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cuando se lanza a jugar; por eso mismo, Rafa y Agustín continúan jugando. La curiosidad los lleva a fantasear lo imposible. Para hacerlo, ambos necesitan esos minutos de encuentro que consolidan la relación entre ellos y hacen del espacio clínico un lugar en el cual se configura un territorio, el lazo de un horizonte susceptible de armar redes de deseos entretejidos con otros que, por primera vez, los conmueve al jugar juntos en una comunidad.

      La vibración se enreda en la red; realmente conmovido, estoy entrelazado como un pequeño insecto que queda entreverado: ayudo a hilar, a zurcir la trama fortuita que está produciéndose. El devenir no es nunca un simple movimiento o una acción motriz: está en el medio, en el entre, sin principio ni finalidad; conjuga el “entre dos”. Huye de la localización; cuando se procura tomarlo o etiquetarlo deviene transformándose. Escurre cualquier determinación; en la frontera indómita se opone al estatismo y la fijeza.

      Cuando un niño juega (como lo hacen Agustín y Rafa) siempre está en el entre. Sin un destino predicho ni un origen, a contrapelo de lo lineal, muda, cambia, desterritorializa lo dado, pasa, arrastra lo anterior, desplaza y atraviesa. Al realizarlo, pierde la posición, abre el entredós con apertura móvil incierta.

      No hay devenir posible sin pérdida. El propio movimiento implica perder la experiencia al crear otra que desconoce. El acto de jugar es rebelde; la rebeldía de los niños pone en juego la dimensión desconocida.

      El devenir del niño no tiene un sentido metafórico, sino de entretejido en la multiplicidad de la red. Al jugar sale del cuerpo, en el umbral, luego de un tránsito. Vuelve, pero a otro de sí. Opera el desconocimiento sujetado al espacio vacío del entre donde se teje la trama y el pensamiento.

      Rafa llega y, al saludarnos, dice: “Esteban, quiero ayudar… ¿puedo ser ayudante?”. Los hilos de la red continúan el insospechado trayecto, crean donde no existía nada y, al hilar, emerge la natalidad. La mamá de Agustín me envía por WhatsApp imágenes de su hijo jugando; el celular transmite la tela del telar deseante. Respondo con otro mensajito-imagen que continúa el juego. Perplejo, conformamos la red. Hilvanamos al trazar lo desconocido por desconocer.

      En otro encuentro, Rafa trae de su casa unos juguetes suyos para que pueda jugar Agustín. La humanidad del gesto demanda el don del deseo y abre el deseo del don que potencia la trama. Toman unos autitos y los lanzan por el tobogán. Rafa, desde lo más alto, los tira; mirándolo, exclama: “Agustín, ahí va, agarrá el auto… te lo tiro… agarralo”. Aprovecho la pausa, y digo: “A la unaaaa...”; Rafa dice: “A las doooos…” y ambos decimos: “y a laaas…”. Agustín sonríe, acomoda el eje postural y grita: “Teees… teees”. Sale el autito, lo agarra y se lo vuelve a dar a Rafa para repetir la escena.

      Recomienza la experiencia y cada vez difiere de la anterior; inventa el tiempo, a contrapelo crea el terreno en movimiento. En la potencia surge el antes en el después, palpita el pensamiento en el devenir y la emoción secreta del “entre” desconocido por desconocer.

      Se trata de detectar en el “entredós” transferencial una fuerza, un impulso anárquico que pulsa el germen de otro escenario en donde la experiencia renueva la apuesta. Con el fin de no quedar pegado a los clichés, es necesario dar aire, espacio y tiempo a lo caótico de la desposesión, para componer la trama por tejer.

      Jugar el ritmo

      Al jugar, en el fluir de la ficción, hay un ritmo actuante, incesante, que atraviesa sutilmente la escena. Lo rimado no es nunca una temporalidad irreversible cronológica, sino que implica otra lógica, que se corporiza en personajes. Un títere, una linterna, un muñeco, el cuerpo, los pececitos, un animalito o cualquier objeto-cosa es susceptible de ser, existir y personificar pensamientos, deseos y conflictos: en fin, representaciones en juego.

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      No hay funcionamiento de la experiencia infantil sin la dimensión rítmica. Sin este personaje que toca en el intersticio del “entre” enredado en la red. Desde ella, la imagen del cuerpo figura como un sensible reloj de arena donde el pasado se actualiza en la discontinuidad del presente; al caer los granitos, anticipa un futuro que no se conoce. Las redes de la infancia, a través del ritmo desconocido, son el destino.

      La pérdida del equilibrio prefijado origina rítmicamente la alternancia para reescribir un enlace, ligadura que vuelve a causar la aventura por realizar. En Agustín, el ritmo, en su dinámica incesante, articula el lenguaje al cuerpo, fuerza vibrátil que quiebra el sentido fijo, mimético, e instala el devenir de aquello que no puede traducirse sino en una experiencia plástica. En el diagnóstico que realizamos cotidianamente nos alejamos del signo-etiqueta, de la psicopatología, por la potencia sensible del ritmo intempestivo.

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      Cuando un niño sufre (como en los casos que analizamos), no puede jugar para evocar rítmicamente el pasado: el presente está ahí y pasa. La fuerza del sufrimiento es irrevocable y fractal, absorbe las posibilidades de anudar y hacer red, el movimiento opaca y cristaliza los colores del ritmo hasta alisarlo sin textura y, sin embargo, no deja de ser único y singular.

      Nos interrogamos: ¿Es posible introducirnos en el ritmo escénico que nos presenta el niño para pintar con él los colores que lo historicen? ¿Cómo mirar el tiempo en un chico cuyo sufrimiento lo lleva a no poder separarse del cuerpo y reproducir sin atenuantes el rostro opaco del mismo?

      Última impresión

      Agustín

      Detrás,

      de lo ojos cegados,

      extiende

      el gesto.

      Hendido,

      el lenguaje,

      emerge,

      en el tumulto feroz,

      del

      murmullo.

      A veces,

      la palabra giratoria,

      clava el diente,

      siente;

      el fervor del

      deseo.

      La memoria,

      reverbera en el fuego,

      utópicas filigranas,

      despiertan,

      ráfagas de deseo,

      el furtivo,

      rumor de una voz,

      sobresalta,

      la piel

      del

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