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acabemos de comer, tienes que acompañarme al pueblo, porque tu tío ha salido y el abuelo ya tendrá bastante con cuidar a Serafín.

      Carnal no se había resistido: se libraría de la siesta, que tanto él como su hermano detestaban.

      Terminada la comida, Adelina lo condujo al cuarto de baño, le lavó la cara y las manos, le peinó el remolino rebelde con la gomina que había sido de su padre, le humedeció las sienes y la nuca con agua de colonia, le puso la ropa impecable de domingo y los zapatos de charol, que le iban demasiado ajustados.

      Antes de salir, entró al dormitorio de sus nietos y le advirtió a Serafín que fuera juicioso y no le diera quehacer al abuelo:

      Él vendrá a verte cada tanto; se escapará del taller para ver si necesitas algo, pero tú no debes moverte de aquí. ¿Entendido?

      Serafín estaba en cama, tenía décimas de fiebre y poco más podía hacer que estarse quieto recortando revistas con unas tijeras romas, hacer recuento del contenido de su caja de tesoros, y rascarse a escondidas, contraviniendo prescripciones y consejos, las costras de la varicela.

      Una vez fuera, al atravesar el jardín, Carnal vio a su hermano quien, de pie en la cama y asomando medio cuerpo al antepecho de la ventana, le propuso a voces:

      Cuando vuelvas, jugaremos a la Verónica.

      Mientras se alejaba con su abuela, oía a sus espaldas el zumbido de las sierras eléctricas en la ebanistería, y cuando este se desvaneció, se dejaron sentir las olas embistiendo con ímpetu la rompiente, y los gritos lastimeros y espaciados de las gaviotas.

      El olor penetrante a mar saturaba el aire hasta hacerlo embriagador, le humedecía la ropa, se la adhería a la piel, y acaso por la intensidad del bochorno, sintió una voluptuosa inquietud en la entrepierna: su sexo despertaba del letargo de la niñez y se imponía con firmeza inusitada, en contra de su voluntad y azoro.

      Tuvo la imagen fugaz de sus propios rasgos trazados en el pecho de su hermano, se sonrió y, sin volverse, aún a sabiendas de que este ya no podría oírlo, a voces le respondió:

      Sí, jugaremos a la Verónica.

      En aquel instante, cuando algo en su bajo vientre se empeñaba en reclamar su atención, supo que su hermano y él estarían condenados de por vida a sentir las mismas emociones, a vibrar con análogos placeres o padecimientos, y el uno respondería a los impulsos del otro compartiendo sentimientos de forma indisoluble.

      Camina, le ordenó su abuela. Vamos.

      Disimuladamente, bajó los ojos y comprobó lo que sin lugar a dudas se trataba de una erección atrapada bajo la ropa. Quiso encubrirla o doblegarla deslizando allí una mano, pero lejos de vencerla, el ligero roce fue acicate que renovó sus bríos. La molestia que le producían los zapatos por la escasez de uso lo distrajo, y se detuvo intentando acomodar mejor los pies dentro de ellos. Misteriosamente, la erección desapareció.

      Date prisa o perderemos el autobús, lo increpó la abuela, tironeándole de una mano. Hoy no pasa más que uno, no quisiera perderlo y tener que ir andando.

      Bajaron la cuesta por el atajo, y en la parada, su abuela le soltó la mano y le advirtió:

      Iremos a visitar a unas señoras amigas; tienes que portarte muy bien, ser educado y juicioso.

      Asintió, no muy entusiasmado con la salida imprevista, que prometía aburrimiento, si bien dio las gracias a que su hermano estuviera malo en cama y el abuelo no pudiera ocuparse de los dos, puestas sus esperanzas en que a su abuela se le ocurriera comprarle alguna golosina.

      Descendieron del autobús en la linde del pueblo, en el extremo opuesto al muelle y al barrio de los pescadores, y desde allí se dirigieron por una calle flanqueada de altos plataneros que desembocaba en una casa solitaria de dos plantas, enclavada al pie de la colina. La cancela, de forja, estaba entreabierta, y un candado en desuso cubierto de óxido colgaba al extremo de una cadena. Atravesaron el jardín estrecho, muy húmedo a juzgar por la cantidad de caracoles agolpados en los tallos de las plantas más tiernas, discurrieron por un sendero de lajas resbaladizas hasta llegar a la puerta principal, donde una placa de bronce anunciaba: «Hermandad del Sendero». Y abajo, el dibujo con un camino serpenteante conducía directamente a la pupila de un malévolo ojo triangulado.

      Adelina llamó al timbre.

      Carnal intuyó que en reverso del silencioso jardín habría algo oscuro acechando, pero disimuló su inquietud y bajó la cabeza observando las iniciales H.S. del felpudo puesto en el umbral.

      Una joven delgada, pálida y con voz casi inaudible, vestida con falda oscura, larga hasta los tobillos y blusa marrón, que sin mirarlos de frente, mantuvo todo el tiempo la cabeza encogida, los hizo entrar a un recibidor en penumbras, oloroso a cera, trementina y carne frita. De allí pasaron a una sala más amplia y luminosa, donde varias sillas, todas ellas diferentes, habían sido dispuestas en el perímetro.

      Carnal recapacitó y dedujo que lo que se agazapaba en esa casa sería el aburrimiento.

      Tomen asiento, por favor. Enseguida vendrá mi madre, les indicó la chica, antes de desaparecer por una puerta. Cojeaba, y el zapato derecho tenía una plataforma altísima.

      Antes de que Carnal se anticipara con preguntas indiscretas, su abuela le informó por lo bajo:

      La pobrecita se salvó de la polio de milagro, podía haberse quedado paralítica. Y se llevó el índice a los labios cortando de raíz los potenciales conatos de curiosidad de su nieto.

      Había quietud y demasiado silencio. Plantas de hojas lanceoladas y palmeras de un verde lustroso coronaban maceteros delgados y altos, creando una agradable sensación de frescura. De las paredes colgaban grandes retratos, y había otros más pequeños dispuestos encima de muebles y repisas, y debajo de alguno de ellos, embutidas en pequeños jarrones, multicolores flores artificiales de papel o de tela se cubrían de polvo. Una candela perfumada se consumía ante el cuadro de mayor tamaño, donde un señor de barba espesa y rancia, con el pecho atravesado por una banda de terciopelo a rayas, posaba ceremonioso con la estridencia de un pavo real.

      Se abrieron unas cortinas, y una señora mayor, entrada en carnes, con la tez muy blanca y el pelo retinto recogido a la nuca, hizo su aparición un tanto teatral y saludó a la abuela efusivamente, como si se conocieran de toda la vida, si bien ambas se veían por primera vez:

      Señora Adelina, le dijo a la par que le tendía una mano regordeta, inmaculada y cargada de sortijas, nos alegra tanto tenerla entre nosotros. He oído hablar mucho de usted y su familia. Enseguida advirtió la presencia de Carnal, y ensayando una sonrisa forzada, le preguntó:

      ¿Tú eres Serafín, verdad?

      No, se apresuró a corregir Adelina, habituada a esta confusión. Este es Carnal, veinticinco minutos mayor. El otro está en cama con varicela.

      Yo ya la tuve, indicó Carnal, orgulloso.

      Pero ella no pareció oírlo, y en cambió, le comunicó a la abuela, impostando un tono solemne, que estaban a punto de empezar. Carnal volvió a decirle que había pasado la varicela, pero la gorda no le prestó atención, como si él nunca hubiese existido o fuera invisible. Por más que le sonriera y se esforzara en ser amable, supo que no le gustaba a esa señora.

      La abuela, volviéndose hacia él le recomendó:

      Tengo que tratar unos asuntos con la señora Esmeralda. Tú debes quedarte aquí hasta que yo vuelva, quieto y calladito, sin tocar nada ni moverte de la silla a ningún sitio.

      Asintió con la cabeza. La señora gorda volvió a dirigirle la sonrisa falaz y le acarició el pelo con torpeza, como si de repente Carnal hubiera vuelto a existir o a ser visible; y mostrando una hilera de dientes impolutos, dijo:

      Seguro que es un niño muy juicioso.

      ¿Las ballenas tienen dientes, abuela?, quiso saber Carnal de repente. Pero esta se hizo la sorda.

      Ambas desaparecieron tras la cortina granate,

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