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del exobispo Francisco José Cox, denunciado por múltiples actos de abuso sexual infantil, a quien incluso el papa Francisco recientemente expulsó del sacerdocio. El mismo Errázuriz justificó sistemáticamente su actuar en el caso Karadima. Actué conforme al derecho canónico, dijo. Y en sus cartas y comunicados, al referirse al abuso sexual cometido por sacerdotes, hablaba del daño provocado a la Iglesia, y del dolor del sacerdote abusador antes que del daño provocado a la dignidad de la víctima. Mucho menos haría referencia a la necesidad de justicia. El cardenal Errázuriz constituye solo un botón de muestra del narcisismo institucional. Un botón importante por el poder que ha demostrado tener.

      ¿Pero puede ser todo diferente? Pensemos en lo contrario, en un contexto sano, en una institución ética, donde el valor real está en la dignidad de las personas, en particular en la defensa de la dignidad de los más frágiles, los niños, niñas, adolescentes y todas las personas que se aproximan al misterio despojándose de sus defensas, en total vulnerabilidad. En una institución así el acto “normal” es de acoger una denuncia, hacer justicia, reparar. Y un acto de encubrimiento, en un contexto ético es una aberración, es discordante hasta la náusea.

      Puede la Iglesia romper su estructura narcisista y volverse una institución ética. Para eso tendría que entrar en un profundo cuestionamiento de la manera en que ha ejercido el poder durante los últimos mil años. Y no lo hará sino a la luz del daño que ha cometido. Para esta Iglesia, las víctimas serán eco que interpela hasta debilitar sus defensas narcisistas y perversas, y volverse permeable al dolor y escuchar la voz de la justicia transformadora. Una transformación o conversión hacia su fuente. El narcisismo hizo que la Iglesia se enamorara del poder. Transó la espiritualidad por el poder y con eso perdió espiritualidad y, a la larga, también poder. El daño cometido, del abuso, pero sobre todo del encubrimiento y el silenciamiento de las víctimas, la obliga a despojarse de ese poder perverso. Volverse frágil y, desde esa fragilidad, cobrar una nueva fortaleza. La fortaleza del que es consciente de la fragilidad y desde ahí busca el cuidado, no el poder. Ni siquiera el poder moralizador, sino el cuidado, el cuidado auténtico, el cuidado que escucha el dolor del mundo como una vocación. Esa escucha tendrá que ser la nueva identidad de la Iglesia, si logra superar la actual crisis. La escucha del dolor como vocación auténticamente espiritual. Porque la escucha es espíritu y acción. La Iglesia demostró el fracaso de su opción política al aferrarse y enamorarse de sí misma como institución poderosa. Ahora esperaremos una nueva versión de ella misma vuelta hacia lo espiritual. Ese es el camino de salida de la habitación narcisista en la que se encuentra enceguecida: seguir la voz de quienes han sufrido por su propio daño, para cuidar, prevenir, consolar, reparar. El tiempo dirá lo suyo.

       JOSÉ ANDRÉS MURILLO PHD.

      Director ejecutivo

      Fundación para la Confianza

      INTRODUCCIÓN

      La idea de que defecto, sombra u otra

      desgracia podría alguna vez

      causar que la Iglesia tenga necesidad de

      restauración o renovación

      es condenada de esta forma como

      evidentemente absurda.

       Papa Gregorio XVI, 1832

      “Esta es la peor crisis que ha sufrido la Iglesia católica desde el cisma de la reforma de Lutero” afirmó conmovido un amigo sacerdote con el que me reuní a conversar hace poco tiempo atrás. Sin ser él un experto en el problema de los abusos sexuales de la Iglesia, me expresaba un sentir que se encuentra presente no solo en una parte importante del mundo católico confesional, sino que también encarna una apreciación diagnóstica que es posible de encontrar en la voz de innumerables autores, académicos e investigadores que han dedicado sus esfuerzos reflexivos e intelectuales a comprender la crisis que vive la Iglesia católica. Por cierto, uno puede estar legítimamente en desacuerdo teórico respecto de la “gravedad” de la actual crisis de la Iglesia. Sin embargo, creo que la experiencia emocional que está implícita en la declaración de mi amigo se condice bastante con la vivencia de muchos laicos y religiosos en nuestra sociedad: existe una sensación ambiental de que la Iglesia católica —probablemente una de las instituciones humanas que más influencia ha tenido en el modelamiento del alma de la cultura occidental— se encuentra crujiendo y resquebrajándose, quizás hasta sus mismos cimientos.

      Desde la década de los ochenta, y con mayor decisión desde los noventa en adelante, en occidente se ha producido una verdadera avalancha de denuncias públicas sobre abusos sexuales sistemáticos que decenas de miles de sacerdotes, religiosos y religiosas han cometido contra niños, niñas y adolescentes pertenecientes a sus comunidades eclesiales. En estos casi treinta años de develamiento progresivo e ininterrumpido han surgido incontables testimonios y relatos de víctimas que nos hablan de miles de crímenes de parte de miembros del clero católico, los que van desde el ejercicio de la violencia física y psicológica, a la manipulación de conciencias, la extorsión, el abuso de poder, el abuso sexual, la violación y la tortura.

      Por otra parte, se ha develado un esparcido sistema de encubrimiento de estas conductas abusivas y delictivas que ha sido llevado a cabo por obispos y autoridades eclesiales. En nuestra sociedad ha causado casi tanto o mayor impacto, desconcierto e indignación la constatación del patrón de protección y encubrimiento criminal que la Iglesia —en tanto institución— ha ejercido durante décadas, que los casos de abusos sexuales en sí mismos. En ese sentido, ha habido una aguda y dolorosa toma de conciencia general de que estos sacerdotes, religiosos y obispos miembros de la Iglesia católica —una Iglesia que dice ser heredera del mensaje de Cristo—, se han comportado con un nivel de malignidad propia de los peores criminales que pululan en los regímenes dictatoriales. Es decir, que nuestros pastores y líderes espirituales han encarnado y accionado el peor aspecto del género humano, a saber, la capacidad de abusar, instrumentalizar, dominar y parasitar destructivamente a personas que están en una condición de vulnerabilidad y dependencia comparativa.

      Tomar conciencia de la gravedad y profundidad del problema no ha sido fácil. Ciertamente ha habido una enorme resistencia para poder nombrar y escuchar la realidad de los abusos sexuales, y en grandes sectores del mundo de la Iglesia la primera reacción ha sido la de negar, descreer y/o minimizar la gravedad del problema. Solo con el paso de los años, y con la abrumadora cantidad de evidencias sobre lo anquilosado que estas prácticas abusivas han estado en el interior de la Iglesia, es que se ha llegado a un reconocimiento general de las dimensiones que el problema de los abusos —y el patrón de encubrir y proteger a los perpetradores— ha significado para el mundo católico. En ese sentido, mi percepción es que nos hemos movido de un clima de negación y minimización del problema, a uno donde el aturdimiento, confusión, y desorientación son los estados emocionales que priman. Ciertamente también han emergido la rabia, la indignación moral y el dolor como respuestas espontáneas colectivas saludables ante la realidad de estos abusos, pero junto con ellas muchas veces la experiencia personal y colectiva de mirar de frente el horror de los abusos sexuales en la Iglesia, se asemeja a la vivencia de quedar petrificado ante un tsunami de malignidad que se yergue gigantesco frente a nosotros.

      Escuchar los relatos de las víctimas nos aturde y nos aplasta, nos confronta y nos desafía, y a ratos la experiencia de estar en contacto con el dolor de nuestros prójimos abusados nos deja con una sensación de estupefacción. ¿Cómo ha sido posible que esto sucediera? ¿Cómo entender que en el seno mismo de la Iglesia —una Iglesia dedicada supuestamente a la protección de los más débiles e indefensos— se produjera este nivel de daño y victimización? Nos encontramos en ese sentido experimentando un aturdimiento similar al que debe haber sufrido Pandora al entreabrir la caja prohibida, y constatar, perpleja, como la avalancha de los males se desbordaba por el mundo. En nuestro caso, la caja eclesial que contenía sellada e invisible los horrores vividos por cientos de miles de niños, niñas y adolescentes se ha destapado de forma irreversible; y, para nuestro espanto y pese a que hace al menos treinta años que se viene vaciando, no parecen haber señales de que estemos cerca de terminar de conocer toda la verdad de lo que yacía escondido en el interior de nuestras iglesias, colegios y comunidades.

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