletas está parada al lado de la vitrina con las manos sobre el vidrio, su mirada se posa en sus padres y luego en la mujer enojada.

      –¿Por qué tarda tanto? –gimotea.

      –¡Quiero hablar con tu supervisor! –grita la mujer.

      –No está aquí –explica la chica detrás del mostrador–. No hay nada que pueda hacer, ¡lo lamento!

      No sé por qué la mujer está tan furiosa y no estoy segura de que importe. Como bien dijo, solo es helado y claramente la pobre cajera está haciendo su mejor esfuerzo. La mujer podría ser educada, por lo menos. Sin mencionar que está evitando que estos pobres niños –y yo– podamos disfrutar de nuestro helado.

      Inhalo profundo y me preparo para enfrentar a la mujer. Tal vez, podemos ser razonables, llamar al supervisor y que él venga a lidiar con esto.

      Aprieto mis puños.

      Doy dos pasos hacia adelante.

      –¿Qué está sucediendo aquí? –brama una voz severa.

      Me detengo. La gente en la fila se mueve para dejar pasar a un oficial de policía.

      O… ¿podría dejar que él lidie con esto?

      La mujer abre la boca, claramente está a punto de ponerse a gritar otra vez, pero es interrumpida por todos los clientes que están esperando. La presencia del oficial los alienta y, de repente, todos están dispuestos a hablar a favor de la cajera.

       Esta mujer está siendo una molestia. Está siendo grosera y ridícula. ¡Tiene que marcharse!

      Por su parte, la mujer parece genuinamente sorprendida cuando nadie la defiende, en especial aquellos en los primeros lugares de la fila, quienes han escuchado toda su historia.

      –Lo lamento, señora, pero parece que debería escoltarla fuera del establecimiento –dice el oficial.

      Luce mortificada. Y sorprendida. Y sigue enfadada. Gruñe mientras toma una tarjeta de negocios del mostrador y mira con desdén a la chica detrás de la caja que está limpiando las lágrimas de sus mejillas.

      –Hablaré con tu supervisor de esto –dice antes de marcharse ofendida de la tienda al mismo tiempo que suena un rugido gigante de aprobación.

      Vuelvo a mi lugar con Jude y Ari y sacudo mis manos. Siento una extraña sensación de aguijones en mis dedos otra vez por algún motivo. Les explico lo que sucedió y pronto la fila empieza a avanzar otra vez.

      Después de terminar nuestro helado, pagamos de más para alquilar un carrito a pedales y pasamos una hora paseando por la rambla, bajo su toldo amarillo. Ari toma demasiadas fotos de nosotros haciendo caras y de Jude gritándole que deje de pavonear y empiece a mover las piernas.

      Nos cruzamos con un grupo de turistas que está ocupando todo el ancho del camino y avanza a paso de tortuga. Bajamos la velocidad para no chocarnos con ellos. Ari hace sonar la pequeña campanilla de bicicleta.

      Uno de los turistas mira hacia atrás, nos ve y luego regresa a su conversación y nos ignora completamente.

      –¡Disculpen! –dice Jude–. ¿Podemos pasar?

      No responden. Ari vuelve a sonar la campanilla otra vez. Y otra vez. Siguen sin salir del camino. ¿Qué les pasa? ¿Creen que son los dueños de la rambla o algo así? ¡Muévanse!

      Mis nudillos empalidecen detrás del volante.

      –¡Cuidado! ¡No puedo parar! ¡Salgan de mi camino! –Alguien grita avanzando a toda velocidad hacia nosotros desde la dirección opuesta.

      Los turistas gritan sorprendidos y se separan mientras cinco adolescentes en patinetas casi los atropellan. Una de las mujeres pierde una sandalia que termina aplastada debajo de una de las patinetas. Un hombre se lanza hacia atrás tan rápido que pierde el equilibrio, cae por el borde de la rambla y aterriza en la arena. Comienzan a gritarles a los delincuentes adolescentes desconsiderados mientras Jude, Ari y yo nos miramos y encogemos los hombros.

      Pedaleamos más rápido y superamos a los turistas antes de que puedan reagruparse.

      Después de devolver el carrito, pedimos una canasta gigante de patatas fritas con ajo del puesto de patatas y pescado y nos sentamos en la acera, espantamos a las gaviotas ambiciosas pateando un poco de arena en su dirección. Cuando una de ellas se acerca tanto que hace que Ari empiece a chillar y se esconda debajo de una mesa de picnic, Jude lanza algunas de las patatas quemadas del fondo de la canasta hacia un costado para que las aves se peleen por ellas.

      Un segundo después, uno de los empleados del puesto que lo vio, empieza a gritarle porque “¡hasta un idiota sabe que no hay que alimentar a la vida silvestre!”.

      El rostro de Jude se llena de culpa, no lidia bien con reprimendas.

      Tan pronto el empleado se voltea, sacudo mi puño hacia su espalda. Estoy bajando la mano cuando una gaviota desciende y toma el sombrero de papel de la cabeza del empleado. El hombre grita y se inclina sorprendido mientras el ave se marcha.

      Observo a la gaviota y al gorro desaparecer en el atardecer.

      Okey.

      ¿Me parece a mí o…?

      Bajo la mirada hacia mi mano.

      No. Eso es ridículo.

      Cuando el sol empieza a hundirse en el horizonte, finalmente llegamos a la bahía donde celebran la fiesta de la fogata todos los años; una extensión de costa a un kilómetro y medio al norte del centro. No sé hace cuánto tiempo se realiza esta tradición, cuántos alumnos de último año se han empapado completamente vestidos en las olas, cuántas sesiones de besos hubo en los rincones rocosos a los que la gente va a, bueno, besarse. Supuestamente. No lo sé de primera mano, pero he oído las historias.

      No somos los primeros en llegar, pero llegamos temprano. Un par de estudiantes del último año están descargando conservadoras de la parte trasera de una camioneta. Un chico que reconozco de la clase de Matemáticas está preparando la fogata. Los primeros en llegar ya están eligiendo sus lugares, desparraman mantas y toallas sobre la playa, sacan pelotas de vóley y latas de cerveza de grandes bolsas tejidas.

      Elegimos un lugar no muy lejos de la fogata, extendemos la manta que trajo Ari y acomodamos unas sillas playeras bajas. En minutos, algunos de nuestros compañeros llaman a Jude para conversar.

      –Ya sé la respuesta –dice Ari mirándome–, pero solo para asegurarme. ¿Quieres meterte al agua?

      Arrugo la nariz ante la idea.

      –Eso pensé.

      Se pone de pie y me sorprende cuando se quita su vestido de verano estampado y revela un traje de baño rosado. Claramente lo tuvo puesto todo el día y me sorprende un poco no haberlo notado.

      –Espera, ¿irás a nadar? –pregunto.

      –A nadar no –dice–, pero es una fiesta en la playa. Pensé que por lo menos debería mojarme los pies. ¿Segura de que no quieres venir conmigo?

      –Segura. Gracias.

      –Okey. ¿Cuidas mi guitarra?

      No espera a que responda porque por supuesto que lo haré. Ari avanza hacia la costa. No saluda a nadie y noto que algunas personas la miran con curiosidad, se preguntan si deberían reconocerla. Jude dijo que Ari no dudó cuando la invitó a venir, aunque no conoce a nadie. Me pregunto si está esperando conocer a miembros de la juventud de Fortuna Beach mientras está aquí, hacer algunos nuevos amigos. Probablemente, debería presentarle algunas personas cuando regrese, pero…

      Miro alrededor con el ceño fruncido. Siendo honesta, tampoco conozco a muchas personas. Son casi todos estudiantes mayores. Y los pocos compañeros de mi año que reconozco,

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