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De esa manera, se inscribe un modo de ahuecar el sentido e inventar otro; al descomponer y recomponer, crean un agujero; lejos de llenarlo, encuentran en él la potencia por donde anudar la red, origen de la experiencia esencial de abstraer y representar.

      Cuando una hormiga está en el hormiguero no se detiene: se mueve, teje la propia red que la cobija y la protege de los depredadores más terribles. En el centro de esa superficie entrelazada, procrea la reina alada, el último bastión de todo reinado. En caso de extremo peligro podrá volar (como un recurso posible), abandonar el entretejido para buscar otra tierra; migrar a un nuevo territorio donde anidar la secreta esperanza de la herencia, la descendencia que la sucederá en la constitución del próximo eslabón. Alojados en los huecos del terreno, nacerán de nuevo para tejer la trama inconclusa de la vida: la natalidad de un nuevo hormiguero.

      A veces, en la playa o en un arenero, los pequeños insectos salen a caminar, a sondear la existencia de cositas para alimentar a los suyos; así, sin darse cuenta, dejan las huellas en la arena, rastros efímeros de sus movimientos. Dibujan mapas, senderos irresueltos, garabatean el espacio. Un niño ve los rastros, detiene el tiempo, se lanza en potencia a innovar, a mirar el insólito camino y juega con las figuras, con las formas ensambladas en la dinámica superficie, solo unos segundos, antes de disolverse por el próximo vaivén de una brisa que vuelve a acomodar la arena para las próximas pisadas.

      En la infancia, los diagnósticos son de una arenilla tan fina y móvil que disipa y deforma cualquier clasificación o presupuesto. Si nos arriesgáramos a seguir las huellas diminutas de las hormigas diseñadas por el deseo de desear, de descubrir los secretos que encierran, llegaríamos finalmente al hormiguero y nos daríamos cuenta de que, por unos instantes increíbles, fuimos hormigas alojadas en las redes que entretejen el destino de los niños en un único hormiguero: el territorio sin sustancia de la dimensión desconocida.

      1. Durante el tiempo de la infancia, el niño transmigra de un lugar a otro, de un cuerpo a otro, de una experiencia a otra que lo renueva, transformándolo en un caminante hacedor de lo nuevo y dador del afecto que allí se genera. En este sentido, recuerdo la frase de Oliverio Girondo: “Cuando la vida es demasiado humana-únicamente humana-el mecanismo de pensar, ¿no resulta una enfermedad más larga y más aburrida que cualquier otra? Yo, al menos, tengo la incertidumbre de que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de evasión, que me permite trasladarme a donde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un huevo y, lo que es más importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento que me había olvidado, casi completamente, de mi existencia. A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la trasmigración” (Girondo, 2008).

      2. Borges, con la profundidad que caracteriza su escritura, lo expresa de este modo: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético” (Borges, 1950).

      3. Agamben (2018) y Lacan (1965).

      4. La perplejidad en el quehacer con los niños nos invita. Recordemos que, en la raíz etimológica, donde surge el término, perplexia significa tortuoso, enmarañado, como un laberinto lleno de vueltas. La palabra también proviene del griego pleco: anudar, rizar, trenzar, entrelazar. Es lo que sucede al jugar en esa zona fronteriza del “había una vez”. Hay que “perplejiar”, como lo plantea sensiblemente Montes (2017).

      5. Henri Michaux plantea algunos principios de un niño, por ejemplo: “Si pudiéramos mantener juntos ‘mañana’ y ‘hoy’, seguramente se llegaría a ‘pasado mañana’. (…) Los peces mueren con los ojos abiertos. (…) Un kilo de mariposas no pesa nada, a menos que estén dormidas. Padre dice otra cosa, pero él nunca mira las mariposas. (…) Las hormigas con cola rara vez salen” (Michaux, 2018).

      6. Los niños, más que poseer el amor del Otro como dependencia y fusión, lo padecen, son poseídos por él. Se enfrentan a la herida abierta (castración) de no ser el objeto único de su deseo. De ahí nace la dualidad amor-odio que los chicos dramatizan apenas se lanzan a jugar, experiencia vital sin la cual no pueden heredar el don que los causa. Si no juegan, el cuerpo encarna el sufrimiento. Sobre esta temática, véase Derrida (2016), Lacan (2008), Nancy (2003) y Larrosa y Skliar (2005).

      7. Véanse Machado (2018), Colasanti (2005) y Monteleone (2018).

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