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acertijos inconclusos, gestos mínimos –a veces caóticos y, por lo general, irresueltos– que carecen de una finalidad preestablecida. De este modo, procuro compartir la intensidad del propio acto de escribir y, tal vez, jugar lo que todavía no sabemos.

      La estructura de cada capítulo consta de dos impresiones que me genera el niño: la inicial y la última; en medio de ellas se despliega la historia jugada, el análisis y los pensamientos e ideas que ella genera. Luego, a modo de cierre y apertura, hay una Introducción con signo negativo, pues comienza cuando termina y finaliza donde empieza.

      En cuanto a las impresiones, ellas difieren profundamente de lo familiar; son más o menos fugaces, existen cuando la escena quedó atrás y ha desaparecido. No son recuerdos, sino un intento de captar la instantaneidad en el aire del encuentro, antes de que se escabulla por los vericuetos del sentido.

      La Primera impresión que tenemos de un niño es esencial; luego la olvidamos; atraviesa el territorio desconocido e imperceptible. Instante de una imagen pretérita y a la vez actual, jugamos con ella, la recreamos. No es nunca un dato o una premisa diagnóstica, sino la recepción de otra dimensión dispuesta a interrogarnos, sin esperar la respuesta. Ella nos convoca a jugar y, al hacerlo, nos desconocemos en la vibración de la infancia.

      La Última impresión de cada niño procura recoger brevemente el testimonio intrépido de un acontecimiento único e irrepetible, imposible de intercambiar. Dramatiza la idea intempestiva de la sensibilidad; intraducible, escapa cada vez que se pretende comprenderla y poseerla. Perdida, irrecuperable, tal vez deja ritmos discontinuos, desequilibrantes.

      Capítulo I imagen

      La dimensión desconocida de la palabra

      Primera impresión

      Agustín

      Sus ojos negros,

      profundos, fijos de sufrimiento

      miraban

      sin mirarme,

      veían sin voz,

      nudos

      arrebatados de dolor,

      los labios encerrados

      tiritaban la historia,

      la tristeza derretida

      de un murmullo

      por decir.

      El eclipse,

      de la palabra

      fluctúa

      en jirones distantes,

      curiosamente real,

      impune,

      sale el grito,

      yerra el eco,

      ronronean las letras,

      afónicas resuenan,

      recupera la lejanía,

      minuciosa,

      de la sonoridad.

      La herencia se transmite jugando: ¿quién jugará el amor, la promesa y la ley del deseo de desear? La ausencia de la voz invoca la presencia del lenguaje; ¿podremos jugarla para reconquistarla?

      Agustín llega al consultorio derivado del jardín maternal. Tiene dos años y, según sus docentes, es llamativa su dificultad para relacionarse con otros chicos de su sala; tampoco juega o realiza intercambio alguno con ellos. Se mantiene indiferente a las consignas, si bien, paradójicamente, participa de actividades como, por ejemplo, el desayuno, comer galletitas, lavarse las manos o ir adonde van los demás. “Otra de sus características –señalan– es que no habla una palabra…”

      En las entrevistas diagnósticas participan la mamá y el papá; ella, al referirse a Agustín, afirma: “Mi hijo decía algunas palabras, balbuceaba otras, jugaba con sonidos, por ejemplo ‘mate’, ‘torta’, ‘tres’, ‘atún’, ‘tapa’, ‘mamá’, hasta que, cuando tenía un año, murió su abuelo. A partir de ese momento dejó de hablar y perdió esos sonidos que recién empezaba a hacer. El abuelo (el papá del papá) era muy hablador; él siempre decía que su lengua (y se la señalaba) lo había llevado a todas partes… Su característica era ser muy charlatán; siempre contaba que ese rasgo suyo le había abierto todas las puertas. También tenía una frase preferida que repetía prácticamente todos los días: ‘La madre Teresa de Calcuta decía que la comunicación es lo primero’; esto le servía para explicar por qué era tan hablador. Él se sentía muy orgulloso de eso y de detentar en exclusiva el don de la palabra en la familia. Murió inesperadamente una mañana, como consecuencia de un paro cardiorrespiratorio. En ese momento, mi hijo no solo dejó de hablar sino también de saludar con la mano, de alimentar a las gallinas y de arrancar pequeñas florcitas del pasto: esas tres cosas (junto con el placer de hablar) se las había enseñado el abuelo, con orgullo”.

      La muerte del abuelo de Agustín coincidió con una infección urinaria que mantuvo al niño muy tenso durante un par de meses, en los que debieron efectuarle diversos análisis, algunos de ellos muy invasivos.

      El nombre - del - hijo

      En su función, Agustín hace que exista el abuelo; testimonia la herencia agónica que encarna el cuerpo sin palabras. El acto de hablar trasciende al cuerpo y se humaniza a través del deseo del Otro. La legalidad de la palabra vislumbra la deuda simbólica como don de amor. Heredar nunca es el hecho fáctico de la sangre (de lo genético) ni de una pura acción. Los padres no son los dueños de la generación precedente.

      Agustín no abre la boca; da la sensación de que hace mucha fuerza para cerrar los labios; en un silencio triste, aparenta una sonoridad que no sale. La mirada entristecida, cabizbajo, su postura tensa da cuenta de ello. Una de las primeras escenas que tienen lugar en el consultorio ocurre frente a la pecera ubicada en la cocina. Él se dirige hacia ella y aprovecho para presentarle a los peces, cada uno con su color. Ellos lo saludan de este modo: “Soy el pez anaranjado y tengo mucha hambre”. “¡Yo también!”, exclama el negrito, acompañado del pez plateado, en tanto el que tiene manchitas afirma alegremente que quiere más comida. Encarno cada una de las voces con distintos tonos y volúmenes para representar a cada pez; Agustín mira la escena, atento; con la boca cerrada, contempla desde su lugar todo lo que pasa. En un compás de espera, dejo de dar la comida a los peces y de hablar como si fuera ellos.

      En ese instante, Agustín deja de mirar la pecera y me observa; su gestualidad y giro postural parecen expresar que quiere que vuelva a darles de comer a los peces. Leo el gesto, pero, esta vez, le ofrezco a él que lo haga. Lentamente, coloco en su mano unas pequeñas piedritas alargadas para que pueda dejarlas en el agua de la pecera. Me mira, parpadea; con los labios apretados, temeroso, acepta la propuesta y deposita la comida en la superficie del agua. Los peces, hambrientos, se abalanzan sobre ella; aparece entonces tímidamente otra gestualidad: por primera vez, Agustín sonríe; los peces hablan, alegres por la comida que él les dio. Ellos dicen: “Am, am, am” al ingerirla; ante esta expresión, el niño se queda quieto; después de un tiempo inaprensible de la experiencia, pide más alimento, va a buscarlo a la bolsa en donde está guardado y, cuando lo deja en la pecera, llega a abrir la boca como si dijera “Am, am, am”. El sonido que sale es un poco tosco, parece gutural, pero rápidamente lo recreo como el “Am, am, am”. La sonoridad junto a la comida se repite, recrea la dimensión desconocida que juntos comenzamos a transitar sin saber adónde nos llevará; estamos entretejiendo la red.

      La mamá y Agustín llegan al consultorio un día muy nublado, destemplado,

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