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al cadáver, Carnal rememoró fugazmente viejas imágenes, turbadoras por su persistente viveza: aquel Serafín con los ojos cubiertos de lágrimas, aferrado con desesperación a las piernas de su madre, horrorizado ante la visión de aquel corderito desangrándose; y vio al mismo niño, con cinco años más, asido a su mano, presa del pánico, formulando a media voz un juramento.

      Cuando Adelina y Carnal consiguieron deshacer el abrazo de Serafín, desprenderlo del cuerpo de Nerea, al que se aferraba como una lapa, fue cuando se hundió en este abismo de dolor.

      Sabía que Nerea iba a morir, le confesaría compungida la abuela a Carnal aquella mañana, cuando este acudió a su dormitorio, la despertó y se lo dijo. Y aunque desolada, sin perder un ápice de su natural aplomo, había agregado: Sabía que a esta pobre chica le quedaban pocos días de vida. Y no pudo evitar que en sus ojos, todavía somnolientos, apareciera una lágrima que su nieto detectó al vuelo, antes de que ella la escamoteara restregándoselos, fingiendo quitarse de encima los residuos del sueño.

      Carnal la había mirado con extrañeza, sorprendido con esta revelación. Ella, sin darse por aludida, se había explayado:

      Tú sabes que tenía puestas muchas esperanzas en esta muchacha. Había bajado el tono de voz hasta hacerlo confidencial, confiando en la complicidad de Carnal para confesarle: sé que a ti nunca te cayó bien y jamás le tuviste simpatía, pero no me gustaría que lo supiese tu hermano, porque se sentiría defraudado y herido. Aunque no te conmueva su muerte, que él no se dé cuenta, por favor. Ya sabes lo mucho que te quiere y depende de ti. No olvides que padeció mucho...

      También yo padecí.

      Pero es distinto; tu tienes la fortaleza que a él le falta. Él salió a vuestro padre, y tú saliste a tu madre y a mí.

      Sentada en la cama, había mirado fugazmente a su lado comprobando que su marido todavía dormía. Había alargado una mano hacia la mesilla de noche y apagado la radio, donde oía muy bajito las noticias de la mañana.

      El mundo es un desastre, murmuraría a continuación.

      Todavía compungido, temeroso de que ella sospechara algo, y a pesar de imaginar que recibiría una respuesta poco o nada razonable, y sí en cambio una extravagancia espiritista, Carnal se arriesgaría a preguntarle cómo había intuido que Nerea iba a morir.

      Ellos me lo dijeron, había contestado Adelina haciendo un ademán solemne, señalando con un dedo rígido hacia arriba. Hace días, continuaría diciendo, hubo una carta precipitada escrita automáticamente por la señora Esmeralda, y en ella decía: «La sirena que salió del agua, al agua volverá». Claro, por entonces, ninguno de nosotros supo a qué se refería, pero luego, dándole vueltas a la cabeza, empecé a imaginármelo, y ahora, ya ves, está muy claro que vaticinaba la muerte de esta pobre chica. Ya sabes cómo son los espíritus: hablan en parábolas y acertijos; y Nerea tuvo que haber llegado a la isla en el ferri; no hay otra forma de hacerlo.

      Era tan elemental su razonamiento, y sin embargo tan directo y acertado. Y a pesar de todo, los espíritus y una médium estafadora que fingía hablar por boca de estos, involuntariamente encubrían el crimen de Carnal y, además, se convertían en sus cómplices.

      A continuación, sin mediar palabra, Adelina había saltado de la cama entusiasmada:

      Habrá que amortajarla.

      Fue entonces cuando Carnal vio en el semblante de su abuela, todavía desprovisto de la ceja pintada, un destello de júbilo que nada tenía que ver con la muerte de Nerea, y sí bastante con la ocasión que se le presentaba de disfrutar del contacto directo con un cuerpo sin alma, con la muerte propiamente dicha, que no habría tenido tiempo de haber abandonado la casa y permanecería oculta detrás de algún mueble; y asimismo era pretexto para dialogar con un nuevo espíritu descarnado en el más allá.

      Abuela, creo que sería conveniente subir a la alcoba y comprobar que de verdad está muerta, que no se trata de un delirio de mi hermano, le había dicho.

      No hace falta, ya te dije que los espíritus lo anunciaron, y, la verdad, para serte sincera, yo lo esperaba de un momento a otro; pero no quise decirte nada, le había replicado ella, mientras se anudaba el lazo del camisón.

      Pero, ¿con veintitrés años?

      La muerte no distingue, le había contestado ceremoniosamente.

      Y ante el espejo, sobre la aureola pálida por la despigmentación, actuando como si fuera movida por un acto reflejo, se pintó con el lápiz graso el arco perfecto de la ceja.

      Cuando pudieron calmar a Serafín, Adelina cogió las riendas y lo organizó todo en un santiamén. Mientras luchaba por arrancar del cuerpo entumecido de Nerea la escueta negligé transparente que la envolvía como una mortaja desvergonzada, dejó a un lado contemplaciones y mandó a Serafín a que dejara de lamentarse y sollozar, se lavara la cara con agua bien fría, y bajase a la cocina a buscar una palangana con agua tibia, jabón y una esponja.

      Todavía conmocionado, este obedeció y dejó la habitación como un autómata, dando tumbos, lloriqueando como una criatura indefensa ante un desaforado e injusto castigo.

      Siempre fuiste un ser desamparado, siempre, gruñó por lo bajo Carnal, entre la conmiseración y la rabia de verlo tan falto de valor. Enseguida observó con mayor atención el cadáver. La muerte empequeñece a la gente, pensó. Los muertos se encogen, disminuyen su volumen y se transmutan en estas tiesas figuras policromadas.

      Ayúdame, ¿no ves que no puedo hacerlo sola?

      La voz de su abuela le recriminaba su aparente desidia.

      Tardó en reaccionar: allí de pie, inmóvil en medio de la alcoba, con los ojos puestos en el cadáver, esperando verlo menguar centímetro a centímetro hasta quedarse reducido al tamaño de una muñeca de cartón piedra. Subyugado por la incomprensible dualidad de atracción y rechazo, apenas si podía moverse.

      Ven aquí, no seas cobarde, insistió ella, que no te va a hacer nada.

      Se acercó a la cama intimidado, invadido por una paradójica sensación de asco. Aunque no era la primera vez que se enfrentaba a un muerto, este, en particular, irradiaba un doble magnetismo.

      Sus manos se demoraron en tomar contacto con la piel blanca de Nerea: se resistieron a manipular el objeto endurecido y gélido en que se había convertido. Le pareció que la verdadera Nerea había sido suplantada por un maniquí de museo de cera, fielmente esculpido y maquillado con eficaz realismo, abandonado allí, sobre la cama, como por un descuido.

      Ya no está aquí, dijo de repente la abuela, mirando a un lado y otro.

      ¿Quién?

      Su espíritu, su cuerpo astral, claro. Se habrá marchado cuando comenzó a enfriarse.

      Carnal prefirió no hacerle caso y mantuvo su empeño en familiarizarse con el despojo inerte, con el muñeco artificial de cera y ojos de vidrio incrustados. No es ella, se dijo. No es Nerea. La observó largamente para asegurarse de que no se movía, no respiraba, no le temblaban los párpados. Es un maniquí, repitió. Rozó fugazmente con su mano la negligé: era un tejido tenue, fresco, espirituoso. Se olió instintivamente la punta de los dedos:

      Enebro..., pensó.

      La muerte es así, murmuraba la abuela según iba disponiendo los utensilios a su alcance: toallas y sábanas limpias, cepillos y frascos de perfume. Esta es la diferencia entre un vivo y un muerto, aseveró dándose un golpecito en el pecho sobre el corazón; y señalando acto seguido a Nerea: y este es el enigma. La conversión del calor en frío, del movimiento en quietud, de la blandura en dureza, son fenómenos naturales explicables, pero la ausencia de espíritu es enigmática y poco comprensible, casi inaceptable. Cuando a los vivos se les escapa el alma por la boca, dejan de ser lo que fueron y se transforman en estas figuras. Se detuvo con una toalla en las manos y miró de frente a su nieto: El misterio es la ausencia, a pesar de estar aquí. ¿Lo ves?, volvió a señalar a Nerea. Es ella, pero tampoco es ella, y su espíritu perdurará para siempre

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