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incertidumbre frente a la certeza de un diagnóstico o la fiel garantía de un pronóstico; lo heterogéneo frente a lo uniforme y homogéneo de un objetivo, currículum o conducta. Frente a la rigidez, la elasticidad o la flexibilidad, ofrecemos la plasticidad, efecto de un acontecimiento que, en total, implica sostener la diferencia en el tiempo, la expansión de un espacio vacío, en red, susceptible de anudarse a otra experiencia escénica. La red acontece entre-dos-vacíos, agujeros blancos; de hecho, la vida de un texto pervive en aquello que hay entre las letras, frases y palabras.

      Desde una visión elemental, las dimensiones espaciales son tres: alto, ancho y profundidad. Einstein ubica el tiempo en la teoría de la relatividad como una cuarta dimensión. Actualmente, algunos físicos pretenden unificar la relatividad general y la mecánica cuántica y suscriben a la “teoría de cuerdas o súper cuerdas”. De acuerdo con ella, hay al menos diez dimensiones en el universo y once al incluir el tiempo. Esto es imposible de percibir para ningún ser humano, pero, sin embargo, los cálculos y ecuaciones correspondientes funcionan. Cada partícula subatómica del universo conforma una delgada cuerda que vibra y, sin duda, cada vez hay más dimensiones desconocidas. Científicamente, algunos físicos ya llegan a considerar más de veinte. Comparto la sorpresa al pensar junto a ustedes la teoría de cuerdas como redes imperceptibles que se enlazan, chocan, pliegan y despliegan. Cuando un niño, jugando, relaciona el sonido con una palabra de afecto y ella llama a otro, vibra, enlaza, ondulante, en red, una experiencia que, a su vez, está enredada en otras. ¿Cuántas dimensiones entran en juego al jugar? Los niños fehacientemente dramatizan la potencia de la red de cuerdas desconocidas de la infancia.

      A través del acontecimiento, el tiempo significante se encarna en el cuerpo. La textura temporal abre la historicidad. Es una grieta, una fisura abierta a la natalidad de lo nuevo. La infancia es la ocasión donde sucede lo impredecible del desconocimiento. Los niños aprehenden decididamente lo esencial: que el tiempo fluye y marca la finitud como límite final y posibilidad de inspiración. Se dan cuenta de que el acto de jugar es el lugar del pliegue, de la intuición y la pérdida. Nunca permite la plenitud.

      Nuestra función es abrir la oportunidad para que la ocasión historice el destino y, al hacerlo, en la traviesa red todo puede cambiar y fluir. Al constituir el espacio escénico del juego, los chicos “ganan” tiempo al perderlo en la repetición y la plasticidad simbólica que los vuelve a causar.

      Las peripecias del tiempo no están dadas por el decurso cronológico sino por la relación que se instruye en los entretiempos; en la ficción crea otra temporalidad, donde los niños cumplen su función de hijo jugando. Son hijos del encuentro de otros que los concibieron como sujetos y jugaron el deseo que conlleva la prohibición; no deberíamos olvidar que la sexualidad está “inhibida” en su fin, sublimada para seguir el juego y hacer del amor un don, que se pierde y recupera en la experiencia compartida con otros.

      Cuando un niño tiene un problema y sufre, el cuerpo encarna el sufrimiento en tensión corporal, con movimientos alocados, muchas veces torpes, rígidos, inestables, por la dificultad en devenir gestualidad. Los gestos descarnados transmiten la impotencia de la angustia hecha carne. Sin embargo, la niñez encarnada no es nunca el semblante de un fracaso. Los niños se refugian en el cuerpo como el único y último lugar para llegar a presentificar el dolor de existir en la intimidad de la relación con otro. Justamente por ello no diagnosticamos el deseo o lo deseado, ni un fracaso o lo fracasado, aquello que supuestamente tendría que haber hecho y no hizo, sino la provisoria experiencia que realiza y desconocemos.

      La raza humana, como sabemos, es efecto de las sucesivas y costosas mutaciones, plasticidades. Sin esas “desviaciones”, pérdidas o dificultades en la retranscripción genética, la evolución no hubiera trascendido a ella misma. Nos proponemos el acontecer de la ocasión, el azar, lo inesperado y la perplejidad. Para ello, nos introducimos en la cautivante y secreta experiencia de los niños, partimos de la dimensión desconocida que ellos sostienen y sustentan al jugar.

      En este campo, es esencial saber que el acontecimiento implica la existencia consistente de la legalidad. Hay cosas y situaciones que no pueden jugarse: están prohibidas como condición de cualquier juego, del “hacer de cuenta que”, del “érase una vez”, del “como si”, donde está prohibido el sí (por ejemplo, la agresión, la sexualidad, lastimar, la crueldad) para poder jugar la imaginación simbólica. Ello marca la línea divisoria entre lo propio y lo ajeno, lo “interior” y “exterior”, la realidad y la fantasía.

      La riqueza de la experiencia infantil radica en la combinación dispar, móvil, plástica. La disparidad entre la imagen corporal y el cuerpo excede, impulsa y da paso al movimiento deseante; de él emana la posibilidad de ser receptáculo. El sufrimiento de los niños delata la inmovilidad y la fijeza, hasta llegar a confinarlo a la presencia gozosa del cuerpo.

      La sabiduría de los gestos no reside en la acción ni en el significado gestual defendido del otro, sino en ver y sentir que le ocurre a un niño a través de ellos, por detrás, delante y en frente. Permitir que la dimensión temporal actúe con su poder singular de resignificar, fermentar, marcar e inscribir una historia que se está haciendo al experimentarla como propia. De ella, los chicos extraen la sensibilidad de una zona de juego constituida en la relación con los otros, que reverbera una y otra vez en el plus de sentido, al hilar y entretejer hebras por donde circula la red afectiva.

      El juego del deseo y el deseo de jugar son las dos caras de una moneda que vibra simultáneamente y que está en constante desequilibrio. No se trata de diagnosticar el placer o el displacer; por el contrario, pensamos el diagnóstico jugando a partir de la transmisión simbólica de una herencia que, si sabemos leerla, se mantiene viva y decanta en un placer como experiencia.

      Estamos lejos, en las antípodas de las técnicas diagnósticas claramente formuladas para llegar, en el menor tiempo posible, a una conclusión psicopatológica adecuada según el protocolo o de acuerdo con parámetros previamente formulados en un manual (DSM), una grilla conductual o un parámetro comportamental, de acuerdo a una franja etaria, un índice del desarrollo psicomotor o un estadio supuestamente subjetivo.

      Los estigmas psicopatológicos procuran el abismo entre el mundo de los niños y el de los adultos, sin dejar de considerar el abuso (económico, de poder, mercantil y ético) correspondiente. En estos casos, se elimina el puente; solo se recorre una única carretera en la cual no se juega ni se implica en la relación con el otro, reducida a una única dirección a la que los menores deben recurrir. Se impone someterse. Desde esa posición, son juzgados, repiten, reproducen la insensible carretera unidireccional del presupuesto imperante.El don que acontece en el puente no existe de antemano; implica un tipo especial de sensibilidad e intimidad,

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