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aparatoso.

      Déjelo ya, abuela, la increpó él, deseoso de que acabara con su discurso espiritista y fúnebre, sintiendo el corazón todavía sobrecogido de aprehensión, a pesar de que sus manos vencían la resistencia a tocar esa carne que exhalaba el tenue perfume a enebro, y, con torpeza, intentaban quitarle la negligé.

      Tira con fuerza, le ordenó ella.

      La negligé se rasgó por una costura y Carnal se quedó con un despojo de tela entre las manos. Era tan suave, escurridiza y leve, que la urdimbre se le enganchaba a las uñas.

      Los muertos no se avergüenzan, sentenció la abuela al descubrir los ojos de su nieto detenidos en el sexo castaño de Nerea. Y gritó de pronto, volviendo la cabeza hacia la puerta abierta: !Serafín, esa palangana, hijo¡ Este muchacho no se entera.

      Déjelo... está destrozado.

      Iré yo misma.

      Dejó a un lado la toalla y bajó a toda prisa las escaleras, murmurando maldiciones; si bien su enojo era la fachada encubridora del íntimo disfrute que le producía conducir la ceremonia fúnebre, llena de teatralidad, que ella misma había improvisado.

      Carnal, a solas con Nerea, aprovechó para observarla a sus anchas y reconocer la belleza y perfección de sus formas, intactas a pesar de su palidez verdosa, que tanto le recordaban a la sirena muerta. La reticencia a tocarla se esfumó de repente, cuando un oscuro impulso lo llevó a acariciarle los pechos. La consistencia y el tacto eran como los había imaginado, pero jamás supuso que fueran tan voluptuosos. Con los índices dibujó la media luna de su nacimiento, allí donde se pliegan por su peso. Luego los abarcó con las manos abiertas y los asió con fuerza intentando dejarles la impronta de su paso, pero estos no obedecieron y recuperaron su convexidad. Puso los pulgares en los pezones descoloridos, rígidos e hirientes y los aplastó ligeramente. No tardaron en recobrar su forma primitiva: dos brotes tiernos que se rebelaban al tormento, a pesar de estar muertos. Carnal sintió una ligera inquietud, enseguida cierto malestar o culpa, y una opresión en la garganta le quitó el aliento, le aceleró el corazón y le dejó la boca reseca.

      La culpa es invisible: únicamente él supo que sus manos delinquieron cuando profanaron esa carne muerta, que no le pertenece; y mientras sus manos usurpaban las de su hermano se repetía constantemente:

      Mis caricias confirman la falsedad que esconde toda posesión —nunca verdadera ni exclusiva—: si yo lo quisiera, Nerea sería mía ahora mismo, de igual manera que lo fue de mi hermano. Los cuerpos no son sagrados, por el contrario, son proclives a secularizarse y a hundirse en el mismo fango del que surgieron.

      Cuando dejó de acariciarla, se llevó a la nariz la punta de los dedos para verificar si se había adherido a ellos el olor de la muerte.

      Enebro, nada más que enebro, se dijo.

      La abuela subió las escaleras como una tromba, perdiendo la mitad del agua de la palangana en el recorrido. Al entrar le pidió a Carnal que le acercara una silla donde dejarla y le ordenó:

      Saca más toallas limpias de ese armario y pónselas todo alrededor, para no empapar el colchón.

      Antes de obedecerle, Carnal vio flotando en el agua de la palangana la esponja azul de gomaespuma.

      ¿Y Serafín?, quiso saber. ¿Dónde ha ido?

      Se ha esfumado, le respondió ella sin mirarlo, sin darle importancia, ocupada en empapar la esponja en el agua espumosa. Había iniciado su ritual purificador y se movía con soltura de sacerdotisa.

      Estará en el faro, escondido... insinuó Carnal.

      ¿Quién?, dijo ella.

      Adelina se hallaba tan absorta en su labor, era tanta su entrega al ritual fúnebre, que había perdido el hilo de la charla.

      Serafín, abuela.

      Tu hermano jamás se enfrenta a la verdad, gruñó disgustada.

      Mi hermano huye del dolor, pensó. Sabe que estoy yo para asumirlo y acabar con él.

      La abuela fue repasando la piel de Nerea con la esponja húmeda, entretanto, su nieto iba detrás secándola con la toalla. Para él fue como modelarla, como darle forma con sus manos sin entrar en contacto directo con la piel sino a través de los rizos del algodón, que se impregnaban del aroma a enebro y evitaban que volviera a delinquir.

      Cada depresión, cada saliente y redondez, le llegaron interpuestos, vagamente sugeridos desde el reverso del tejido rizoso. El deleite fue mayor cuando cerró los ojos y jugó a adivinar el relieve, la temperatura y la morbidez de esa carne. Imaginó las manos de su hermano, paseándose temblorosas arriba y abajo, a veces descontroladas por el inmenso placer. Sus manos. Mis manos sobre este cuerpo... es mi cuerpo, se dijo. Ella es mi cuerpo, se repitió mientras absorbía la humedad que su abuela iba dejando con la esponja. Y mis manos son idénticas a las manos de mi hermano, mis manos son las manos de Serafín, con la única diferencia de que las mías perfilan las huellas de un sacrilegio, mientras que las suyas no tienen marcas de depravación, conservan la inocencia de los niños...

      Se guiaba únicamente por el tacto, porque de esa manera podía sustituir un cuerpo, y unas manos por otros. No alcanzaba a discernir si sobre las sábanas yacía la novia de su hermano o él mismo, tampoco si era él quien se avocaba al amor de ese cuerpo o si se trataba de su hermano Serafín, quien introducido en su propia piel, lo suplantaba ocupando su carne y su albedrío. Una única alma, un único cuerpo, un solo corazón... se repetía, como si convocara el poder sobrenatural de un mantra.

      Inmerso en una emoción parecida al éxtasis, a la contemplación de lo divino, la identidad de Carnal se atomizaba en miles de fragmentos, que se refundían con otros tantos fragmentos dispersos de unos seres amados cuyos rostros eran siempre imprecisos, ni llegaban a recomponerse ni a hacerse identificables, y se desvanecían uno tras otro cuando parecían próximos a concretarse.

      De pronto, hubo un destello en su conciencia, uno de los cientos de rostros vertiginosos se detuvo haciéndose visible: el de su hermano, cuyos ojos enrojecidos por el llanto lo conminaban. Se adentró en sus pupilas para ver a través de ellos, y no tardó en comprender la misión que le había sido asignada: salvaguardar a Nerea, evitar que su hermoso cuerpo se corrompiera y acabara siendo pasto de gusanos. Y entendió que debía restituirla al amor del que fue su legítimo dueño: su hermano. Era la oportunidad de pagarle la deuda contraída, cuando le confiscó el espacio vital en el interior del vientre de su madre. Por amor se mantuvo tan pegado al cuerpo de su hermano, tan incrustado a su tierna carne, que sin quererlo se adueño de una sangre que no le correspondía. Según cuenta la abuela, Carnal dejó la impronta de sus facciones grabadas en el pecho de su hermano. Es como el rostro del Señor en la Santa Verónica, había exclamado Adelina, mientras sostenía a Serafín en sus brazos, aún húmedo y sucio. Pero la estampa se desvaneció minutos después.

      ¡Espabila!

      La voz de su abuela lo sustrajo del estado de embriaguez casi beatífica donde naufragaba. Abrió los ojos y se sintió recorrido por un escalofrío al ver en manos de esta la esponja azul, ocupada en la vulva de Nerea, repasando cada pétalo, vulnerando oquedades y relieves que pertenecían únicamente a Serafín: un territorio sacro ahora profanado por el miserable y mórbido trozo de esponja artificial.

      Desde la planta baja llegaron quejas y sollozos. El abuelo despertaba y echaba en falta a la abuela; pero esta no interrumpió su febril actividad purificadora, no hizo caso a los rezongos y, en cambio, sentenció:

      Olerá... Olerá mal como todo lo que se corrompe cuando pierde el alma.

      No exagere, le rogó Carnal. Y con disimulo se llevó una mano a la nariz para apreciar si bajo las uñas había quedado algún perfume retenido, que no fuera el enebro, sino uno de esos olores viscosos que emanan desde lo más profundo e íntimo de la carne buscando traspasar la superficie, volatilizarse y adherirse a una piel ajena para volverse una incuestionable evidencia.

      De todas formas, se corromperá, prosiguió Adelina, haciendo una mueca de resignación.

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