Скачать книгу

que se pudra allí arriba, en el cielo, después la enterrarán un una estrella y le pondrán una cruz de alambre, le contesta su hermana mayor, extendiendo los bracitos escuálidos hacia lo alto del cielo.

      Junto a la plataforma de la base del faro, donde a pesar de los años todavía pueden encontrarse trozos de las lentes Fresnel y de los espejos entre la grama y las malezas, dejaron sus calcetines deshilachados metidos hechos un bollo en las zapatillas embarradas; y en el suelo, a merced del ardiente sol matutino, sus mascotas ceñidas por una pata a las cañas tacuaras con cordel de bramante, moribundas a causa de los vapuleos y maltratos.

      Al acercarse a las rocas, avistan el bulto: un amasijo de tela blanca muy fina, guarnecida de encajes, parcialmente teñida de rojo desvaído, enmarañado con algas y salpicado de detritos. A pocos metros, un ramo de rosas blancas ceñido con un lazo de seda, está milagrosamente intacto. Atónitos, se miran unos a otros, y sin mediar palabra, se dan la vuelta y trepan velozmente, hiriéndose las manos con las piedras y las zarzas que jalonan el sendero. Una vez arriba, olvidando a sus sapos que se achicharran bajo el sol y agonizan amarrados a las cañas, sin tiempo para calzarse, salen corriendo, atraviesan el campo y bordean el viejo cementerio poniendo rumbo a su casa, donde irrumpen atropelladamente minutos después, sofocados, con las caras desencajadas de espanto, sin habla y temblando de pies a cabeza.

      Sus ojos nunca fueron tan viejos, ni sus rostros arrugados tan conmovedores y patéticos.

      Eloísa, su madre, al oírlos entrar, incorpora el torso del pilón donde lava ropa. Con los brazos desnudos, empapados y cubiertos de espuma, se da la vuelta y los encara, predispuesta a reprenderlos, pues infiere que han hecho alguna trastada de las graves a algún vecino y volverán a darle un disgusto:

      ¿Qué pasa, ahora?

      Los modos y el tono de su voz son severos, pero enseguida se percata del pánico que atenaza a sus hijos, parados allí, clavados como espantajos al suelo en mitad del patio de ladrillos, tiritando, llorosos y llenos de mocos. Conmovida por el aspecto sobrecogedor de los tres vástagos que le dio el destino como inexplicable e inmerecido castigo, mientras se seca las manos en el delantal impecable, alarmada, reitera:

      ¿Que os pasó?, y escruta con impaciencia las caritas envejecidas, que cree ver más arrugadas que cuando despertaron esa misma mañana, en busca de una actitud, una mirada, cualquier indicio tranquilizador.

      Dudan si responderle, temerosos de que no les crea, los llame embusteros y los castigue prohibiéndoles salir a jugar, o a ver la televisión en casa de la señora Adelina, el día que vuelvan a emitir los dibujos. Por fin, a pesar del miedo, María Iluminada se decide a hablar, y con la mirada puesta en el suelo, a escasos centímetros de sus pies cubiertos de barro, apenas con un hilo de voz entrecortada, atina a pronunciar:

      En el faro..., al fondo del acantilado...

      Al fondo del acantilado, ¿qué?, reclama su madre, llena de desconcierto y sobresalto. En silencio espera una respuesta, con creciente alarma en el corazón: el instinto le dicta que le dirán la verdad; sus lágrimas no son falsas, pues distingue el espanto reflejado en el semblante de sus hijos, y los ve tiritar de pies a cabeza. Dulcifica su actitud y se dirige directamente a la mayor:

      ¿Qué pasa en el acantilado?, dime.

      Acaso porque María Iluminada detecta al vuelo las pacíficas intenciones de su madre, confiada en que no habrá castigo, procura serenarse y concluye:

      Que las olas trajeron a otra sirena muerta.

      Sí, muerta, como la perrita Laika, murmura apenas su hermano, consternado, sin levantar los ojos del suelo.

      2

      Más inquietos que de costumbre, los necróforos corretean, se pasan por encima unos a otros, retroceden, avanzan alocadamente y se dan de bruces con las paredes de cristal del terrario. Son renegridos como una pupila, brillantes como una gema, llenos de oscura vivacidad. Cada tanto se aplacan, se detienen un minuto y se engarzan en la arena como carbunclos vivos, como si meditasen en algo concreto, o bien esperasen que un suceso trascendental produzca un giro radical en su ordinaria y monótona existencia. El instinto les activa ciertas alarmas químicas, fluidos elementales e impulsos eléctricos que señalan la llegada de la temporada de apareamiento y reproducción.

      Carnal, insomne a estas horas de la madrugada, ignora si los escarabajos se ponen frenéticos y despliegan esta actividad incontrolable por influencia de las fases lunares o por el clima voluble de la primavera; el caso es que, de pronto, es como si enloquecieran de amor. Salen de los huecos en la arena y vuelven a ponerse en movimiento: trepan por las ramitas que les puso clavadas verticalmente en la arena, y cuando llegan al extremo, descubren entonces que allí arriba se les acaba el mundo, y descienden defraudados. Entran y salen de las madrigueras improvisadas bajo unos trozos de cortezas, se encuentran y se palpan unos a otros con las antenas, buscando la pareja idónea a la que unirse. Es un baile nupcial enardecido, cargado de aromas sensuales, de señales secretas, de códigos incomprensibles que designan acogidas o rechazos. No hay belleza en el galanteo, ni colorido o armonía en sus devaneos amorosos, únicamente una ansiedad desmedida por sobrevivir, tanto que, paradójica y dócilmente, podría conducirlos a la muerte.

      Con una media sonrisa, Carnal los observa y se queda extasiado en la extravagancia de sus ritos y costumbres; pero a veces, cuando se aplacan y pegan sus caritas a los vidrios, presiente que son ellos quienes lo observan a él, como si fuera un insecto enorme y monstruoso, fluctuando al otro lado del cristal, donde supuestamente florece la libertad que ellos añoran. Y se llena de inquietud cuando cree o presiente que los necróforos lo miran con fijeza y especulan considerándolo, quizás, un ser insignificante, indigno de existir, a pesar de su gran tamaño.

      Los ojos diminutos, casi imperceptibles de estos insectos, proyectan en sus elementales cerebros una imagen distorsionada del rostro de Carnal, en el que apenas distinguen los rasgos humanos y, menos aún detectan el fondo de sus ojos, donde se agolpan recuerdos, dudas, fantasías, éxtasis, temores y padecimientos. Pero estas limitaciones visuales podrían estar compensadas por un sombrío y perspicaz instinto, que les permitiera avistar más allá de las formas y colores, palpar los abismos ocultos del alma, las luces y las sombras que, alternadas, crean bruscos contrastes en el corazón humano.

      Mientras Carnal se emboba en ellos siguiendo sus antojadizos derroteros, infiere que nada puede asegurarle que el limitado cerebro de los escarabajos, por primitivo que sea, les impida razonar y enjuiciarlo con pautas semejantes a las de los hombres. Rastreando con un dedo en el cristal los vaivenes, las idas y venidas de los bichos, murmura, acaso dirigiéndose a ellos:

      No existe microscopio capaz de escudriñar vuestros cerebros y almas, ni bisturís cuya precisión y finura permita extraer uno a uno vuestros pensamientos y leer en ellos vuestras intenciones más reservadas; por ejemplo: lo que pensáis de mí, de mi hermano, de la abuela, de todo cuanto acontece bajo este techo; o si podéis evadiros a voluntad de vuestros instintos y, consecuentemente, alterar el ritmo de vuestras vidas, o si sois capaces de discernir la felicidad de la desdicha, o si tenéis conciencia de que por el simple hecho de existir, de estar vivos, estáis condenados a morir.

      Ahora observándolos desde arriba, sin cristal de por medio, Carnal los considera con la visión de un dios, y reflexiona que existen ciertos enigmas que jamás le serán revelados, que han sido concebidos con la única finalidad de generar angustia e impotencia, y estos sentimientos amargos, ineludibles, confirman la insignificancia de los hombres y les recuerdan constantemente su naturaleza imperfecta, mutilada.

      Uno de los necróforos deja de andar, se queda inmóvil, agita únicamente las antenas al aire, con las que olfatea la excitante atmósfera saturada de hormonas. Con el extremo afilado de un palito, Carnal dibuja en la arena un círculo rodeando al insecto, una especie de círculo mágico que lo envuelve, y en voz alta sentencia:

      No es fácil hacer que la quimera se precipite a tierra, y cuando así sucede, otra mayormente monstruosa y robusta renace de sus propios restos y vuelve a sobrevolarnos, cargada de acertijos

Скачать книгу