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al jugar, lo hacen, pescan en mediomundos. ¿Cuál es la pesca del día? ¿Qué quieren atrapar? Sin duda, atrapan cosas, relaciones, deseos, donde no hay nada; crean, inventan lo que hasta ese momento no existe. Para realizarlo, no sin cierto caos, necesitan la red; junto a ellos, devenimos tejedores de redes, que a su vez nos tejen en una enredadera siempre inconclusa.

      Un niño, ¿se propone o tiene el proyecto de tejer la tela de la propia red? Si así fuera, no podría jugar y crear lo inexistente, eliminaría el azar, lo caótico, la sorpresa y la perplejidad. El entretejido no se puede saber previamente, al igual que un artista no puede calcular de antemano cuál será la obra antes de generarla, ni anticipar la composición, el entramado que la sustenta. Así, los niños no saben a qué van a jugar cuando el deseo los impulsa a hacerlo.

      Muchas veces tenemos el privilegio de hacer semblante; nos transformamos en títeres, ritmos, pececitos, rayos de luz, linternas, lobos, perros, arañas y monstruos en el afán de producir al semejante, al otro en la plasticidad de la experiencia que entreteje la red de la existencia simbólica.

      El espacio vacío cumple una función central en la red de la infancia; implica la separación, la pérdida y el enlace. El acto de jugar es una primera herejía sin respuesta; intenta salvar esa distancia sin –por lo demás– lograrlo, pues conforma una realidad paradojal. Afirma dos cosas contrarias: el niño es él y es otro al encarnar un personaje mientras juega; hay y no hay otra realidad (al hacer “como sí”), fundamento del pensamiento y la ficción. Coexisten simultáneamente diferentes niveles de tiempo, imágenes, palabras, cuerpos, espacios. Hay ahí una vibración efecto del choque de fuerzas que atraviesa y da vida a la experiencia infantil. No es nunca el mundo en sí el que da lugar a jugar, sino el acto de jugar el que origina la posibilidad del mundo de la infancia.

      Aprendizaje como insecto o aprehender como sujeto

      Al cabo de algunas sesiones, Agustín llega al consultorio junto con su mamá sonriente, alegre y contento. Destaco la sutileza de la alegría, pues enuncia una gran diferencia con el comienzo, cuando llegaba tieso, cabizbajo, ofuscado, malhumorado. La tensión corporal de ese momento bloqueaba la expresión gestual y la sonoridad propia de la palabra o el comienzo de ella.

      La mamá, contagiada de la sonrisa de Agustín, contenta, comenta: “¿Sabes una cosa? Ahora dice los sonidos de los animales. De a poco aprendió a hacerlos. Mirá: Agus, ¿cómo hace la vaca?”. “Muuu, muuu”, responde su hijo, casi sin mirarla. “Ahora, ¿cómo dice el pato?”. “Cuaaa, cuaaa, cuaaa”. Así repite el sonido de la oveja, del chancho, un pájaro… Agustín identifica a cada uno de los animales y emite el correspondiente sonido, característico de su condición. Sin embargo, al pronunciarlos, no hay ninguna gestualidad ni dramaticidad al respecto La representación de cada animal carece de vida, de afecto que la afecte; solamente es el ruido presente en el nombre de cada especie.

      Agustín escucha la demanda materna y responde adecuadamente, pronuncia lo que se le indica. Llama la atención la poca intensidad en la enunciación, la relación entre el concepto, por ejemplo, vaca, y el sonido “muuuu…muuu”. O entre el pato y el “cuaaa… cuaaa”; entre el perro y el “guauuu… guauuu”. Justamente lo que falta es el enlace afectivo, escénico y dramático entre ellos. La fuerza se aplana en el pedido y queda encerrada en la copia lineal; en el encierro del estímulo a una palabra directa, sin mediación, se disipa la diferencia entre el concepto y el sonido.

      Ante la realidad del estímulo percibido y la respuesta automática dada, Agustín reacciona miméticamente. Cuando la madre le dice: “¿Cómo hace el lobo?”, él responde: “Auuu, Auuu”. Entonces, espontáneamente, exclamo: “¡No, el lobo! Uy, que miedo, ¡auxilio!, voy a esconderme, ¡cuidado, viene el lobo! ¡Cuidado! ¡El lobo!”. Al mismo tiempo, salgo corriendo y encuentro un escondite tras un tobogán y una pelota gigante. La madre reacciona, le da la mano a Agustín y dice: “Vamos a buscar a Esteban, que tiene miedo del lobo… ¡el lobo le da miedo a Esteban!”. A continuación, comienzan a buscarme por distintos lugares del consultorio.

      Después de un tiempo de búsqueda e intriga, me encuentran y les explico: “Estoy escondido porque puede venir… ¡el lobo!”. Apenas pronuncio la palabra “lobo”, Agustín reproduce inmediatamente el gruñido característico: “auuu, auuu”. Cuando lo escucho, vuelvo a salir, corro a buscar otro escondite. Al corporizar el miedo por el lobo y esconderme, comienza a conformarse otra red.

      Poco a poco cobra vida la existencia afectiva, palpitante, entre la relación del sonido y el concepto (lobo). A partir de relacionarnos con el niño jugando, ponemos en juego una de nuestras funciones: sacarlo de una instancia fija congelada en un sentido pleno para dar vida y potenciar otra experiencia, la multiplicidad de sentidos que pueda tener una representación (como, por ejemplo, la del lobo). Rompemos y agrietamos lo univoco del sentido que totaliza al “animal con su ruido”, vaciándolo de contenido para que el pequeño pueda apropiarse plásticamente de la potencia de existir en la rebeldía móvil de la escena.

      En sesiones posteriores, la mamá de Agustín le pregunta cómo hace el perro, él responde: “Guau, guau” y, ante el sonido, me coloco en cuatro patas y empiezo a maullar con miedo: “Miau, miau”. Encarno el personaje gato; Agustín me mira, se ríe y empieza a perseguirme. Los dos en cuatro patas nos movemos por el consultorio como perro y gato. Luego de esta escena, él empieza a decir: “Auuu, auuu” y la mamá, que hasta ese momento estaba sentada, se incorpora, exclama: “¡Uyyy el lobo!” y sale corriendo para la cocina, Agustín va detrás y rápidamente la agarra, entonces ella dice “Ahora yo soy el lobo”; aprovecho para darle la mano a él y salimos corriendo, vamos para otra sala, esperamos agazapados, vemos qué pasa…

      Desde nuestro escondite, escuchamos ruidos y sonidos del lobo. Intuitivamente, de repente, comienzo a cantar: “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”. “Me estoy poniendo la camiseta”, responde la mamá (loba)… “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”…”Me estoy poniendo la zapatilla”. “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”… “Me estoy poniendo el sombrero”. “Juguemos en el bosque mientras el lobo no está, ¿lobo está?”… “Aquí estoy ¡y los voy a comer!”, Agustín se ríe a carcajadas y empieza a correr junto a Esteban, ambos perseguidos por el lobo (la mamá). “Te voy a comer la pancita, ummm, ummm”. La experiencia escénica en la alteridad se repite una y otra vez.

      Agustín está jugando, la mamá y Esteban sostienen el “entredós” relacional, la espera, el silencio para ver qué hace el lobo, cómo se viste, qué le pasa y cuándo saldrá de su escondite para ir a atraparlos. Puede jugar al lobo, potencia la plasticidad que la representación propone. La mamá, feliz, le transmite a su hijo el placer de jugar; la palabra tiene textura, espacio y tiempo para dar vida a la imagen acústica, Agustín piensa en otra dimensión, aprehende el lenguaje como sujeto y no como copia-objeto.

      Al aprehender, los chicos se dividen y juegan el placer de hacer aquello que piensan. Salen del cuerpo (fuera de sí), hacen uso de la imagen corporal, pasan de un estado a otro y, en ese devenir, se dejan sentir por la deriva del sinsentido y juegan con aquello que aprehenden. Se transforman en personajes hormigas, vacas, patos, perros o lobos… para jugar con ellos.

      La infancia piensa en red con el cuerpo;

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