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un mechón de pelo rebelde huido del moño, que le velaba un ojo, y se puso en jarras, observando su obra con la cabeza inclinada hacia un lado, satisfecha tal vez.

      Tenía razón: Nerea no olía igual ahora que cuando estaba viva, y el enebro se eclipsaba bajo el olor penetrante y ácido del jabón de glicerina.

      La dignidad se pierde con la muerte, reflexionó Carnal, a la par que extraviaba la atención en la esponja que flotaba en el agua tapizada de espuma. No somos más que líquidos, tejidos de una u otra especie, carne perecedera como la de los animales que nos sirven de alimento...

      Acudió a su mente una imagen con meridiana viveza: un corderito que hubo en la casa. Él y su hermano lo alimentaron con biberones de leche; lo arroparon igual que a un muñeco y pretendieron meterlo en la cama a dormir con ellos. Únicamente disfrutaron de él poco más de un mes, porque fue sacrificado en medio del patio una mañana brumosa y fría, en vísperas de la Navidad. Serafín se apretó a las piernas de su madre cuando abrieron el vientre del animal y los intestinos se derramaron fuera envueltos en una nube de vapor; y huyó despavorido corriendo a los acantilados, en una de cuyas espaciosas grietas se refugió a llorar, hasta bien entrada la noche, cuando su padre y su abuelo dieron con él y lo llevaron de vuelta a la casa. Carnal, en cambio, se había quedado en el patio, paralizado, sin apartar un segundo los ojos del sacrificio. Nunca supo si sobrecogido por el asco y el terror, o si subyugado ante la visión y el olor de la sangre caliente.

      Sí, tu hermano se habrá escondido en el faro, dijo de pronto la abuela, recuperando el hilo perdido de su enojo. Y mientras pretendía imponerle una postura digna al cadáver, cuyos músculos entumecidos se oponían, siguió haciendo conjeturas: habrá ido allí a gimotear hecho un ovillo en un rincón, con tal de no enfrentarse a la muerte ni asumir que esta pobre chica —y le dio a Nerea dos palmaditas en un muslo— ya no pertenece a este mundo.

      Es natural que sufra. Era su novia y la quería, lo defendió Carnal, que al acabar de haber pronunciado estas palabras volvía a preguntarse acerca de la legitimidad y certeza de ese amor.

      Pero ya podría ser más valiente; ya no es un niño, se obstinó ella en atacarlo, llevada por un resentimiento íntimo y antiguo, que jamás se molestó en disimular.

      Adelina ansiaba bisnietos. Su instinto de mujer demandaba sangre nueva para perpetuarse, perpetuidad que parecía haberle sido negada a sus nietos, y cuyas posibilidades veía desvanecerse día a día. Si transigió en aceptar que Serafín y Nerea vivieran bajo el mismo techo, sí sobrellevó cuanto contravenía sus más básicos preceptos morales, fue únicamente porque creyó ver en este amancebamiento la única vía posible a sus esperanzas de un bisnieto prolongando su linaje.

      Siempre fue miedoso, abuela.

      Cuando pase el rigor mortis la amortajaremos, decidió por fin ella, al comprobar que le era imposible colocar en una postura distinguida a la muerta. Fue hacia la cómoda, abrió un cajón y sacó una sábana de un blanco impecable, y mientras la desdoblaba añadió: Habrá que llamar al doctor para que certifique su muerte...

      Yo lo haré, hoy mismo, se ofreció Carnal.

      No, mejor iré yo, que lo conozco hace años. Y Adelina, retomando sus propósitos continuó: ...e ir pensando en el velorio; dónde lo haremos, quiénes asistirán...

      Nadie, la interrumpió. En la isla nadie la conocía. Es obvio que ni podemos ni debemos invitar a nadie.

      Carnal recordó de pronto a aquellas viejas oscuras como cuervos y volvió a sentir el frío y la humedad de los besos que dejaron en sus mejillas; que hoy no sabe si fueron sinceros, pero por aquel entonces le parecieron rutinarios, como las lágrimas hipócritas de las plañideras. Las plañideras de la familia Carnicer fueron las únicas que las habían vertido con tanta convicción ante los féretros de sus padres, que tanto su hermano como él mismo las creyeron auténticas.

      Mientras evocaba aquellos besos falaces que lo habían sublevado, Carnal reavivó su ánimo, tomó repentina determinación y fue contundente al sentenciar:

      No, no haremos velorio, abuela.

      Ella se paró en seco, se quedó mirándolo con acentuada extrañeza, sumamente contrariada, y sin dejar la sábana de lado, desplegada a medias en sus manos, lo desafió, sacudiéndola, con engreimiento:

      ¿Cómo qué no haremos velorio?

      Él se mantuvo inflexible:

      No, no lo haremos, abuela. Y nadie tiene por qué enterarse de nada. No tenemos vecinos cerca que puedan saberlo, y nadie acudirá con sus falsas y cínicas condolencias.

      Fue entonces cuando a su mente acudieron las remisas sensaciones e imágenes de siempre: el salón en penumbras, las velas chisporroteando cuando una falena se precipitaba en la llama, las flores marchitas, comprimidas en improvisados búcaros, el perfume embriagador de las coronas, cuya ranciedad le provocaba vértigos y mareos. El aire se hacía irrespirable entre el humo de los cigarros que fumaban los hombres y el sudor que el calor les arrancaba del cuerpo; y sobre todo, con aquel persistente olor a madera quemada, que tardaría años en disiparse.

      Pero, ¿por qué?, tartamudeó Adelina, yendo hacia su nieto, vivamente molesta, si bien menos envalentonada.

      Porque ni ella ni Serafín lo hubieran deseado.

      La abuela reflexionó unos segundos, observando atentamente a Carnal, deseando penetrar más allá de sus pupilas y encontrar una respuesta negativa a la pregunta que ya asomaba a su boca:

      ¿No pretenderás quemarla?

      ¿Y por qué no?

      Perpleja, como si de los labios de su nieto hubiera salido una blasfemia, se dio la vuelta, embebió en lavanda un trozo de algodón y con él se puso a frotar enérgicamente el cuerpo de Nerea. Cuando acabó, la cubrió con la sábana de mala manera, dejándole un pie fuera, se enfrentó a su nieto y esgrimió un argumento que creyó convincente y lapidario:

      ¿No sabes que estás condenándola para siempre?

      Sin inmutarse, Carnal zanjó la discusión con firmeza:

      Será lo más rápido y Serafín sufrirá menos. No se hable más del asunto.

      Adelina aceptó a regañadientes el fracaso y se inhibió de seguir discutiendo, bajó los ojos con fingida obediencia, frunció los labios haciendo un limpio rictus de despecho y se calló la boca. No volvería a dirigirle la palabra por el resto del día.

      Carnal se echó un ligero abrigo sobre los hombros, y en pijama, dejó la alcoba. Al cruzar el salón, echó un vistazo de lado al retrato de Madame Blavatsky, con esperanza de encontrar la emblemática expresión de soberbia canjeada por una de misericordia; pero la digna señora continuaba impávida como el primer día. Carnal dio un paso atrás y se detuvo a observar el mandril, pero tampoco este se puso a hacer cabriolas. Se encaminó al faro, dispuesto a encontrar a su hermano y traerlo de vuelta.

      Esa noche, Carnal tardó más de lo habitual en dormirse; no solo fue el insomnio: su hermano no dejó ni de lloriquear ni de revolverse en la cama contigua, la que fuera suya, donde estaba obligado a dormir porque en el lecho de la alcoba principal Nerea comenzaba el industrioso camino hacia la podredumbre. El desvelo fue implacable con Carnal, no le dio tregua hasta bien entrada la madrugada, cuando aflojó sus garras y le regaló unos minutos de sueño lleno de sobresaltos, con necróforos engulléndose entre sí, e imágenes de Nerea saliendo del mar desnuda y blanca, cubriéndose con ambas manos el pubis como una falsa Afrodita, sonriéndole con extraña sorna; y la figura mitológica se transformaba de pronto en la de su hermano, que alargando sus manos hacia él, le ofrecía poblados ramilletes de flores de olmo, de un rojo sangriento.

      5

      Mediaba la primavera; Carnal recuerda el calor intenso, similar al de ahora, pero más húmedo, tórrido y oloroso a algas descompuestas, a despojos de pescado pudriéndose, esparcidos en la franja

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