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tres estamos ubicados alrededor de la mesa. Dada la oscuridad del día, se me ocurre traer una pequeña linterna para jugar; la enciendo, la luz ilumina la habitación. Agustín mira la linterna atentamente; se la doy, él la mueve con una mano en vaivén, para un lado y para el otro; así, el rayo luminoso acompaña la dirección azarosa de cada movimiento.

      El haz de luz móvil adquiere vida; expectante, procuro agarrarlo. ¿Cómo se puede agarrar una luz? ¿Ella, pícara, juega? ¿Es posible que ilumine una ficción? ¿La luminosidad puede hablar? Lentamente me aproximo a la punta de la linterna, con mi mano la tapo, exclamo: “¡Uy, no está! ¡Se fue la luz! Luz, luz, ¿dónde estás?... ¿Te escondiste? ¡Luz, luz!”. Agustín me mira y, de reojo, en sentido oblicuo, observa a la mamá. Todo el tiempo su boca permanece cerrada, como si estuviera clausurada; mira mi mano y aprovecho ese gesto para retirarla; reaparece el rayo de luz y juego a perseguirlo, hasta que vuelvo tapar el foco.

      Agustín está en la escena, aunque no emite ningún sonido; participa del escenario que inventamos con la postura, la mirada y la actitud, sin saber a ciencia cierta todavía a qué estamos jugando cuando jugamos. Al mismo tiempo que lo hacemos, en un giro inverso, a contraluz, eso que realizamos nos inventa a nosotros.

      En la intensidad de la experiencia, apago la linterna. “¡Uy, uy, se fue, ahora sí, no está, no se escondió, se fue, chau luz, chau luz!”. Agustín toma mi brazo para que reaparezca el haz luminoso. “¿Dónde está la luz? ¡Volvé, volvé!”. Con su mamá pedimos para que ella vuelva… y enciendo otra vez la linterna. Agustín ilumina nuevamente el negro compacto del cuarto oscuro.

      Poco a poco, la luz se ha transformado en un claro enigma desconocido; en el juego, puede estar o no estar, aparecer o desaparecer, según la ocasión. A veces, traviesa, se esconde; otras, se fuga y escapa, refugiándose en lo invisible. El sinsentido nos sonríe; en la complicidad, vuelve a escabullirse ante la sorprendida mirada de los tres.

      En un momento, traigo un títere que ya había intentado introducir en otra sesión. Él también quiere jugar; en realidad, hago que tenga hambre: quiere comer y tragarse al inquieto rayo de luz. Lo manipulo, vuela y logra agarrar la linterna. “¡Se la come!”, exclamo, alertando del peligro; en ese instante, la dejo dentro del títere (donde tendría que estar la mano, está la linterna) y la luz encendida ilumina la insulsa panza del muñeco.

      Nuestro “amigo” el títere se comió la luz; iluminado por dentro, sin darse cuenta, esa claridad llama al otro. Riéndose, se jacta: “Me comí la luz, jajaja… La tengo en mi panza… ammm, ammm. ¡Qué lindo, jajaja, es mía!”. Los colores del títere, teñidos del sutil brillo de la mágica linterna, parecen comprometer el deseo. La sonrisa denota el placer en juego del personaje títere y de todos los que, alrededor, gozamos mirándolo. Al investirse de luminosidad, transforma la textura y demanda la mirada del otro.

      La linterna con el rayo encendido pivota dentro del títere, gira, se mueve. Transmutación de lo mismo en lo otro gestual, en la narración de una historia que se resiste a pasar desapercibida e insiste, con fuerza, en la dimensión desconocida que sucede en la dinámica del rayo de luz, devenido puente y pasaje relacional. Él nos convoca y reúne para compartir la chispeante iluminación del deseo. Los hilos luminosos tejen el territorio.

      Agustín quiere recuperar la luz de la linterna, mete la mano en el títere e intenta sacarla. En esa procura, comienza a tensionarse, cambia la gestualidad, se ofusca, eleva el tono, rigidiza la postura, las cejas se levantan y muerde la bronca, sin emitir ningún sonido. Tira con fuerza para sacar la linterna y no puede, con máxima intensidad vuelve a intentarlo una y otra vez, pero está atascada.

      Tensionado, quiere tomar la linterna para extraerla de la panza del títere; flexiona el codo, mueve el brazo y la mano, pero queda bloqueado (como si el personaje no quisiera entregar, ceder la luz que ha comido). Ante la insistencia repetitiva de su hijo, la mamá procura ayudarlo; alcanzo a hacerle una seña para que no lo haga. La profunda espera del silencio habla intermitentemente en la escena.

      Agustín pelea, lucha para sacar la linterna, que continúa atascada; con mucha fuerza, mueve la mano para desbloquearla, sin embargo, la crispación aumenta cada vez más… Un poco más, tiembla, vibra desde adentro de él y sale un grito fuerte, estridente: “Mamaaá, Mamaaá, Mamaaá”. Al gritar, destraba la linterna y, como por arte de magia, logra sacarla. Toda esta escena acontece en un solo movimiento y sorprende, alivia la inquieta angustia que se había generado.

      Contento con el haz de luz en la mano, asombrado, Agustín nos enlaza alegremente en el “entredós” del escenario compartido, que él realiza. Las marcas, huellas de esta realización, devienen la opción de torcer, transformar el destino prefijado de antemano, anudado al silencio absoluto del abuelo tras su muerte.

      Para los niños, a veces, las experiencias que realizan (como la que acabamos de describir), en lugar de ser espejos que solo reflejan imágenes, figuras o líneas, devienen hilos de rayos láser; no están en una posición pasiva (de recibir), sino activa (de producir y realzar). Salen al encuentro; traspasan fronteras; atraviesan un umbral, un espacio de producción donde la sensibilidad cenestésica articulada a la mano acaricia, sensible, el afuera, y lo invita a jugar otro escenario, tan irreal y fantástico como simbólico. La potencia de dicho acto no radica en lo que significa, sino, muy por el contrario, en el impulso libidinal que trasmite más allá de él, al generar la existencia de un deseo inexistente hasta el momento.

      En este contexto, la superficie se expande, multiplicándose; toma volumen y brillo. Del gesto decanta lo irreal e imaginario, que se enlazan plásticamente a través del amor reflejado en la aventura de existir en otra dimensión al hacer de cuenta que las líneas de luz tienen vida propia. Ellas hablan; traviesas, piensan, discuten, pelean, juegan. Buscan develar el misterio que las origina, sin saber que son ellas mismas las que lo actúan y crean a medida que se expanden por los senderos indómitos de la imaginación. Nunca están solas; huyen para relacionarse con otras figuras, formas e historias.

      La potencia actuante del acto de dar de comer a los peces, de garabatear con la luz, de jugar, hace que el tiempo irreversible gire en una espiral retroactiva y significante; produce deseos, efectuación dramática de un posible acontecimiento. La experiencia de la plasticidad simbólica redistribuye redes y fuerzas que no dejan de circular al crear, entre sus vértices, huecos, agujeros y recovecos donde se alojan las memoriosas huellas de una historia.

      La organización neuronal, el espacio del sistema nervioso, supone la conexión en redes que sustentan la plasticidad para reubicarse y deslocalizarse constantemente. El tejido propio de las neuronas es esencialmente discontinuo; la transmisión nerviosa necesariamente debe atravesar y franquear vacíos, entretejidos discontinuos opuestos a la verticalidad, la rigidez y la centralidad. Por el contrario, el cerebro “estalla” en redes opuestas a cualquier analogía anónimamente maquinal. La plasticidad inscripta en él se opone a un plan establecido y homogéneo.

      La plasticidad de la experiencia mantiene vital al cerebro; ella depende en gran medida de las relaciones con el otro que humanizan la herencia hasta hacerla existir en la regeneración y la capacidad de transformación cerebral. Frente a las lesiones neuronales o trastornos irreversibles de cualquier etiología, las neuronas evidencian fielmente la probabilidad de reparación y compensación. Al jugar, los niños nos demuestran día a día cómo responden fervientemente de forma plástica a la plasticidad cerebral (Malabou, 2007; Ansermet y Magistretti, 2010).

      Los niños descubren la capacidad de jugar mientras juegan; existen allí donde son lo que no son. Existir, para ellos, es abrirse al afuera; literalmente, la palabra “existir” proviene del latín: ex (afuera) y sistere (colocar, parar). Esta existencia inscribe el adentro, lo que es de uno, de otros, y aquello que se deja, desposee por los demás, es decir, lo compartido del tiempo del nos-otros.

      La red que construyen los niños jugando es la ocasión de un hallazgo; atañe a la azarosa conquista tramada al jugar. Insaciables, plebeyos, los chicos no paran de hilvanar la dimensión desconocida que, por un lado, los causa y, por el otro, los sostiene. Ingeniosos, algunos hilos deseantes tienen pegamentos y pueden permanecer engomados, entreverados y atrapados en ellos. En estas situaciones quedan empantanados, fijados, encarnan la red, sin desplazamientos.

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