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a continuación: ¿Vale más mi vida que la vuestra, por el mero hecho de ser consciente de mi propia existencia y saber, además, que soy un organismo vivo que moriré un día? El insecto, traspasado, se revuelve y sacude las patas. Carnal prosigue: ¿Me hace superior a vosotros mi poder para capturaros y reteneros en este cubo de vidrio, o el hecho de que ignoréis vuestra propia esclavitud hasta el punto de que os permitís el lujo de la felicidad? Únicamente me hace superior a vosotros la conciencia de saberme también un esclavo, cautivo en un terrario similar al vuestro, de enormes proporciones, en cuya arena me entierro, me desplazo, amo y recelo, busco la huida y me doy de bruces contra invisibles muros.

      En tanto Carnal habla a los necróforos, arriba, en la alcoba principal, su hermano Serafín lleva horas dando vueltas alrededor de la cama, compartiendo, sin saberlo, el persistente y antiguo insomnio de su hermano. También su alcoba se ha convertido en un terrario, donde es prisionero de sus sentimientos y pasiones, doblemente sometido a estos, porque su mente, un tanto retrasada o inmadura, no responde a la hora de enfrentarlos y se bloquea refugiándose en el interior de una concha impenetrable y opaca.

      Carnal deja caer el insecto en la arena. Los demás escarabajos se lanzan sobre él, entre todos lo rodean y lo tocan con las antenas para cerciorarse de su muerte, pero al comprobar que, patas arriba, sigue moviéndose, se desentienden de él y lo abandonan a su suerte.

      ¡Cómo sois de egoístas y crueles!, es lo último que les dice.

      Deja de hablarles, lo distraen los pasos que hacen rechinar el viejo suelo de madera, justo por encima de su cabeza, como un soniquete cuya insistencia monocorde acabará desquiciándolo. Aunque lo intuye, no sabe que su hermano va de un lado a otro de la habitación sollozando, y cada tanto se detiene ante la cama y palpa o acaricia las sábanas —impregnadas de amor y de muerte— sin comprender cabalmente qué ha ocurrido; se asoma a la ventana de continuo, se mueve como un muñeco de cuerda, ensimismado, abatido y sin vislumbrar un resquicio de luz por el que fugarse.

      Está así desde la muerte de su novia Nerea.

      Y se pregunta: ¿pero pudo considerarse de verdad su novia, o fue únicamente el instinto sexual desatado en ambos que los llevó a convivir y copular como necróforos en celo? Asimismo, Carnal razona lo comprensible de una pena tan prolongada, y aunque se hace cargo del profundo sufrimiento de su hermano, le es imposible solidarizarse plenamente con él.

      Procurando distraerse del constante sonido de las pisadas, centra de nuevo su atención en los insectos y les dice, señalando hacia arriba con un dedo:

      ¿Lo oís?, sufre, es evidente. Pero me es imposible compartir su dolor porque se trata de una vivencia íntima e intransferible cuya magnitud no puede palparse; pero yo quiero ayudarlo, hacer que recupere la alegría perdida, sacarlo del capullo de tristeza que lo inmoviliza y extraer de lo más íntimo de su corazón un par de alas que lo conduzcan a la felicidad. Le asistiré a desplegarlas, y con mi propio aliento les secaré la humedad hasta dejarlas más ligeras que el aire.

      Enseguida repara en el escarabajo traspasado, que agoniza boca arriba, y le dice:

      Me siento igual que tú. Seguro que puedes comprenderlo; pero aún así, tampoco tú puedes sufrir en mi lugar, ni yo en el tuyo.

      Paulatinamente, los necróforos van dejando de moverse, se comportan como si estuvieran atontados, o rendidos por el sueño que Carnal les impide conciliar manteniendo una luz encendida día y noche, a veces enfocada directamente sobre ellos, y se refugian a la sombra de las cortezas, o se entierran en la arena dispuestos también ellos a soñar.

      Acodado en la mesa, con la cabeza entre las manos, asomando sus ojos al terrario, continúa diciéndoles:

      Serafín volverá a libar de la flor que siempre nutrió su vida. Yo soy esa flor, ahora desposeída; y mi amor es el néctar que lo mantendrá vivo.

      Y alzando la cabeza hacia el falso techo, donde los pasos de su amado hermano se deslizan, murmura no sin teatralidad:

      Extrae de mí toda la esencia necesaria para sobrevivir, aunque pierda mi vida en ello, pues te lo debo en justa compensación a cuanto te sustraje mientras crecíamos juntos en el vientre de mamá.

      Luego deja de prestar atención al terrario, lo cubre con un paño negro, apaga las luces, se arrellana en la butaca —la prefiere a su cama, por ser esta demasiado blanda—, se cubre con una ligera manta, y antes de conciliar un sueño casi siempre quebradizo, reitera:

      Estoy dispuesto a todo por salvarte: a marchitarme y secarme entre las piedras hasta volverme polvo, humus, detrito innecesario. Liba hasta agotarme y redimirme; solo así hallaré la paz inmerecida.

      Los necróforos, por fin, pueden dormirse.

      Nunca quiso a Nerea, le cayó mal desde que ella apareció en la puerta sonriendo, con su aire ingenuo, interesándose por la habitación en alquiler; y aunque Carnal no lo manifestó con palabras, jamás se molestó en fingir lo contrario. Serafín no lo sabe, ni siquiera lo sospecha: está firmemente convencido de que su hermano estimaba a su novia. Esta, en cambio, rápidamente lo leyó en sus ojos, en el tono esquivo de su voz, en las respuestas lacónicas y los reiterados desplantes, si bien por respeto a Serafín y a la abuela, prefirió no darse por aludida.

      Desde la fragilidad del ensueño, Carnal colige que Nerea quiso embaucarlo igual que lo hizo con su hermano y su abuela, si bien sus planes no fueron más allá de conatos que le parecieron patéticos, y jamás fructificaron: un sexto sentido lo puso sobre aviso de su falsedad impidiendo que ella conquistara su corazón, demasiado curtido y vapuleado, a pesar de su aparente candor. Recuerda, o cree recordar, que los ojos y el pelo rubio le trajeron a la memoria a la sirena nada más verla entrar, en el instante en que traspasó la puerta con su minúscula maleta de cartón, y su figura apareció nimbada con el aura exótica de forastera, ante el cual muchos isleños sucumben y se entregan ciegamente, en cuerpo y alma, a sus demandas y caprichos. Una sonrisa irónica se esboza en los labios de Carnal cuando, desde el ensueño, ve a Nerea tan falsa como la sirena encontrada en la playa.

      Carnal se adormece; pero solo unos segundos, porque su mente inquieta se activa, lo despierta y le impone proseguir sus razonamientos: Serafín no tuvo derecho a dejarnos huérfanos, agregando más orfandad sobre nosotros, ni a abandonarnos por ella relegando nuestro cariño y canjeándolo por un amor apasionado que, como toda pasión, no tuvo mesura, y cuyo derrumbe no llegó a manifestarse únicamente por falta de tiempo. ¿Cuántos meses más habría resistido sin venirse abajo? ¿Cuatro, cinco, seis? No habría durado mucho.

      Vencido, se duerme definitivamente y sueña. Sus visiones son retazos inconexos de imágenes remotas en el tiempo, imágenes siempre hirientes, que le producen bruscos estertores. Cada vez que se convulsiona abre un instante los ojos, y en lo que dura el parpadeo, Carnal mezcla vigilia y sueño, trastoca las visiones, confunde pasado con presente, realidad con deseo.

      Con frecuencia, abstraído en la soledad de su cuarto, Carnal se doblega a la tiranía del insomnio y se observa las manos largamente en silencio; se extasía en las formas, en la caligrafía indescifrable de las líneas, en el nacimiento de las uñas; rastrea súbitas alteraciones en la textura, cambios en la pigmentación, marcas recientes de cualquier tipo que puedan constituir signos del deterioro físico; pero únicamente encuentra las minúsculas astillas de madera incrustadas en su palma derecha, desde antaño convertidas en cinco puntos negros; también se huele constantemente la punta de los dedos, para detectar si retienen vestigios de malos olores o fragancias que puedan convertirse en irrefutables pruebas de su delito.

      Amanece. La luz del sol sorprende la alcoba por la ventana abierta de par en par. Los necróforos despiertan, se desentierran morosamente y salen de sus escondrijos para iniciar las enfebrecidas danzas galantes. Despiden el penetrante olor a almizcle característico del celo, y zarandean las antenas con celeridad. Una hembra descubre a su congénere destripado, muerto boca arriba, se abalanza sobre él y lo devora.

      Carnal permanece dormido en la butaca; si bien ha dejado de soñar, ya no se agita: es una exigua tregua en su inquietud.

      Dan las ocho en el reloj de péndulo y las campanadas

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