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Sentada del lado de la ventanilla, no dejaba de mirar hacia afuera intentando escabullir la humedad de sus ojos. Carnal la observaba con disimulo, poniendo especial atención en sus rasgos: los labios delgados parecían adheridos con fuerza entre sí, en un rictus de sofocada consternación. En la mancha blanquecina que le abarca parte de la frente y la mejilla, allí donde Adelina cada mañana se pinta con lápiz negro la ceja perfecta similar a la que conserva intacta, allí donde la lengua de fuego lamió su cara para llevarse toda pigmentación y pilosidad, el ojo sin pestañas lagrimeaba intensamente.

      Abuela, ¿qué es la polio?

      Sin dejar de mirar el paisaje, recuperando su olvidado pero instintivo aplomo de vieja maestra de escuela, le respondió:

      Es una enfermedad llamada poliomielitis o parálisis infantil.

      ¿Y es muy grave?

      Sí, si te portas mal.

      Una vez en la casa, Carnal corrió junto a su hermano. Se sentó en la cama a su lado y, preso de una inaplazable ansiedad, quiso relatarle a tropezones todo lo vivido esa tarde.

      Llevas puestos mis zapatos, lo interrumpió Serafín.

      Pero Carnal ni siquiera lo oía, continuaba con el relato deshilvanado por la agitación, por unas imágenes agolpadas sin orden alguno en su cabeza, y se explayaba atropelladamente sin reparar siquiera en que su hermano lo miraba con extrañeza, sin comprender una sola de sus palabras. Se calló, y fue entonces cuando oyó a su abuela en la habitación contigua, que le decía al abuelo:

      Anselmo, he visto a nuestra hija Hortensia y se encuentra bien, pero nos echa de menos. Y rompía a llorar.

      Serafín no mostró el menor interés por la aventura y, en cambio, obligó a su hermano a cumplir la promesa de jugar a la Verónica, y este tuvo que repetirle una vez más la historia de cuando estaban juntos en el vientre de su madre. Mientras Serafín lo escuchaba atentamente, se levantaba la camiseta y se escudriñaba el pecho en busca de las huellas de las facciones de su hermano.

      Este eres tú, le decía señalándose el vientre liso. Y le daba una risa incontenible. Luego, en secreto, pegando la boca al oído de su hermano, le confesó que, mientras había estado asomado a la ventana despidiéndolos, le había ocurrido algo muy raro aquí, se bajó los calzoncillos, y señalándose el sexo, con expresión de asombro exclamó:

      ¡Se hizo muy grande!

      Se miraron con picardía y echaron a reír, tapándose la boca con las manos para que nadie los oyera. Después, Serafín se puso muy serio y, compungido, le preguntó a su hermano cuándo se iría su tío Rodrigo a Australia.

      Pronto...

      ¿Y cuándo volverá?

      Cuando las ranas críen pelo.

      Y tú, ¿cómo lo sabes?

      Él me lo dijo antes de irse.

      A partir de ese día, Serafín se agachaba sobre la acequia para mirar de cerca las ranas, esperando verles crecer pelos en el lomo; y la abuela se avocó apasionadamente a las sesiones de espiritismo en la Hermandad del Sendero, se obsesionó con la lectura de los obituarios de la prensa, y comenzó a tomar misteriosos apuntes en las libretas que, cuando las tiene llenas, guarda en su alcoba, bajo llave en un cajón del mueble de nogal hecho por el abuelo, cuando eran novios.

      6

      El raticida llevaba años bajo el pilón del lavadero, abandonado allí junto a botes de pintura reseca, macetas vacías, guantes de goma reblandecidos, restos de estropajos y pastillas de jabón agrietadas. La caja, descolorida, curiosamente sin abrir, contenía doscientos gramos netos de bolitas rosadas, poco mayores que una cabeza de alfiler, aparentemente inodoras —aunque irresistibles para las ratas—, inofensivas a simple vista y fácilmente solubles en líquido.

      En un mortero, Carnal las convirtió en polvillo impalpable.

      Tres o cuatro semanas fueron suficientes, administrado en las comidas y en las cenas. Al cabo del mes, al ver que Nerea no mostraba síntomas de enfermedad, Carnal tuvo sospechas de que fuera inmune a fuerza de haberse inoculado día tras día su propio veneno. Pero, por fin, el raticida surtió efecto. En los últimos días, Nerea se había quejado de molestias en la planta de los pies: picores y exceso de sensibilidad; leves calambres en las extremidades, y dolores de vientre, que en silencio achacó a la menstruación. La abuela le preparó infusiones de hierbas silvestres y tisanas que la aliviaron, pero cada vez que se le presentaba una ocasión, cuando su abuela se distraía y dejaba la taza o la tetera a su alcance, Carnal le echaba una cucharadita de raticida pulverizado y, rápidamente, removía el líquido hasta hacer desaparecer todo vestigio.

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