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Maestros, se entiende.

      El silencio recrudeció y el muchacho se puso a observar los retratos en las paredes. En uno de ellos, rectangular y alargado, aparecían tres mujeres, muy parecidas entre sí, con el pelo recogido en lo alto, cuello de encaje y medallón al pecho. Al pie rezaba: «Margarita, Catalina y Lea Fox». En otro, un señor con peluca blanca de rizos, que le llegaba hasta los hombros, ostentaba un raro apellido, difícil para Carnal de leer por entonces: «Samuel Swedemborg». Un tal «Andrés Davis», con unas gafas redondas y minúsculas, le dio la impresión de estar observándolo desde lo alto, solícito a reprimir cualquier movimiento sospechoso que amagara. En una estrecha vitrina, de patas altas y elegantemente torneadas, descansaban dos manos de yeso, una junto a otra. Carnal no pudo resistir la curiosidad, abandonó la silla a pesar de la férrea vigilancia del señor Andrés Davis, y se acercó a la urna. En la placa de bronce pegada a la base de madera leyó: «Copia de manos ectoplásmicas».

      Apabullado por una atmósfera sobrecargada de misterios, no reparó en el cuadro colgado encima de la enorme chimenea: una mujer bajita, regordeta, de ojos saltones y fieros, desplegaba en sus manos un abanico con coloridos dibujos orientales. Miraba con altanería a la cámara, como si poseyera en exclusividad el don de perdonar al prójimo. Junto a ella se sostenía de pie un mandril disecado, vestido con disfraz de turco, de bombachos, chaleco corto y fez rojo con borla dorada. Carnal estuvo embobado varios minutos, sin poder apartar la mirada del extravagante retrato.

      Tuvieron que pasar muchos años para que comprendiera el significado de todo aquello, aunque no tantos para enterarse de que la mujer del mandril era Madame Blavatsky, creadora de la teosofía, porque días después de haber estado en aquella casa, llegó su abuela cargada con un enorme envoltorio plano, y al abrirlo apareció un cuadro similar, que colgó en la pared más amplia del salón, junto a una mala reproducción de La última cena que el tiempo ha oscurecido.

      Anselmo, le dijo Adelina a su esposo con el mismo tono cariñoso usado durante años para impartir sus clases. He aquí a la madre de la teosofía, un espíritu bondadoso y desinteresado que nos ayudará en todo cuanto esté a su alcance.

      Y el extravagante retrato está allí desde entonces, presidiendo y vigilando la vida cotidiana con sus ojos saltones de rana y su talante espléndido.

      Olvidando por completo las recomendaciones de la abuela, Carnal se asomó entre las cortinas, y vio una sala vacía en penumbras. Al fondo distinguió una fisura recta y vertical de luz rosácea, y hacia allí se encaminó. A medida que fue acercándose, oyó cánticos y oraciones: una suerte de lamento fúnebre que le erizó el vello. Sintió su corazón a punto de escapársele del pecho: lo que ocurría en esa casa superaba sus expectativas. La puerta estaba entornada. Se aproximó y pegó la cara a la estrecha abertura: una tenue bombilla roja, insinuaba apenas el perfil de los que cantaban, sentados a una mesa redonda, situada en un rincón cuyas paredes habían sido cubiertas con espesos cortinajes negros. Según fue habituándose a la penumbra, Carnal reconoció a su abuela y a la anfitriona, la tal Esmeralda, y vio a otras señoras a quienes calculó una edad aproximada a la de su abuela, excepto una bastante más joven, alta y esmirriada, con la melena recortada a la altura de la nuca, que le recordó de inmediato a El Príncipe Valiente. Sentadas con la espalda muy recta, la cabeza erguida, y tomadas de las manos, cerraban un círculo alrededor de la mesa que, curiosamente, solo tenía tres patas. De pronto, cesaron los cánticos y se produjo un enorme silencio, una quietud sepulcral. La gorda abrió los ojos, se convulsionó como si tuviera escalofríos, abrió la boca exageradamente y preguntó con insospechada voz cavernosa, cuyo timbre parecía masculino:

      ¿Espíritu, estás aquí?

      El silencio fue tan denso, que Carnal podía oír los latidos de su corazón agolpándose en sus sienes.

      La gorda repitió la pregunta y se oyeron tres golpes secos, que hicieron dar un respingo a Adelina.

      Manifiéstate, volvió a hablar la gorda. Pero no hubo respuesta. ¿Están dadas las condiciones propicias?, preguntó entonces.

      Se oyó un único golpe, y a continuación la bombilla roja fue disminuyendo su escasa intensidad hasta apagarse del todo.

      No hubo más que silencio.

      Después de unos minutos que a Carnal se le hicieron interminables, en la oscuridad brilló una luz suave, verdosa y esférica, del tamaño de una naranja, que comenzó a desplazarse en círculos y fue iluminando vagamente el ámbito. Salvo la médium, que mantuvo la serenidad, las demás señoras dieron visibles muestras de alteración, abrieron desmesuradamente los ojos y a duras penas reprimieron una exclamación de asombro. Adelina, sin interrumpir el círculo de energía creado al ceñirse de las manos unas a otras, se puso de pié y fijó la mirada en la luz verdosa, que comenzó a expandirse, a volverse más inconsistente, a perder la forma esférica al punto de transformarse en una nubecilla fosforescente.

      ¿Quién eres?, preguntó la médium. ¿Un espíritu descarnado?

      Se oyeron tres golpes. Ella siguió averiguando:

      ¿Quieres hablar con la señorita Yolanda?

      Un único golpe fue la respuesta.

      ¿Quieres hablar con la señora Adelina?

      Sonaron los tres golpes afirmativos y Adelina gritó:

      !Hortensia¡, a la vez que se llevaba las manos al pecho y aferraba con fuerza el medallón con los retratos de sus hijos, que permanentemente lleva al cuello. No pudo tolerar tanta emoción y se derrumbó sobre la mesa.

      Carnal se asustó de tal manera, que en la fuga tropezó con un mueble que, por suerte, apenas hizo ruido. Volvió a la sala y allí volvió a ocupar la silla, hecho un ovillo, sin dejar de observar a su alrededor los retratos en cuyos rostros vigilantes había algo de alucinación o vesania. El corazón le latía con tal estruendo, que creyó que se oiría en toda la casa, y que la gorda, transida, rodeada de una corte de espíritus nimbados de luz verde, no tardaría en venir a regañarlo.

      A los pocos minutos, se tranquilizó, incluso se aburrió, tanto, que decidió volver a curiosear en otras zonas de la casa, tal vez menos peligrosas y fenomenales. Salió al recibidor por una puerta acristalada con visillos al dorso, y se deslizó por un corredor luminoso, flanqueado de tupidos helechos y carnosas begonias de hojas ruborizadas. A un lado había varias puertas que daban a habitaciones principales o a dormitorios, y al acercarse a una de ellas, oyó una voz y asomó discretamente la cabeza. Sentada a una mesita estaba la coja que los había recibido, por fortuna, de espaldas a la puerta. Tenía ante sí un pequeño panel lleno de botones de diversos colores, y cada tanto pulsaba alguno con un índice largo y extremadamente fino. En la cabeza llevaba ceñidos unos auriculares enormes y oscuros, que le daban el aspecto de un escarabajo. Comía una manzana con desgana, dándole pequeños bocados de ratón y, entre uno y otro, acercaba con fastidio la boca a un micrófono y, con inusitada voz gutural y bronca, murmuraba algo que a Carnal le era imposible entender del todo; únicamente palabras sueltas, y entre ellas, el nombre de su difunta madre. De pronto, alzó una mano y dio a un interruptor situado en la pared; se quitó los auriculares, los dejó sobre la mesa y se levantó. Rápidamente, Carnal se escabulló y volvió a la sala, donde volvió a sentarse aparentando inocencia. No tardaron en regresar la gorda y la abuela. Esta última con el semblante demudado, pálida como la cera: Adelina parecía un alma en pena más del conciliábulo espectral, recorriendo con paso atolondrado los fríos pasillos de la esotérica casa.

      Se despidieron casi sin palabras. Su abuela deslizó con disimulo un billete en la mano de la gorda, y le hizo señas a su nieto para que saludara. Tampoco a Carnal le salieron las palabras: únicamente emitió un murmullo atropellado e inaudible, bajó la cabeza avergonzado, y miró la punta de sus zapatos de reluciente charol, que volvían a lastimarle el talón.

      Cuando dejaron aquella casa, la luz del sol le dio en los ojos al muchacho como un dardo. Ante la cancela, la abuela le dijo con voz sosegada, pero todavía traspuesta por la emoción:

      Vamos un momento al centro, a la papelería.

      Allí compró una libreta de

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