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presuroso, vence el miedo a la soledad, teje la herencia que, a su vez, lo trama, nombrándolo en el ritmo cantado del artificio. Sin darse cuenta, jugando, se deja ser en el símbolo palpitante de la vida.

      El diagnóstico de la experiencia que el niño realiza es como una adivinanza que creamos juntos sin querer resolverla. No se trata de requisar lo que el niño tiene (un déficit, un síndrome, una estructura psicopatológica, un trastorno), sino aquello que insiste en la escena y persiste en la repetición de un sufrimiento, donde cobra existencia el clamor de un sujeto. Es esencial construir la adivinanza, el relato, la dramática, sin procurar resolverla; si lo hiciéramos, una vez más clausuraríamos el sentido e, inmediatamente, la adivinanza adivinada perdería toda consistencia afectiva y transferencial. Dicho de otro modo, el “entredós” quedaría anulado por la fuerza del signo diagnosticado.

      En la infancia, los niños aprehenden la pasión por el símbolo, el placer del deseo de jugar. No se trata nunca de una mera sensación, sino de la esencia primaria infantil que motoriza la función y el funcionamiento estructurante del placer, no por el lado de la presencia sensitiva, sino por la cómplice dialéctica en suspenso entre una escena que aparece y desaparece, sobre la base de una presencia multiplicada por la ausencia, donde los niños constituyen su quehacer. El vértigo de jugar implica saltar y, en el umbral, caer, pero no para conocer más, sino para desaparecer en la singularidad actuante del desconocimiento.

      La dimensión desconocida nunca puede deducirse; se fuga al querer atraparla, fluye evaporándose hasta volver a aparecer; está donde no está; existe como trampolín para saltar, cambiar. El salto recrea, abre el lugar del espacio, genera el agujero, un túnel (gusano) para pasar al otro lado; acto de jugar, de colocar en escena el sinsentido de lo des-conocido.

      Al introducirse en la nueva experiencia, emerge el deseo de jugar a buscar sin saber qué se está buscando en el juego. No es un placer ligado a lo genital, sino al acto de realizar el desconocimiento y, al hacerlo, volver a producirlo. El cuerpo es dominado por el afán y el fervor de jugar otra escena hace que las cosas cambien, transformadas en otras. Por ejemplo, una mesa o una linterna son efectivamente eso, pero, al mismo tiempo, lo otro y lo que será; coinciden cuánticamente las diferentes dimensiones del tiempo y el espacio. La plasticidad cuántica genera la transdiferencia, la posibilidad única e irrepetible de engendrar existencia en la identidad.

      Consideramos el acto de jugar no como una mera etapa evolutiva que avanza o retrocede en una línea del tiempo cronológica, sino como un movimiento azaroso, desconocido, sinusoidal, es decir, espiralado, que no cesa de repetirse transformándose en cada giro. Al girar, a diferencia de un trompo, existe en esa dinámica y propone una realidad irreal alternativa: otra sensibilidad entra en juego. Una composición cuya “sustancia inmaterial” está conformada por sensaciones arbitrariamente entremezcladas.

      La experiencia infantil implica la dimensión gozosa. Los pequeños gozan del movimiento que sienten, ahuecan la sonoridad e inventan palabras, crean imágenes que no se intercambian. Necesitan sentir el placer de existir en el “entredós” de la realización. La experiencia lúdica conlleva el afecto, el impulso, pero el niño todavía no puede apropiarse de la escena; para hacerlo, tiene que perderla y recuperarla como placer que retorna a causa del propio acto deseante de jugar.

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      El hormiguero de la infancia: ¿diagnosticar jugando?

      Perplejos, hacemos el laberinto junto al niño como una hormiga al configurar el territorio, sin revelar nunca el misterio; es la causa indivisible de él. Cuando el diagnóstico deviene método o metodología, se anula, automáticamente, la aparición de la perplejidad y, con ella, la potencia de la plasticidad. Nunca se puede enseñar lo perplejo ni lo plástico, como tampoco aprender a desear; no es del orden del proceso enseñanza-aprendizaje, sino de lo inatrapable e insustancial.

      Los niños descubren, no sin asombro e imaginación, un primer deseo en común: desean jugar. Comparten la esperanza de poder jugar con otros; al realizarlo, crean un espacio, ensanchan el tiempo, pues en él, jugando, coexiste el pasado con lo actual que acontece. La red del deseo de desear jugar configura la primera comunidad; ella languidece cada vez más con los objetivos, contenidos o consignas que tiñen el universo de los chicos. Para ellos, jugar es inquietud, pensamiento y símbolo en escena.

      No hay opción: juegan con la plasticidad de la imagen del cuerpo, exploran espacios, movimientos, objetos, sensaciones: todo ocurre simultáneamente y sin proponérselo de antemano. Intuyen la vibración jugando con ella, tararean lo imaginario y se adentran, disponibles, al juego de la fantasía. Dueños y señores de ese espacio, en el límite indómito entre la realidad y lo fantástico, tejen el mundo infantil. Allí hacen de monstruos, superhéroes, piratas, animales, princesas y reyes, sin esperar nada a cambio.

      El espacio-tiempo del juego se sostiene en el suspenso por lo que va a suceder; solo si el impulso de jugar está anestesiado, detenido, nos da la pauta de que un niño está sufriendo. Sobresaltado, tenso, hiperquinético, inhibido, se defiende de la plasticidad que implica lo heterogéneo. Al diagnosticar, entramos en el juego, compartimos la angustia del niño que, al mismo tiempo, es la posibilidad de relacionarnos con lo obsceno encarnado en el cuerpo.

      Lo obsceno, lo real, presentifica el cuerpo, lo encapsula, desacredita lo desconocido y solo cuestiona la imagen corporal hasta desvanecer la fantasía e imaginación infantil. La obscenidad ligada a lo siniestro es inexplicable, pero, justamente por ello, representa también la posibilidad de constituir y armar sentidos al fabricar nuevos enigmas. Al diagnosticar jugando, procuramos tejer redes para devenir pescadores de deseos, aprendiendo a saber esperar, esperar el instante con la esperanza de que, al conformar la experiencia con el niño, pesquemos el pasado para que pare de escurrirse en el tremendo océano del tiempo. Al parar, damos las chances de actualizarse en el acto de jugar. De esta manera, en nuestras redes transferenciales jugadas coexisten el inalcanzable futuro con el inestimable instante del presente en la actualidad fugaz del pasado.

      Cuando los niños actualizan lo obsceno descarnado de la historia clausuran el sentido, opacándolo hasta empobrecerlo. Pálida, la experiencia decrece y se congela en un cierto encierro gozoso. ¿Cómo recrear el sentido del enigma? En ese límite, jugamos en la frontera entre los matices posibles e imposibles; al jugar con los niños, producimos el sinsentido para desbaratar lo obsceno, nos revelamos a él,

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