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rebelión

      del instante.

      Enredados,

      los amarillos

      pululan en el rojo,

      vacíos anaranjados

      salpican las sombras

      del verde,

      sortilegios

      de luz.

      Juguetea,

      entre sombras,

      aladas,

      del otro,

      del uno.

      del nos-otros.

      Al filo

      del puente,

      entreteje jugando

      la compasión,

      enamorada.

      1. La función y el funcionamiento del hijo se sustenta en lo que he denominado El Nombre – del – Hijo articulado a la función paterna y materna. Sobre esta temática véase Levin (2000), Lacan (1998) y Freud (1991).

      2. Tal como plantea Fernand Deligni, “La red es un modo de ser” que se inscribe y existe en infinitivo.

      3. La vida de la infancia siempre tiene que iluminar o saltear una página, un territorio, para poder recorrer otros, tal como lo explicita Martin Buber en los Cuentos jasídicos. Los primeros maestros: “Preguntaron a Rabí Leví Itzjac ‘¿Por qué no hay primera página en ninguno de los tratados del Talmud babilónico? ¿Por qué cada uno empieza por la segunda?’. Repuso: ‘Por mucho que un hombre pueda aprender, siempre debe recordar que no ha llegado siquiera a la primera página’. La especificidad de la lengua hebrea consiste en una estructura básicamente consonántica; las vocales están en la ausencia. No existe un primer texto, pues leer es creación en acto. Ninguna lectura –como ninguna experiencia lúdica– es idéntica a su predecesora; cada una abre la interrogación y el azar como premisa del pensamiento. Los niños nos enseñan la renovación y revelación de las nuevas preguntas en el lúcido umbral del acontecimiento epifánico de jugar (Ouaknin 1999).

      4. Cuando un niño juega aprovecha el azar, lo afirma cada vez que se le presenta la posibilidad. Al decir de Mallarmé: “Una tirada de dados jamás abolirá el azar”. En el clásico juego con los dados, al lanzarlos, el niño asume la probabilidad de todas las combinaciones. Juega la legalidad azarosa de lo posible, aunque sea imposible saber qué números saldrán. Caen los dados, puede tirarlos varias veces hasta que el resultado esté a la vista. El azar, invisible e intangible, juega su juego y se pierde. Nunca perdura como tal, desaparece para repetir la siguiente partida, tal vez en un eterno retorno. Véase Montes (1999), Nadau (2017) y Nietzsche (1995).

      5. Meschonnic (2007) nos plantea que en el lenguaje son centrales el ritmo y el desconocimiento: “Lo desconocido es mucho mayor que lo conocido”. Y que “Lo conocido nos impide conocer lo desconocido del lenguaje”.

      6. En cuanto al ritmo, Quignard (1998) nos aclara desde la lengua griega cómo él rythmos es espacial, sujeto a los hombres en estructuras sonoras gracias a las cuales se mantienen en pie. No es del orden de lo visible: “El oído es el único sentido donde el ojo no ve”. ¿Cuál será el oído del ojo?

      7. “La historicidad no es la historia. Es la transformación, la medida de lo desconocido que sigue siendo desconocido” (Meschonnic (2007, p. 147).

      Introducción -1

      Cuando un niño es una hormiga

      El tiempo juega en los niños y ellos juegan con él, sienten que son lo que no son; si miran unas hormigas, se preguntan por ellas, interrogan el sentido que tienen: ¿cómo caminan?, ¿adónde van?, ¿qué quieren?, ¿duermen?, ¿cómo viven?, ¿cuál es la casa?, ¿que comen?, ¿pican?, ¿hablan su propio idioma?... Así, en un tiempo inconmensurable, son el ser de la hormiga; transformados en ellas, potencian dimensiones desconocidas, desapercibidas sin esa única posibilidad de ser, por primera y única vez, hormigas de un hormiguero y pensar por fuera del cuerpo.

      En la nimiedad de ser como una pequeña hormiga, escudriñan el espacio, descubren la sensualidad de la sensación de desplegarse, desplazar el cuerpo y ubicarse en la posición de otro, sea este una hormiga, un pececito, un juguete, una casa o un niño devenido próximo amigo.

      Ser hormiga le permite a un niño mirarlas con ojos bien abiertos, tocarlas para saber qué hacen y, al hacerlo, ser tocado por ellas en un toque recíproco, asimétrico, secreto e íntimo. Necesita la intimidad para saber quién es la hormiga, para qué vive, por qué está allí, qué quiere, quién es la mamá… el papá… la familia. Al preguntarse por ellas, es por él por quien se interroga. Son sus propias dudas, enigmas y rumores puestos a desplegarse en las diminutas “personas” hormigas. Solo puede asumir la intriga a través de ellas, sin tener la menor idea: lo representan, las siente y esa sensación da vida a la representación.

      Imaginemos la mirada de un chico al ver cómo la hormiga toma una miga de pan, la atenaza y camina con ella a cuestas anudada al cuerpo. La mira muy de cerca, observa su faz, el camino que camina. Presuroso, calcula si se puede encontrar con otra hormiga para intentar saber qué sucedería en ese caso: quiere saber qué puede acontecer. Él solo juega, sospecha lo insospechado, lo maravilloso. Sondea el sinsentido, lo distinto; lo otro funciona como inesperado; busca sorprenderse hasta lograr que el pequeño insecto lo mire o, mejor dicho, se siente mirado por él.

      Mira la respuesta y se mira frente a las cosas que provoca; por ejemplo, intercepta el camino, coloca otra hormiga, un palito, un pedacito de comida o la mete dentro de una vasija con agua. La desafía con perplejidad para analizar la reacción, lo que realiza frente al obstáculo o encrucijada a la cual la somete: ¿cómo será su decisión?, ¿qué puede pasar? La inviste de ideas, imágenes, palabras y fantasías, la hace única.

      Al jugar, crea relaciones perspicaces entre las cosas que no existían antes, una singularidad. Puede ser él su “propia” hormiga, inventa una diferencia, no es cualquiera, él se espeja en ella hasta producirla. Entrecruza un espacio dinámico que no pertenece a uno ni al otro; rota, gira, se mueve en la inaprensible rebeldía de la plasticidad.

      Sujeto a la metamorfosis, el niño abandona el cuerpo sin parar de devenir otro para ser él. No es nunca una utopía; en realidad atraviesa el cuerpo y engendra un nuevo territorio que no existía antes de esta trans-formación. Los niños aprehenden a estar en varios sitios a la vez (realidad cuántica), la imagen del cuerpo se mueve intangible, juega. Los pequeños e ínfimos detalles provocan el sueño de lo irreal; efímeros, emigran; minimizan el destino, el columpio del desarrollo; urden la red entretejida a medida que crece el desafiante deseo de ser y estar en el “quizás” del infinitivo.

      La hormiga indefensa se desliza en la precoz mirada del niño; la alegría de exiliarse en ella alienta la sonoridad del murmullo, extrañez

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