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Él, en su cama, dice que ya no le importa cómo lucirá y que no quiere volver a entrar a un quirófano en su vida.

      En otra cama en la misma habitación, está Gabriela Collinao, su mujer, que también recibió un impacto de bala en una de sus piernas. “Me quedaron restos adentro”, dice. Las tareas en el hogar las realizan ahora sus hijos mayores, de 14 y 17 años, quienes van a comprar al almacén y a pagar las cuentas. Ella se traslada a duras penas en una silla de escritorio para ir al baño y su hermano que vive cerca les trae la comida todos los días.

      La familia se acaba de reunir por primera vez luego de una semana en la que César estuvo internado. La recuperación se demorará seis meses y no podrá trabajar en su oficio: la desabolladura de automóviles. Se viene tiempos difíciles. Herrera está planificando qué hacer, mientras asimila todo lo que ha pasado. “Pudimos haber muerto o haber matado a algunos de mis hijos. Además, voy a quedar cojo y teniendo tres hijos que mantener. Todo por culpa de un hueón cagado de la cabeza que va y dispara dejándonos así”, se lamenta.

      A pocos metros de la casa de los Herrera, Javier, estudiante de enfermería, muestra las heridas en su cadera y su pierna. Las dos balas de 9 mm que recibió siguen alojadas en el interior de su cuerpo y lo más probable es que se queden allí por un buen rato. “Las balas solos las sacan en las películas de vaqueros”, le dijo un doctor en el hospital. Si se quedan aquí, dice, que al menos tengan algún sentido.

      —Quiero que estas balas que tengo en el cuerpo valgan la pena y metan presos a estos pacos —reclama.

      Junto a él está su amigo Luca Pineda: flaco, alto y de look punketa, estilo que no impide camuflar el miedo que aún mantiene tras el tiroteo. No ha podido dormir y los ruidos de balas, petardos y fuegos artificiales —los que son pan de cada día en su barrio de La Florida— lo hacen evocar el tiroteo donde una bala le rozó la mano.

      Para Gonzalo Gómez la situación no es muy distinta. Debe desplazarse por su casa en una silla de ruedas que le prestó un vecino. En su celular, muestra una fotografía de su muslo abierto por el roce una bala que le dejó una cicatriz de 12 puntos de sutura.

      El joven soldador, fanático de Colo-Colo, se encuentra terminando la enseñanza media en un 2 x 1. Hoy, en casa de su madre, reflexiona tras el tiroteo: “Estos dos carabineros de civil dispararon para matarnos. Si no hubiese sido así hubiesen disparado al aire, como para asustarnos, echarnos. Ellos nos querían matar”, reflexiona.

      En el pasaje paralelo al de la casa de Gonzalo vive Ricardo Rubio, el asistente social que tocaba la trutruca el día de la manifestación. Rubio tiene una bala alojada en su canilla y aún no sabe si podrá volver a jugar a la pelota o incluso a caminar normalmente. “Yo espero que esta bala me la saquen, no sé si alguien puede vivir de forma digna con una bala dentro del cuerpo”, dice sentado en el living de su casa.

      El dirigente de la Asamblea Santa Raquel, añade que no puede desprenderse de su profesión a la hora de reflexionar sobre los carabineros que lo atacaron a él y a otras once personas, entre ellos varios de sus amigos y compañeros de la asamblea territorial.

      “Yo no creo que estas personas hayan tenido intención de ir a matarnos. Estoy convencido de que estaban conmemorando su día y se tomaron una botellas de whisky y quedaron raja de curados, llegando a un punto donde se sintieron amenazados por nosotros que estábamos manifestándonos en contra de su institución, la misma que les dio la oportunidad a ellos de ser alguien. Yo de verdad creo que estos gallos también son víctimas de la injusticia del sistema, o sea de la institución de Carabineros de Chile”.

      Carolina Adasme, otra integrante de la asamblea Santa Raquel, fue otra de las más afectadas por la balacera. El proyectil que recibió ingresó por su espalda, rebotó en una de sus costillas y salió por la parte superior de su pecho. Su paleta y varias costillas están fracturadas, además de una leve perforación pulmonar. El impacto del proyectil, relata, estuvo a siete milímetros de causarle una herida mortal.

      Carolina se mueve lento y pausado, jadea al respirar y no puede tomar a sus pequeños gemelos en brazos. A uno de ellos debieron enviarlo donde unos parientes en el campo, para que no la viera en ese estado. A su hijo mayor que alcanzó a ver algunas imágenes en los matinales, Carolina le explicó que recibió unos balazos de unas personas malas, pero omitió quienes eran realmente.

      “He tratado de mantenerlo al margen, él no tiene por qué sentir odio”, recalca. Luego agrega: “¿Qué hubiera pasado si nosotros hubiéramos baleado a Carabineros? El Gobierno nos hubiera acusado de terroristas. A ellos en cambió no les pasó nada, pero lo que hicieron con nosotros, yo al menos lo veo como un acto terrorista, un acto de odio”, dice.

      Para Diego López, amigo de Carolina, la situación también es delicada. El joven artesano y guitarrista estuvo a punto de perder uno de sus dedos. López se encuentra haciendo reposo en la casa de su hermana en el centro de Santiago.

      —Lo único que quiero es recuperar la movilidad de la mano para poder seguir tocando guitarra y para no estar recordando esto toda la vida, porque me imagino que cada vez que me vea mano, si no la puedo ocupar, va a estar ese fantasma. Pero no quiero echarme a morir —recalca.

      Tampoco Thiare Korner, la malabarista de 18 años que ni siquiera participaba de la manifestación cuando una bala le atravesó el muslo. A días del ataque, en su casa junto a su pololo y sus parientes, cuenta que es muy difícil “sacarse de la cabeza que intentaron matarnos”. “Más aún si se supone que es alguien de una institución que debe cuidarnos y resguardarnos. Me quedó marcada la bala, esto no es para la risa, creo que ellos son unos delincuentes”.

      Para Nayareth y Jocelyn, las amigas que fueron juntas el 27 de abril, la vida también les ha cambiado. Pese a que una de las balas les dañó el muslo, Nayareth piensa que seguirá manifestándose una vez que se normalice la situación sanitaria.

      Jocelyn tiene una bala alojada en una pierna y, a diferencia de su amiga, dice que no va a volver a salir a manifestarse por miedo a dejar a su pequeño hijo solo. Al igual que Carolina Adasme, ha preferido no contarle quiénes fueron los que la hirieron en el pie. “Solo le dije que tuve un accidente corriendo. No tiene para que saber esas cosas; después les va a tener miedo a los carabineros”, dice.

      Para Juan Carlos, el fotógrafo aficionado que recibió un balazo en su glúteo, el recuerdo de la balacera siempre estará allí. Vive a escasas cuadras de la estación Trinidad y pasa casi todos los días por el lugar. Dice que no tiene odio, ni sed de venganza contra los culpables del tiroteo, pero qué si se los encuentra algún día, no se iría a las manos con ellos. Haría algo mucho más simple y directo. Los miraría a los ojos, dice, y les preguntaría: ¿Por qué lo hicieron?

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