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no puedo confiar en la justicia —relata Carola Ortiz.

      La semana pasada, J. se comunicó con la profesora.

      —Me llamó y me dijo que estaba bien. Estaba muy orgulloso porque va a ser el primero de su familia en terminas octavo básico. Y antes de cortar le pidió un último favor.

      —Me dijo: “Tía, ¿me podría ayudar con las tareas del colegio? No me quiero atrasar. Quiero terminarlo luego, quiero salir de acá”.

      TRABAJOS FINALISTAS

      CLAUDIO BERTONI: “YO NO VUELVO A GOOGLEAR UN SÍNTOMA NI AUNQUE ME TORTUREN”

      Daniel Hopenhayn

      2 de mayo

      La Tercera

      En 2017, en el suplemento Babelia del diario español El País, Leila Guerriero comienza así una entrevista con Claudio Bertoni: “La casa del poeta Claudio Bertoni, en Concón, una pequeña ciudad balnearia a 20 minutos de Viña del Mar, Chile, es legendaria por lo austera: un cuadrado con techo de chapa que era el galpón donde se guardaban los trastos de una vivienda que ocupaban sus padres. Tiene dos habitaciones, una cocina y un baño. En la sala hay un desorden bestial que se conecta de mueble en mueble como un sistema de vasos capilares por el que circularan tazas, pedazos de cartón, ropa, libros”. El poeta vive recluido en Concón desde hace 45 años como un fugitivo del mundo, de la sociedad literaria y de la tecnología, y esta entrevista causó por partes iguales asombro, regocijo, alarma e identificación en su legión de lectores. A sus 76 años, Bertoni ha publicado más de 20 libros inclasificables que convirtieron en una rara avis en las letras chilenas. Con delicadeza y un profundo conocimiento de su obra, Daniel Hopenhayn logra llevarlo a lugares donde entrevistas anteriores no lo habían hecho.

      El poeta habla de su relación de amor y odio con el presente y también con un lugar profundo de versos, autores, palabras y emociones que pocos trabajos periodísticos se animan a visitar. El jurado se puso de acuerdo de inmediato en que esta era la entrevista que más posiblemente quedará en la memoria colectiva cuando la pandemia y el encierro sean vistos como una pesadilla del pasado remoto.

      Refugiado en Concón, donde reside hace 45 años, Bertoni enfrenta la pandemia con la paranoia que corresponde a un hipocondríaco sin cura. No le resulta fácil. Carece de habilidades para hacer trámites por internet y carece de resolución para hacer el aseo. Pero sus problemas más serios, y de los que habla con más entusiasmo por el teléfono, son los existenciales: la conciencia de habitar un mundo tan frágil como insondable, y donde la única verdad posible, asegura aterrado, fue establecida por Tribilín.

      —Para enfrentar la pandemia, tienes la ventaja de que vivir aislado en tu casa es tu rutina hace décadas, pero la desventaja de ser un hipocondríaco. ¿Cuál de esos dos factores ha pesado más?

      —La desventaja. Porque en términos de vivir cagado de susto, hace tiempo que las cosas han ido empeorando para mí. El escritor italiano Guido Ceronetti, en un libro absolutamente malvado que se llama El silencio del cuerpo, dice de repente: “Somos seres de una deslumbrante fragilidad y pequeñez”. Esa deslumbrante fragilidad a mí me corre por la sangre, pero ha recrudecido con el tiempo. Y la guinda de la torta ha sido esta cuestión del virus. La maldita paranoia que transmite la televisión, en la cabeza de un hipocondríaco como el que te habla, sube a unas alturas inconmensurables.

      —¿Te has pasado películas con los síntomas?

      —Tuve miedo por unas temperaturas raras que me dieron, de las que no te quiero hablar, pero que ya están como sanadas. Y también por la disnea, porque es un síntoma del coronavirus y fue uno de mis principales síntomas hace un par de años, cuando estuve muy mal y no podía llenar los pulmones de aire. Espero hablarte bien ahora, porque si no te voy a cortar y voy a quedarme respirando corto quizás por cuánto rato. Esa vez terminé cinco veces en la urgencia de la Clínica Ciudad del Mar, creyendo que tenía infartos. Era pa’ la risa, ya me decían “don Claudio” cuando llegaba. Y ahí trataban de calmarme, pero yo pedía el electrocardiograma, porque era lo único que me tranquilizaba. Yo creo en la ciencia alópata, lo siento, sería maravilloso creer en una machi que quema unas hierbitas, pero no puedo. Fue tragicómico, terminé rebasando el límite mensual de Fonasa para hacerse electrocardiogramas.

      —¿Y no tenías nada?

      —Tenía angustia precordial. Yo nunca había usado el Google, pero mi hermana me lo mencionó, puse ahí lo que me pasaba, apareció la angustia precordial y saber que tenía eso fue mi salvación. Pero ahí tuve cueva, porque el doctor Google es horroroso. Después lo volví a usar y aparecieron un par de huevadas para salir arrancando.

      —Siempre es cáncer.

      —¡Exacto! No, yo no vuelvo a entrar a Google ni aunque me torturen. No es para alguien que tiene todas estas malditas huevadas en la cabeza. Que ojalá las tuviera en la pura cabeza, pero las tengo repartidas por todas partes. O sea, en la pura cabeza yo he tenido que hacerme tres escáneres y dos resonancias magnéticas. Una de las resonancias fue por un cuento demasiado choro, pero no te lo voy a contar. Me llevaron a las dos de la mañana porque me pasó una cosa rarísima con la memoria… Ya, lleguemos hasta ahí con eso.

      —Por ahora, en Concón van recién 14 casos de Covid-19.

      —Sí, eso me tranquiliza. Pero igual estoy con la súper paranoia de que no quiero acercarme a nadie, porque te cambian la información todos los días. Primero dicen que para contagiarse hay que conversar con alguien a menos de un metro y por más de cinco minutos, pero después sale un sabio finlandés o un científico polaco diciendo “mira, si estás en el supermercado buscando el aceite, y otro huevón estornuda en el pasillo de los tallarines, te llegan los aerosoles y cagaste”. Y la mascarilla, que según la OMS era totalmente prescindible, ahora resulta que hasta tenís que dormir con la huevá. No, yo chanté la moto con esos datos. Tengo una televisión Sony que me regaló una amiga y ahí miro las noticias de CNN y las películas del I-Sat, esa es toda mi relación con los medios. Sé que en el computador se pueden ver los diarios, pero yo creo en los papeles. Y las redes sociales, para serte franco, hallo que son como unas redes en que caen los huevones como peces. Tengo 74 años y realmente estoy en otra parte.

      —Cuando se habla de “los viejos”, ¿te das por aludido o todavía sientes que hablan de otra gente?

      —Eso es muy raro: obviamente soy un viejo, pero si miro a los viejos no veo nada parecido a mí. Tengo amigas jóvenes que dicen “ah, estos viejos culiados”, pero se refieren a gente que no tiene más de 50 años. Lo que pasa es que son señores como gorditos, un poco pelados, que andan de terno y son como caballeros. Yo no me puedo ver de afuera como un caballero. Todavía me pasa en la calle una cosa que es súper dulce y hermosa: de repente la gente me habla. Y a veces me hablan unas señoras con sus maridos que para mí son la sal de la tierra, unos caballeros chilenos que usan chaleco y corbata, que son como bien silenciosos y andan con su señora que es arregladita y todo. Y las señoras me dicen: “Don Claudio, leí sus libros”. Te juro que me dan ganas de pedirles disculpas por las cochinadas que escribo. Para mí no son cochinadas, pero veo a esas señoras y son como mi mamá, aunque a veces sean menores que yo.

      —Otro efecto del encierro es que manejarse en internet se volvió casi obligatorio. ¿Te has sentido discriminado por eso?

      —Discriminado no, pero sí como con susto, porque estoy quedando totalmente fuera. Ponte tú, para sacar plata de la Cuenta RUT yo tengo que ir en persona al banco, no lo sé hacer por el computador. Y si yo cago físicamente, que cada vez voy a cagar más, simplemente no voy a tener cómo hacerlo. Pienso en eso cada vez que me siento mal y creo que no me voy a poder mover. Además, como vivo de la plata que dejan los libros, me piden que mande una boleta por el computador, pero tampoco sé cómo hacerlo, dependo de que alguien venga y me ayude. Y tal como dices, esto del virus corona

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